El
gobierno legitimo de la República, para evitar la destrucción de los
principales monumentos de Madrid, los protegió del mejor modo que pudo, a
base de ladrillos, arena y sacos, haciendo alrededor de los
mismos auténticos monumentos, después del uno de abril, después de
aquel parte de guerra que resonó, golpeando como martillos en
el cerebro de los perdedores durante muchos años: “En el día de hoy,
cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas
nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha
terminado”.
Quienes intentaron y lograron salvar los monumentos o
estaba en la cárcel, habían muerto en la guerra, habían sido asesinados
ante un pelotón fascista o huido al extranjero. La falta
de perjuicios de los dueños de de los destinos de España, les llevo a
utilizar mano de obra infantil en muchos casos para desenterrar aquellos
monumentos, en ocasiones disfrazándolo de juego, pero en realidad no lo
era. Más cuando muchos eran hijos de los vencidos, eran hijos
cautivos,desarmados y sin esperanza en una España gris.
El ver esta
foto, llena de tristeza me ha inspirado este triste relato:
Los falangistas llegaron bien de mañana, dando fuertes golpes en la puerta. La anciana abrió temerosa, sin darle tiempo a
apartarse entraron en tromba en la casa con sus fusiles, cayendo la pobre mujer
en el suelo, ante las risas de los intrusos.
-
Carmelo García
¿dónde está ese hijo de puta? Preguntaron como único saludo.
La anciana horrorizada, no sabía que responder, Un
falangista le puso el fusil en la boca.
-
Dónde está ese hijo de puta o te arranco de un
tiro los cuatro dientes que te quedan.
Desde una habitación llegaban sollozos infantiles, se abre la puerta apareciendo una mujer con aspecto
enfermizo y un niño de unos catorce
años, tras ellos se podía ver asustada una niña de no más de diez y otra que no
tendría los cinco.
-
Está muerto, lo fusilaron hace tres días en Atocha.-
Dijo la mujer en un tono apenas audible.
-
Por algo sería.- Dijo el falangista que parecía
dirigir el grupo. Luego mirando al niño, le pregunto: ¿Tú cómo te llamas?
-
Carmelo García. – Dijo el niño asustado.
-
Pues ya está,
te vienes con nosotros, es a ti a quien buscábamos, el hijo de puta eres tú. – espeto el
falangista, soltando una carcajada, coreada por quienes estaban a su lado.- tu
padre enterró la Cibeles, tú la desentierras.
A la madre le brillaron los ojos de rabia, el niño apretó
los puños y miro casi desafiante al falangista, ambos se encontraron con un
fusil en la cara.
-
Cuidado… ¿Conocías a Gregorio Díaz? Se le ha ido la boca cuando le hemos ido a
buscar y bueno…Supongo que a los hijos de los rojos también los entierran…
Con un gesto, el falangista aparto a la madre, sacando de un
empujón al niño, que permanecía con los puños cerrados y cara de asustado. La
abuela, que se había levantado, intento
salir con el chiquillo pero un nuevo, protestar, pero un nuevo empujón la tiró
contra el suelo, otro falangista cerró la puerta, para luego volver a abrirla,
era vecino de la corrala.
-
Tranquilas, no le pasara nada, como mucho le
saldrán callos en las manos, yo me ocupo de que vuelva sano y salvo. – Dijo
cerrando de nuevo la puerta.
Bajaron a la calle donde otro grupo de falangistas mantenían
secuestrados a otros ocho niños, de entre doce y quince años. Carmelo
conocía a
todos, eran amigos o conocidos, todos ellos tenían algo en común, eran
hijos de
albañiles y sus padres o habían muerto en la guerra fusilados ante un
pelotón
de ejecución. Todos tenían cara de
asustados, algunos con lágrimas en los ojos, otros con gesto de rabia o
circunstancias. En la calle a cierta distancia, madres y
hermanas permanecían retenidas por un numeroso
grupo de falangistas y soldados, llorando con cara de espanto y dolor.
-
Vamos, hay mucho trabajo por delante. – Dijo el
falangista que parecía liderar el grupo.
Carmelo miró hacia atrás, viendo salir a su madre, hermana y
abuela por la puerta, al tiempo que eran conducidas junto al resto de
mujeres
que lloraban al final de la calle. No
fue necesario caminar mucho, llegaron a la explanada, donde todavía
permanecía
oculta la diosa Cibeles, protegida durante la guerra por la Junta de
Protección Tesoro Artístico del
Gobierno de la República, al igual que la vecina fuente de Neptuno, y
otros
monumentos , con la intención de protegerles de los salvajes bombardeos
franquistas y nazis. La diosa, con su
corona mural, similar a la del escudo constitucional de la República,
había
sido protegida con muros de ladrillos,
rellenos de arena, un perfecto búnker que evito su destrucción. A los
pies de la bella tapada, se acercó un obrero con unas palas.
-
Son vuestras. – Dijo el jefe falangista, al
tiempo que entregaba las palas a los muchachos.- Vuestros padres la enterraron,
vosotros las desenterráis. Así es la
vida, los hijos deben asumir los errores de sus padres…
Subieron sobre la diosa, y comenzaron el trabajo de
desenterrar la bella tapada, primero quitaron los sacos terreros, para
luego
con palas y listones comenzar a retirar la arena - sabiendo que cada
pala de arena que retiraban de encima de la diosa, era una palada de
arenas con la que enterraban la libertad de España, su propia libertad -
ante la atenta mirada de los verdugos del
nuevo Régimen que se cimentaba con la sangre de sus padres y de tantos
otros
que soñaron con la libertad. Había pasado apenas una hora, con la
cabeza de la
diosa ya al descubierto, cuando se presentó un fotógrafo, que pasaba
por
allí, para inmortalizar el
acontecimiento. El jefe de los
falangistas, les hizo bajar y los reunió antes de la foto.
-
Ahora, quiero que todos levantéis bien la mano,
saludando a la nueva España y gritando viva Franco, ay de aquel que no lo haga, estoy seguro que no querréis.- dijo señalando
a sus madres, hermanas y abuelas, que contemplaban los acontecimientos desde la
distancia. – que vuestras madres vayan mañana también de entierro como la madre
de Gregorio Díaz.
Gregorio había sido el mejor amigo de Carmelo, recordaba al padre del mismo el día en que
fue a buscar al suyo, para un trabajo especial, cubrir la diosa Cibeles, para
que se salvara. Miró buscándole entre sus compañeros de trabajos forzados,
efectivamente no estaba allí, estaba claro, era cierto que le habían
matado. Pensó en alzar el puño y
gritar “¡Viva la República”!, como en
tantas ocasiones había hecho con entusiasmo al lado de su padre, al lado de su
amigo Gregorio, pero miró a su madre, su hermana y su abuela, y cuando estaba
posando para la foto, alzó la mano con decisión y grito:
-
¡Arriba España! ¡Viva Franco!
Y las palabras se le clavaron en el corazón como puñales, recordó
a su padre asesinado, recordó el odio que sentía sobre aquellos que le
obligaban a alzar la mano, quiso ser dueño de las armas que le apuntaban, pensó
en saltar y arrebatarlas y disparar contra los asesinos de su padre, pero sabía
que no podía, que era solo un niño, que veía
como otros fusiles apuntaban a su madre y a su hermana. Noto las lágrimas correr sus mejillas, trago
la rabia y mantuvo la mano alzada hasta que el fotógrafo lo indicó.
Aquel niño, hoy anciano, cada vez que pasa delante de la
Cibeles, escupe al suelo, y con una mano en la solapa, donde luce la
bandera de la República, mira las
ostentosas banderas que estropean el lucimiento de la diosa Cibeles,
recordando aquel día en que desenterraron la Cibeles que coincidió con
el inicio con el enterramiento de la libertad, que todavía espera ser
completamente desenterrada. Mira a su nieto que camina de la mano a su
lado y lo imagina trepando hasta lo alto de la diosa mancillada y
colocando sobre la misma la bandera de la República, para que la diosa
recupere también la dignidad, alza el
otro puño y grita con todas sus fuerzas.
¡Viva la República!
Su nieto lo mira con admiración y imita el gesto de su abuelo y repite también.
¡Viva la República y viva mi abuelo!
Foto
: Martín Santos
Yubero
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