Conflictos mundiales * Blog La cordura emprende la batalla


martes, 10 de mayo de 2016

Sobre la soledad

<p>Tolstói</p>



Cuando era un capitán de 20 años, solía ir a verle. Bueno, no iba a verle. Pasaba por su ciudad, de paso, le telefoneaba y quedábamos. Él siempre me llevaba a comer a Les Halles. Les Halles ya no existía. Había dejado de ser, yo que sé, 20 años antes, el gran mercado de abastos, el vientre de París, que decía Zola.



 Lo habían derrumbado y urbanizado con un centro comercial chorras.



 Pero él siempre me llevaba a alguno de los pocos restaurantes que quedaban de cuando este barrio era el gran mercado, un indicativo de que era un hombre de costumbres y gustos rígidos, ajenos a la realidad.



 Siempre comíamos escargots y carne, esa carne roja francesa, reposada varias semanas sobre una losa de mármol. Invertía la comida en explicarme secretos familiares terribles, y en darme instrucciones para comer con decoro, en meterse con mi pelo largo, con mi falta de cultura y conocimientos y, en general, en criticar cualquier aspecto de mi vida. Es decir, de la juventud extrema. Odiaba la ficción.



Cuando le conocí, a los 6 años, me regaló un ensayo de Moravia en francés. Recuerdo que yo lloré, porque quería un coche metálico. Él rió, y dijo que regalar un coche metálico era como regalar una novela, y que él no regalaba novelas. Siempre empleaba unos minutos en cada una de esas comidas anuales de mi juventud en pelarse la novelística francesa. Un indicativo de que se la conocía íntimamente. Era un hombre vehemente, sin mujer ni amigos. Un hombre furioso con algo. Tal vez, furioso con la vida, se diría. Era camarero. Vivía en la periferia de lo que fue mi familia. En su límite.



En una suerte de limbo repleto de rumores. Se decía que era un hombre violento, y que se acostaba con mujeres viejas, a las que les iba sacando la pasta. Decían que se había especializado en rusas blancas. En aquel tiempo, aún quedaban rusas blancas vivas. Lo dicho, muy viejas. Aun  así, pese a toda esa rumorología, cuando nací, fue elegido como mi padrino. Una decisión importante en una familia no cristiana. A mí  no me constaba ninguno de esos rumores. Me lo pasaba bien en aquellas comidas excesivas de palabras y alimentos.



Una vez le llamé, como cada verano. En esa ocasión, no quedamos en Les Halles, sino en su casa. Algo llamativo. Nadie había ido a su casa. Jamás. Recuerdo que estaba ubicada en un barrio en el que no era habitual que viviera un camarero. Su piso, a su vez, no era el de un camarero. Bueno, lo poco que pude ver de su piso. Un pasillo y una gran sala, forrada en roble. Parecía una sala de exposiciones. Allí estaban expuestos unos 50 cuadros diminutos, fáciles de transportar si salías huyendo de un país, que explicaban la vanguardia rusa prerrevolucionaria.



 Mientras me los enseñaba, me ofreció una bandeja de repostería y una copa de Oporto. Los aperitivos, en fin, son dulces en Francia, secos en España y amargos, perfectos y divertidos en Italia.




Él estaba especialmente luminoso y alegre. Y excitado. A los pocos minutos, no pudo más y me explicó la razón de todo ello.



Tenía un regalo para mí. Se fue al interior de la casa y salió con un objeto escondido en su puño. No sabía lo que era. Pero suponía que no sería un coche metálico o una novela.


 Finalmente fue una mezcla de ambas cosas. Abrió su mano y en ella apareció un diminuto reloj de bolsillo de oro, sin duda antiguo. "¿Sabes lo que es?", me dijo. Un reloj, le contesté. "Sí, pero mira de quién es". Miré su reverso. Había unas letras en cirílico. Le contesté que no sabía lo que ponía. Sin dejar de sonreír, repleto de ilusión, me pegó una bofetada terrible. Era una bofetada de esas simpáticas en origen, pero se le había ido la mano. Es difícil dar bofetadas tan buenas si no estás acostumbrado a darlas, pensé. A través de su sonrisa luminosa me dijo: "Pensaba que eras un hombre culto. Pone Tolstói. Es el reloj de Tolstói".



Me explicó su historia. El reloj se lo dió una amiga suya, dijo. Su familia era amiga de Tolstói. Tolstói les visitaba con frecuencia, y ella siempre acababa sobre sus rodillas, jugando con su reloj. Un día, Tolstói  explicó, divertido, que lo había perdido todo en una timba. Ella le dijo que no, que aún tenía su reloj. Solemne, Tolstói se quitó el reloj de su chaleco y se lo dio a la niña. "Ahora, ya lo he perdido todo". Toda esa historia es verosímil, pero poco probable.



Tolstói ya no era un jugador en los años 70 del XIX. Dudo que aquella niña hubiera podido nacer en aquellas décadas. Sin embargo, era el reloj de Tolstói. O de algún Tolstói.  Anyway. Volví a ver a aquel hombre dos o tres veces más. Luego, acabamos hablando una vez al año, por teléfono. Un día quedamos para vernos. Pero murió antes. No tuve, en fin, la oportunidad de volver a hablar con él siendo un adulto. Por lo que no he podido esclarecer el significado de aquel regalo ¿Qué significó ese regalo? Los regalos acostumbran a no ser nada, un protocolo en una relación sentimental o en una relación mercantil.


Salvo cuando son un mensaje. Supongo que aquel reloj era, por tanto, un mensaje de alguien con quien, en el fondo, nunca hablé. Era, por lo tanto, un mensaje importante. Un hombre que despreciaba la ficción, desprecia también sus fetichismos. No me regaló un objeto de un escritor de ficción, esa cosa que odiaba, sino un objeto real. Quizás me estaba diciendo que los objetos no valen nada, y que debes renunciar a ellos con la frescura con la que Tolstói renunció a su reloj. O igual me estaba explicando, con ese objeto real, algo real. Ese reloj era una suerte de explicación de su vida o de su intimidad.



Supuse eso durante años. Ahora empiezo a creer que la vida que estaba explicando era la mía. Tolstói no sólo vivió mucho, sino muchas vidas. La del jugador, la del endeudado, la del oficial que vive al día, trapicheando con caballos, la del escritor --varias, a su vez; el escritor aristócrata, el escritor enfrentado a lo anterior, el escritor fascinado por los buenos salvajes del Sur, el cristiano, el anarquista--. Resulta difícil no identificarse con alguna de esas vidas. Resulta difícil no identificarse con su último día de vida, que a su vez es toda una vida posible. Solo, con uno de sus hijos, en una estación, sin techo, huyendo de su esposa, que no entendió su necesidad vital de regalarlo todo, de no ser como todo el mundo, que le negó la complicidad en la gran aventura de su vida, el anarquismo.


Un reloj de bolsillo, en fin, está hecho para ser mirado por una sola persona, e indica que, tal vez, se vive solo.


 http://ctxt.es/es/20160427/Firmas/5724/Tolstoi-regalo-amistad-soledad-Columnas-Un-domingo-con-Mart%C3%ADnez.htm





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