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viernes, 6 de mayo de 2016

La vida lujosa en Delaware, primer paraíso fiscal de la historia

 Un cartel da la bienvenida a Delaware, estado con posibilidades de “evasión”.


Pequeño en territorio pero grande en volumen de negocios, Delaware pasa por ser el primer gran paraíso fiscal de la historia. Hoy, muchos norteamericanos no ven la necesidad de irse a Suiza, Panamá o Hong Kong para poner a buen recaudo sus fortunas, ya que cuentan en su propio país con esta especie de gran superficie de las finanzas sospechosas. Delaware recibe el nombre de Primer Estado (The First State, si no nos falla el inglés) por haber sido la primera de las trece colonias originales en aprobar la Constitución norteamericana. Pero se le ha apodado también como el Estado de la Gallina Azul (quizá porque es una especie de gallina de los huevos de oro) la Pequeña Maravilla o el Estado Diamante, sin duda por la gran cantidad de tesoros evadidos al fisco que se ocultan tras las paredes blindadas de sus entidades financieras. 


Su capital es Dover, y entre las ciudades más importantes destacan Wilmington y Newark. A tiro de piedra queda Georgetown, famosa entre otras cosas por su añeja universidad, donde han impartido célebres conferencias hombres preclaros del planeta, entre ellos José María Aznar, que debió colarse por la puerta giratoria de atrás para chapurrear sus primeras palabrejas en la lengua de Shakespeare.




Hoy Delaware tiene una población de 897.000 habitantes. Solo un ocho por ciento desciende de hispanos o latinos. Se ve que allí el patrón es anglosajón, valga el bonito pareado. Además de ser el primer paraíso fiscal de que se tiene constancia, Delaware se enorgullece de su importante sector avícola y ganadero, además del cultivo de soya, maíz y patatas. Pero no es la cría de cerdos o de coliflores lo que da dinero en Delaware, ni siquiera su potente industria de productos químicos, papeleras o automóviles. Lo que rinde beneficios a lo grande en Delaware es tener una offshore, una tapadera, una empresa opaca.




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Indios honrados de Delaware



Pero antes de entrar en materia hagamos un poco de historia, que nunca viene mal. Lo primero que el hombre blanco se encontró al llegar a aquellas fértiles tierras fue un buen montón de indios lenape (también conocidos como los delaware o los nanticoke) una de las 564 naciones indígenas norteamericanas que vivían tranquilamente entre Nueva Jersey, Pensilvania, sur del estado de Nueva York y Delaware. Traducido del nativo original, lenape significa la “gente de verdad”, pero poco queda ya de la autenticidad de aquellos cándidos indígenas, puesto que hoy casi todo en ese estado federal es tapadera, artificio, fraude, mayormente fiscal.


El primer europeo en poner sus botas en Delaware fue el explorador inglés Henry Hudson (1609), cuyo apellido da nombre a la célebre bahía neoyorquina. Manda narices, un viaje tan largo solo para que le pongan tu nombre a una playa, si al menos fuera una calle… Más tarde holandeses y suecos empezaron a repoblar la región. No extraña que aquellos pioneros fueran los padres de la patria porque hoy todos se hacen los suecos en cuanto llegan los inspectores de Hacienda. Lo llevan en la sangre.

 
Delaware fue una de las trece colonias norteamericanas que se rebelaron contra el dominio británico, después de que su graciosa majestad decidiera adoptar una medida política altamente impopular: subir los impuestos a las colonias para sufragar los gastos del imperio. La Sugar Act y la Currency Act de 1764, así como la Stamp Act de 1765 (vaya lío de leyes) no debieron gustar demasiado a los colonos de Delaware, a los que ya entonces les provocaba urticaria oír hablar de impuestos. Se estaba forjando un carácter fiscal irredento entre los habitantes de ese rincón del planeta. Sin duda, la desobediencia tributaria ante la city londinense fue toda una declaración de intenciones de lo que, dos siglos más tarde, ha sido Delaware: un paraíso fiscal apetecible para millonarios de todo el mundo. 


Como no podía ser de otra manera, la revolución de los colonos contra el Reino Unido estalló al grito de No taxation without representation, o sea “ningún impuesto sin representación”, o lo que es lo mismo: ningún rey inglés va a decirnos cuántos impuestos tenemos que pagar en nuestro rancho. 


Faltaría más.


El desafío independentista fue tan fuerte que el gobernador de la colonia de Virginia, además de proclamar la ley marcial, prometió la libertad a los esclavos negros que se unieran al ejército del rey. Como no había ingleses suficientes para hacer la guerra tuvieron que convencer a los negros, que ya se sabe siempre mueren los primeros en todas las películas. Lo que pasó después es bien conocido: la guerra, los ejércitos británicos derrotados por George Washington en Saratoga y Yorktown, la Declaración de Independencia de 1776, el nacimiento de los Estados Unidos de América. Tras la guerra, los tres condados de la región de Delaware se convirtieron en el Estado de Delaware y sus habitantes, por fin, respiraron aliviados al saber que no tendrían que pagar más impuestos a un rey que estaba al otro lado del océano y al que ni siquiera conocían de vista. Aviso para navegantes monarcas, sean estuardos o borbónicos: conviene hacerse un viaje a las colonias periféricas al menos una vez al año, mayormente para que no se olviden de uno.



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Primera compañía ferroviaria que se puso en marcha en Delaware.



En tiempos coloniales, antes del final de la Guerra de Secesión, Delaware era un estado esclavista, y sus prácticas contra los trabajadores negros se extendían por todo el sur del país. Lo hemos leído en Raíces, pobre Kunta Kinte. Después, cuando estalló la guerra civil, Delaware no tomó partido abiertamente por ningún bando, qué chaqueteros. La ciudad y su estación de ferrocarril se convirtieron en punto de partida para los soldados destinados a las guarniciones de la Unión en los frentes de Pensilvania y Nueva Jersey, eso lo sabemos por Lo que el viento se llevó, ay señorita Escarlata. Tras la guerra, Delaware conoció una fase de prosperidad económica sin precedentes. Floreció el sector industrial, nació una nueva elite económica que construía grandes mansiones con columnas de estilo neoclásico y los chicos de las mejores familias eran enviados a Washington como abogados, senadores y congresistas. 


Las elites siempre fastidiando al personal. Durante décadas, los habitantes de Delaware se jactaron de ser los que mejor vivían de todos los Estados Unidos, hasta que estalló la tragedia: el crack del 29. La gran depresión provocó estragos en la población, el endeudamiento de empresas y familias, la suspensión de pagos y el cierre de decenas de fábricas. La ruina del Estado. Nadie podía explicarse cómo de la noche a la mañana ese pedazo de tierra de promisión norteamericana había caído en el desastre, el desempleo y la miseria. Algunos magnates arruinados se arrojaron al vacío, pero como no había rascacielos en Delaware lo hicieron desde el entresuelo de sus mansiones, y solo se descalabraron un poco.



El gobierno de Roosevelt impulsó medidas intervencionistas para salir de la recesión (¡viva Roosevelt!), programas de asistencia social y planes de ayuda para los cientos de miles de personas que se habían quedado sin trabajo y sin techo. Más tarde, la Segunda Guerra Mundial actuaría como motor de la recuperación económica, ya saben, cuando sobra gente en el mundo se arma una guerra y a otra cosa butteffly.



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Las elites impulsaron leyes para pagar menos impuestos.


Delaware conoció un nuevo periodo de expansión industrial y económico, se abrieron plantas petroquímicas y el estado volvió a crecer. Pero llegó la crisis del petróleo de los años 70 y volvieron a desatarse los fantasmas del pasado que habían llevado al crack del 29. Se aprobaron enmiendas a la Constitución para limitar el nivel de gasto público y en 1981, en respuesta a la caída del crecimiento económico debido a la crisis, fue aprobada la Financial Center Development Act, una ley con un nombre muy campanudo con una finalidad: hacerse un ‘simpa’ y pagar menos impuestos. Fue una especie de decretazo que relajó notablemente el cobro de tributos a empresas y bancos que invirtieran en aquel Estado. 



Había nacido Delaware, paraíso fiscal. La Development Act fue como abrir el panal de la rica miel para atraer a las abejas, aunque la abeja reina de Rumasa nunca fue por allí, era más de Belice. La medida atrajo a grandes multinacionales y poderosas instituciones financieras, que se instalaron principalmente en Wilmington, una de las ciudades más prósperas del Estado. Dicen los economistas que todo aquello generó una reactivación del mercado laboral, que se creó un gran número de puestos de trabajo y que se aumentó el gasto dedicado a la asistencia social de los necesitados. En realidad eso no lo sabemos porque Delaware es un modelo de opacidad y allí no se dan estadísticas tan alegremente. Faltaría más.


 Lo que sí es cierto es que, sea como fuere, Delaware volvió a recuperar el esplendor de sus años dorados, el crecimiento económico anual, aunque fuera a costa de crear un Estado tolerante con la evasión fiscal. ¡Evasores del mundo, uníos en Delaware!, debió ser el lema.



En la década de los 80, el Gobierno estatal decidió dar una vuelta de tuerca a la relajación fiscal al reducir el impuesto sobre la renta hasta cuatro veces, lo que produjo gran alborozo en Delaware. Se prefirió convertir el Estado en un paraíso fiscal antes de ver cómo se arruinaba de nuevo, tal como sucedió a finales de los años 20. Como resultado, más de dieciséis de los principales holdings bancarios mundiales, incluyendo JP Morgan, First Union Corporation, MBNA America y Citibank, así como otras muchas instituciones financieras, compraron o abrieron sucursales en Wilmington, convirtiendo a esta ciudad en un floreciente centro financiero nacional e internacional. En la actualidad hay dieciocho bancos en Delaware con activos financieros superiores a los mil millones de dólares y uno con activos por valor de más de diez mil millones. Nada, una calderilla.


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Dos hombres de principios de siglo XX hacen negocio en la calle.



Actualmente Delaware tiene unos 800.000 habitantes censados, pero a pesar de su pequeña extensión cuenta con más de 200.000 empresas inscritas a través de sociedades offshore (ya llegamos a la extraña palabreja, con lo bonito que es el término tapadera, mucho más nuestro y castizo). Es decir, una empresa por cada cuatro habitantes. Se puede decir que en aquellas tierras todo el mundo es empresario o al menos juega a serlo. Más del cincuenta por ciento de las compañías que cotizan en la Bolsa de Nueva York se constituyeron como corporaciones radicadas en ese Estado. Hay tal acumulación de empresas por metro cuadrado que los expertos han apodado a este fenómeno económico como el “camarote de los hermanos Marx”. Groucho dijo en cierta ocasión que nunca sería miembro de un club que lo admitiera como socio, pero en este cabe todo el mundo.



 Basta con una condición: tener mucho dinero y querer esconderlo. Según The New York Times, en una sola calle tienen su sede social más de 65.000 empresas, algunas de ellas filiales de grandes compañías españolas. Pero la cosa no queda ahí. Corporation Trust Center, una sociedad offshore radicada en Delaware, es el domicilio social de aproximadamente 285.000 empresas. Con semejante trajín de gente a buen seguro que la máquina del café estará todo el día ocupada.



¿Pero qué se puede hacer en Delaware, además de pasarse todo el día de banco en banco y de  offshore en offshore escondiendo dinero a mansalva? Pues uno se puede ir de compras, por ejemplo. Hay unos centros comerciales bien bonitos y muy asequibles, así como tiendas outlet, aunque bien pensado no sabemos para qué demonios querrán los de Delaware los outlets, si allí todo el mundo está forrado y pasan mucho de la ropa podemita de Alcampo.


A una hora y media de Wilmington, al sur de Delaware, están algunas de las mejores playas del Estado, como Rehoboth Beach, Dewey Beach o Bethany Beach, mucho “beach” y mucho bicho, o mejor, mucho tiburón defraudando a todas horas. En este área el verano es muy movido y divertido, según dicen las guías turísticas, las piscinas están de bote en bote, todo el mundo a remojo, y los camareros le llevan a uno el daikiri a la tumbona. Hay conciertos y música en directo todas las noches, que nunca viene mal para relajar las tensiones que genera tanta corruptela y evasión. Sin embargo, durante el invierno el país es más bien tranquilo y muermo. Será por el frío, porque miedo al FBI no es que haya mucho. 


Eso sí, hay tela de restaurantes de todo tipo, italianos, españoles y mexicanos, para que cualquier evasor esté a gustito, se sienta  como en su casa y no ponga pegas a la comida. Es el paraíso de todo bon vivant y aquí Arias Cañete sería feliz como una perdiz.



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Lujoso interior de una mansión colonial. Nada, un caprichito.



Delaware posee una rica tradición de museos y monumentos, como no podía ser menos en un estado culto y elitista como éste. Hay museos de todo tipo, de Agricultura, de Historia, de Arte, de Arqueología, de Historia Natural, de Juguetes y hasta de Miniaturas (menuda tontería). A falta de historia los americanos se la inventan y abren el museo de Barbie y Ken, si hace falta, con tal de atraer turistas e inversores. Lo que no hay todavía es un museo dedicado al escamoteo fiscal. Las guías dicen que merece la pena conocer sus bosques, ríos, parques y sitios para acampar, lugares bellos y hermosos donde expandir la mente y quitarse remordimientos después de haber firmado un contrato falso. El Fuerte Delaware merece una visita, ya no hay vaqueros e indios, pero sirve para darse una vuelta y disimular entre banco y banco. En ninguna guía comercial aparece, de momento, una ruta por los mejores despachos de abogados y entidades financieras dedicadas al jugoso negocio de evadir impuestos. Eso es un fallo.


Otra cosa es alquilar una habitación: nunca menos de 900 dólares al mes. Qué os habías creído, los arrendatarios de Delaware pueda que sean evasores pero no tontos y allí los casoplones son como los del programa Españoles (ricos) por el mundo. Mainstreet,  en  Newark,  o  Trolley  Square,  en  Wilmington, son  barrios muy  populares  para  disfrutar de las horas felices, el happy hours, como dicen los americanos, vamos la cañita española de toda la vida de después del trabajo. Aunque en Delaware, horas felices, lo que se dice horas felices, son todas las del día.


 La verdad es que allí se vive como dios. Sin embargo, a la hora de ir de discotecas y de meterse en harinas nocturnas, hay que salir de Wilmington, según advierte una guía turística, porque la ciudad se acuesta temprano, que al día siguiente hay que levantarse pronto para defraudar a conciencia. Para los fines de semana resulta fácil y cómodo darse una vuelta por ciudades cercanas como Filadelfia, Atlantic City, Lancaster e incluso Nueva York o Washington DC. El Washington  Post  anuncia con todo lujo de detalles las actividades culturales de la zona, pero no dice ni una palabra de los tejemanejes financieros que se cuecen en los pasillos bancarios de este estado americano.


“No es un paraíso fiscal”



Muchos famosos han paseado por las calles sospechosas de Delaware, como el chapo Guzmán y su novia bomba de culebrón. Para la historia quedará la mítica frase del expresidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, quien no hace mucho, y en un alarde de cinismo insuperable, llegó a asegurar que Delaware “no es un paraíso fiscal”. Solo que el presidente madrileño disfruta desde el año 2008 de un ático de quinientos metros cuadrados en la Urbanización La Alhambra del Golf, en Marbella, que supuestamente fue adquirido por un testaferro profesional, el mexicano Rudy Valner, a través de una sociedad creada a propósito algunos días antes: Coast Investors LLC, radicada, como no, en Delaware. Nos ha contado tantos cuentos el señor González que por una mentirijilla más no nos vamos a rasgar las vestiduras.


Seis de cada diez compañías del conocido listado Forbes 500 tienen una de sus sedes entre las paredes de esos despachos: American Airlines, Apple, Bank of America, Coca-Cola, Ford, General Electric, Google, JP Morgan, Wal-Mart… Delaware ofrece algunas ventajas tributarias y empresariales nada desdeñables. Así que ya lo sabe todo aquel a quien pueda interesar echarse una canita tributaria al aire en Delaware. En Wilmington, a tan solo cien millas de Washington, se puede eludir casi cualquier impuesto sin ningún problema. Es fácil y barato y la Policía no le pone pegas a uno, siempre que no aparques en doble fila frente al despacho de la offshore, que para eso los polis yanquis sí se ponen tiquismiquis.


 El fraude se hace siempre con elegancia, sin atascos ni atropellos. En Delaware todo es elegante. Elegante, sofisticado y secreto. Todo invisible, todo opaco.


 Así es la vida en el Estado Diamante. Cómoda y llena de lujos. Por algo lleva ese sobrenombre.








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