Un cartel da la bienvenida a Delaware, estado con posibilidades de “evasión”.
Pequeño en territorio pero grande en
volumen de negocios, Delaware pasa por ser el primer gran paraíso fiscal
de la historia. Hoy, muchos norteamericanos no ven la necesidad de irse
a Suiza, Panamá o Hong Kong para poner a buen recaudo sus fortunas, ya
que cuentan en su propio país con esta especie de gran superficie de las
finanzas sospechosas. Delaware recibe el nombre de Primer Estado (The First State,
si no nos falla el inglés) por haber sido la primera de las trece
colonias originales en aprobar la Constitución norteamericana. Pero se
le ha apodado también como el Estado de la Gallina Azul (quizá porque es
una especie de gallina de los huevos de oro) la Pequeña Maravilla o el
Estado Diamante, sin duda por la gran cantidad de tesoros evadidos al
fisco que se ocultan tras las paredes blindadas de sus entidades
financieras.
Su capital es Dover, y entre las ciudades más importantes
destacan Wilmington y Newark. A tiro de piedra queda Georgetown, famosa
entre otras cosas por su añeja universidad, donde han impartido célebres
conferencias hombres preclaros del planeta, entre ellos José María
Aznar, que debió colarse por la puerta giratoria de atrás para
chapurrear sus primeras palabrejas en la lengua de Shakespeare.
Hoy Delaware tiene una población de
897.000 habitantes. Solo un ocho por ciento desciende de hispanos o
latinos. Se ve que allí el patrón es anglosajón, valga el bonito
pareado. Además de ser el primer paraíso fiscal de que se tiene
constancia, Delaware se enorgullece de su importante sector avícola y
ganadero, además del cultivo de soya, maíz y patatas. Pero no es la cría
de cerdos o de coliflores lo que da dinero en Delaware, ni siquiera su
potente industria de productos químicos, papeleras o automóviles. Lo que
rinde beneficios a lo grande en Delaware es tener una offshore, una tapadera, una empresa opaca.
Pero antes de entrar en materia hagamos
un poco de historia, que nunca viene mal. Lo primero que el hombre
blanco se encontró al llegar a aquellas fértiles tierras fue un buen
montón de indios lenape (también conocidos como los delaware o los
nanticoke) una de las 564 naciones indígenas norteamericanas que vivían
tranquilamente entre Nueva Jersey, Pensilvania, sur del estado de Nueva
York y Delaware. Traducido del nativo original, lenape significa la
“gente de verdad”, pero poco queda ya de la autenticidad de aquellos
cándidos indígenas, puesto que hoy casi todo en ese estado federal es
tapadera, artificio, fraude, mayormente fiscal.
El primer europeo en poner sus botas en
Delaware fue el explorador inglés Henry Hudson (1609), cuyo apellido da
nombre a la célebre bahía neoyorquina. Manda narices, un viaje tan largo
solo para que le pongan tu nombre a una playa, si al menos fuera una
calle… Más tarde holandeses y suecos empezaron a repoblar la región. No
extraña que aquellos pioneros fueran los padres de la patria porque hoy
todos se hacen los suecos en cuanto llegan los inspectores de Hacienda.
Lo llevan en la sangre.
Delaware fue una de las trece colonias
norteamericanas que se rebelaron contra el dominio británico, después de
que su graciosa majestad decidiera adoptar una medida política
altamente impopular: subir los impuestos a las colonias para sufragar
los gastos del imperio. La Sugar Act y la Currency Act de 1764, así como la Stamp Act
de 1765 (vaya lío de leyes) no debieron gustar demasiado a los colonos
de Delaware, a los que ya entonces les provocaba urticaria oír hablar de
impuestos. Se estaba forjando un carácter fiscal irredento entre los
habitantes de ese rincón del planeta. Sin duda, la desobediencia
tributaria ante la city londinense fue toda una declaración de
intenciones de lo que, dos siglos más tarde, ha sido Delaware: un
paraíso fiscal apetecible para millonarios de todo el mundo.
Como no
podía ser de otra manera, la revolución de los colonos contra el Reino
Unido estalló al grito de No taxation without representation, o
sea “ningún impuesto sin representación”, o lo que es lo mismo: ningún
rey inglés va a decirnos cuántos impuestos tenemos que pagar en nuestro
rancho.
Faltaría más.
El desafío independentista fue tan fuerte
que el gobernador de la colonia de Virginia, además de proclamar la ley
marcial, prometió la libertad a los esclavos negros que se unieran al
ejército del rey. Como no había ingleses suficientes para hacer la
guerra tuvieron que convencer a los negros, que ya se sabe siempre
mueren los primeros en todas las películas. Lo que pasó después es bien
conocido: la guerra, los ejércitos británicos derrotados por George
Washington en Saratoga y Yorktown, la Declaración de Independencia de
1776, el nacimiento de los Estados Unidos de América. Tras la guerra,
los tres condados de la región de Delaware se convirtieron en el Estado
de Delaware y sus habitantes, por fin, respiraron aliviados al saber que
no tendrían que pagar más impuestos a un rey que estaba al otro lado
del océano y al que ni siquiera conocían de vista. Aviso para navegantes
monarcas, sean estuardos o borbónicos: conviene hacerse un viaje a las
colonias periféricas al menos una vez al año, mayormente para que no se
olviden de uno.
En tiempos coloniales, antes del final de
la Guerra de Secesión, Delaware era un estado esclavista, y sus
prácticas contra los trabajadores negros se extendían por todo el sur
del país. Lo hemos leído en Raíces, pobre Kunta Kinte. Después,
cuando estalló la guerra civil, Delaware no tomó partido abiertamente
por ningún bando, qué chaqueteros. La ciudad y su estación de
ferrocarril se convirtieron en punto de partida para los soldados
destinados a las guarniciones de la Unión en los frentes de Pensilvania y
Nueva Jersey, eso lo sabemos por Lo que el viento se llevó, ay
señorita Escarlata. Tras la guerra, Delaware conoció una fase de
prosperidad económica sin precedentes. Floreció el sector industrial,
nació una nueva elite económica que construía grandes mansiones con
columnas de estilo neoclásico y los chicos de las mejores familias eran
enviados a Washington como abogados, senadores y congresistas.
Las
elites siempre fastidiando al personal. Durante décadas, los habitantes
de Delaware se jactaron de ser los que mejor vivían de todos los Estados
Unidos, hasta que estalló la tragedia: el crack del 29. La gran
depresión provocó estragos en la población, el endeudamiento de empresas
y familias, la suspensión de pagos y el cierre de decenas de fábricas.
La ruina del Estado. Nadie podía explicarse cómo de la noche a la mañana
ese pedazo de tierra de promisión norteamericana había caído en el
desastre, el desempleo y la miseria. Algunos magnates arruinados se
arrojaron al vacío, pero como no había rascacielos en Delaware lo
hicieron desde el entresuelo de sus mansiones, y solo se descalabraron
un poco.
El gobierno de Roosevelt impulsó medidas
intervencionistas para salir de la recesión (¡viva Roosevelt!),
programas de asistencia social y planes de ayuda para los cientos de
miles de personas que se habían quedado sin trabajo y sin techo. Más
tarde, la Segunda Guerra Mundial actuaría como motor de la recuperación
económica, ya saben, cuando sobra gente en el mundo se arma una guerra y
a otra cosa butteffly.
Delaware conoció un nuevo periodo de
expansión industrial y económico, se abrieron plantas petroquímicas y el
estado volvió a crecer. Pero llegó la crisis del petróleo de los años
70 y volvieron a desatarse los fantasmas del pasado que habían llevado
al crack del 29. Se aprobaron enmiendas a la Constitución para limitar
el nivel de gasto público y en 1981, en respuesta a la caída del
crecimiento económico debido a la crisis, fue aprobada la Financial Center Development Act,
una ley con un nombre muy campanudo con una finalidad: hacerse un
‘simpa’ y pagar menos impuestos. Fue una especie de decretazo que relajó
notablemente el cobro de tributos a empresas y bancos que invirtieran
en aquel Estado.
Había nacido Delaware, paraíso fiscal. La Development Act
fue como abrir el panal de la rica miel para atraer a las abejas,
aunque la abeja reina de Rumasa nunca fue por allí, era más de Belice.
La medida atrajo a grandes multinacionales y poderosas instituciones
financieras, que se instalaron principalmente en Wilmington, una de las
ciudades más prósperas del Estado. Dicen los economistas que todo
aquello generó una reactivación del mercado laboral, que se creó un gran
número de puestos de trabajo y que se aumentó el gasto dedicado a la
asistencia social de los necesitados. En realidad eso no lo sabemos
porque Delaware es un modelo de opacidad y allí no se dan estadísticas
tan alegremente. Faltaría más.
Lo que sí es cierto es que, sea como
fuere, Delaware volvió a recuperar el esplendor de sus años dorados, el
crecimiento económico anual, aunque fuera a costa de crear un Estado
tolerante con la evasión fiscal. ¡Evasores del mundo, uníos en
Delaware!, debió ser el lema.
En la década de los 80, el Gobierno
estatal decidió dar una vuelta de tuerca a la relajación fiscal al
reducir el impuesto sobre la renta hasta cuatro veces, lo que produjo
gran alborozo en Delaware. Se prefirió convertir el Estado en un paraíso
fiscal antes de ver cómo se arruinaba de nuevo, tal como sucedió a
finales de los años 20. Como resultado, más de dieciséis de los
principales holdings bancarios mundiales, incluyendo JP Morgan,
First Union Corporation, MBNA America y Citibank, así como otras muchas
instituciones financieras, compraron o abrieron sucursales en
Wilmington, convirtiendo a esta ciudad en un floreciente centro
financiero nacional e internacional. En la actualidad hay dieciocho
bancos en Delaware con activos financieros superiores a los mil millones
de dólares y uno con activos por valor de más de diez mil millones.
Nada, una calderilla.
Actualmente Delaware tiene unos 800.000
habitantes censados, pero a pesar de su pequeña extensión cuenta con más
de 200.000 empresas inscritas a través de sociedades offshore
(ya llegamos a la extraña palabreja, con lo bonito que es el término
tapadera, mucho más nuestro y castizo). Es decir, una empresa por cada
cuatro habitantes. Se puede decir que en aquellas tierras todo el mundo
es empresario o al menos juega a serlo. Más del cincuenta por ciento de
las compañías que cotizan en la Bolsa de Nueva York se constituyeron
como corporaciones radicadas en ese Estado. Hay tal acumulación de
empresas por metro cuadrado que los expertos han apodado a este fenómeno
económico como el “camarote de los hermanos Marx”. Groucho dijo en
cierta ocasión que nunca sería miembro de un club que lo admitiera como
socio, pero en este cabe todo el mundo.
Basta con una condición: tener
mucho dinero y querer esconderlo. Según The New York Times, en
una sola calle tienen su sede social más de 65.000 empresas, algunas de
ellas filiales de grandes compañías españolas. Pero la cosa no queda
ahí. Corporation Trust Center, una sociedad offshore radicada
en Delaware, es el domicilio social de aproximadamente 285.000 empresas.
Con semejante trajín de gente a buen seguro que la máquina del café
estará todo el día ocupada.
¿Pero qué se puede hacer en Delaware, además de pasarse todo el día de banco en banco y de offshore en offshore
escondiendo dinero a mansalva? Pues uno se puede ir de compras, por
ejemplo. Hay unos centros comerciales bien bonitos y muy asequibles, así
como tiendas outlet, aunque bien pensado no sabemos para qué demonios querrán los de Delaware los outlets, si allí todo el mundo está forrado y pasan mucho de la ropa podemita de Alcampo.
A una hora y media de Wilmington, al sur
de Delaware, están algunas de las mejores playas del Estado, como
Rehoboth Beach, Dewey Beach o Bethany Beach, mucho “beach” y mucho
bicho, o mejor, mucho tiburón defraudando a todas horas. En este área el
verano es muy movido y divertido, según dicen las guías turísticas, las
piscinas están de bote en bote, todo el mundo a remojo, y los camareros
le llevan a uno el daikiri a la tumbona. Hay conciertos y música en
directo todas las noches, que nunca viene mal para relajar las tensiones
que genera tanta corruptela y evasión. Sin embargo, durante el invierno
el país es más bien tranquilo y muermo. Será por el frío, porque miedo
al FBI no es que haya mucho.
Eso sí, hay tela de restaurantes de todo
tipo, italianos, españoles y mexicanos, para que cualquier evasor esté a
gustito, se sienta como en su casa y no ponga pegas a la comida. Es el
paraíso de todo bon vivant y aquí Arias Cañete sería feliz como una perdiz.
Delaware posee una rica tradición de
museos y monumentos, como no podía ser menos en un estado culto y
elitista como éste. Hay museos de todo tipo, de Agricultura, de
Historia, de Arte, de Arqueología, de Historia Natural, de Juguetes y
hasta de Miniaturas (menuda tontería). A falta de historia los
americanos se la inventan y abren el museo de Barbie y Ken, si hace
falta, con tal de atraer turistas e inversores. Lo que no hay todavía es
un museo dedicado al escamoteo fiscal. Las guías dicen que merece la
pena conocer sus bosques, ríos, parques y sitios para acampar, lugares
bellos y hermosos donde expandir la mente y quitarse remordimientos
después de haber firmado un contrato falso. El Fuerte Delaware merece
una visita, ya no hay vaqueros e indios, pero sirve para darse una
vuelta y disimular entre banco y banco. En ninguna guía comercial
aparece, de momento, una ruta por los mejores despachos de abogados y
entidades financieras dedicadas al jugoso negocio de evadir impuestos.
Eso es un fallo.
Otra cosa es alquilar una habitación:
nunca menos de 900 dólares al mes. Qué os habías creído, los
arrendatarios de Delaware pueda que sean evasores pero no tontos y allí
los casoplones son como los del programa Españoles (ricos) por el mundo.
Mainstreet, en Newark, o Trolley Square, en Wilmington, son
barrios muy populares para disfrutar de las horas felices, el happy hours,
como dicen los americanos, vamos la cañita española de toda la vida de
después del trabajo. Aunque en Delaware, horas felices, lo que se dice
horas felices, son todas las del día.
La verdad es que allí se vive como
dios. Sin embargo, a la hora de ir de discotecas y de meterse en
harinas nocturnas, hay que salir de Wilmington, según advierte una guía
turística, porque la ciudad se acuesta temprano, que al día siguiente
hay que levantarse pronto para defraudar a conciencia. Para los fines de
semana resulta fácil y cómodo darse una vuelta por ciudades cercanas
como Filadelfia, Atlantic City, Lancaster e incluso Nueva York o
Washington DC. El Washington Post anuncia con todo lujo de
detalles las actividades culturales de la zona, pero no dice ni una
palabra de los tejemanejes financieros que se cuecen en los pasillos
bancarios de este estado americano.
“No es un paraíso fiscal”
Muchos famosos han paseado por las calles
sospechosas de Delaware, como el chapo Guzmán y su novia bomba de
culebrón. Para la historia quedará la mítica frase del expresidente de
la Comunidad de Madrid, Ignacio González, quien no hace mucho, y en un
alarde de cinismo insuperable, llegó a asegurar que Delaware “no es un
paraíso fiscal”. Solo que el presidente madrileño disfruta desde el año
2008 de un ático de quinientos metros cuadrados en la Urbanización La
Alhambra del Golf, en Marbella, que supuestamente fue adquirido por un
testaferro profesional, el mexicano Rudy Valner, a través de una
sociedad creada a propósito algunos días antes: Coast Investors LLC,
radicada, como no, en Delaware. Nos ha contado tantos cuentos el señor
González que por una mentirijilla más no nos vamos a rasgar las
vestiduras.
Seis de cada diez compañías del conocido
listado Forbes 500 tienen una de sus sedes entre las paredes de esos
despachos: American Airlines, Apple, Bank of America, Coca-Cola, Ford,
General Electric, Google, JP Morgan, Wal-Mart… Delaware ofrece algunas
ventajas tributarias y empresariales nada desdeñables. Así que ya lo
sabe todo aquel a quien pueda interesar echarse una canita tributaria al
aire en Delaware. En Wilmington, a tan solo cien millas de Washington,
se puede eludir casi cualquier impuesto sin ningún problema. Es fácil y
barato y la Policía no le pone pegas a uno, siempre que no aparques en
doble fila frente al despacho de la offshore, que para eso los
polis yanquis sí se ponen tiquismiquis.
El fraude se hace siempre con
elegancia, sin atascos ni atropellos. En Delaware todo es elegante.
Elegante, sofisticado y secreto. Todo invisible, todo opaco.
Así es la
vida en el Estado Diamante. Cómoda y llena de lujos. Por algo lleva ese
sobrenombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
GRACIAS POR TU OPINION-THANKS FOR YOUR OPINION