Conflictos mundiales * Blog La cordura emprende la batalla


sábado, 16 de julio de 2016

El precio de una violación

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Contamos las violaciones en sanfermines como contamos cromos. ¿Cuántas llevamos? ¿Cuántas por día? Las contamos de la misma forma que contamos el resto de violaciones: 1 cada siete horas, 4 cada día del año, mil y pico cada año. Casi 10.000 penetraciones obligadas en 7. Porque sí, sólo cuentan como violación las agresiones sexuales con penetración. Son sólo números. Y son números que nos dejan saber sólo las denunciadas: las penetraciones denunciadas.


Pero detrás de cada uno de esos números hay un mundo. Detrás de cada violación, con penetración o sin ella, hay una mujer y una historia que la va a acompañar de por vida. Una violación no es una experiencia puntual, no es sólo una persona ejerciendo violencia sobre otra. Se trata de un ejercicio de poder. Al hombre no le resulta tan excitante el hecho de la cópula como el de forzar a la mujer y demostrarle quién tiene el poder. El violador no tiene una erección que no puede reprimir: el violador se excita porque sabe que la mujer no quiere, y justamente por eso la viola, porque no quiere. Pero es que ella no es nadie para decidir si eso tiene que pasarle o no.


Para nosotras, una violación es el punto en que nuestra vida empieza a contarse como antes y después de. A todas nos han agredido verbalmente, y a muchas nos han agredido físicamente, en menor o mayor medida. A muchas nos han obligado a pelear para mantenernos intactas, y no siempre lo hemos conseguido. A muchas nos han inmovilizado para poder tocarnos, nos han estrujado contra sus cuerpos para que notáramos una erección.


 Porque de eso van las violaciones, apresarnos para que comprobemos que lo que tenemos delante es un hombre, un pene erecto, un arma. Y muchas veces no te queda otra -si no quieres salir aún más herida o muerta- que dejar de forcejear, arañar y gritar, y permitir que te toque tanto como quiera. Y cuando dejas que eso pase, no siempre vas a creerte capaz de denunciarlo después, porque si el miedo te ha atenazado y has decidido que mientras no te penetre o te mate, eres capaz de soportar todo lo demás, también tendrás que lidiar después con la culpa.


 Pero en el momento sólo quieres que aquello acabe con el menor daño posible, así que esperas a que el tipo compruebe que sí, que tienes vagina, y que sí, tienes dos pechos. Que se recree. Y esperas que, por favor, se tranquilice. Y hasta intentas negociar con él. Igual si le caes simpática no te penetra. Y muchas tenemos la “suerte” de poder evitar males mayores, pero no todas pueden.


Lo doloroso es que las agresiones sexuales no se quedan sólo en esos instantes en que te fuerzan contra una pared, te manosean, te meten la lengua en la boca y te someten física y emocionalmente a una experiencia en la que no dejas que respirar el olor del agresor, de oír sus gruñidos y su voz. No se queda ahí, porque luego viene el segundo calvario, cuando ya te sientes “a salvo”. Porque sabes que, si lo cuentas, escucharás antes o después un “¿por qué bebiste?” o un “no peleaste hasta el final, igual te gustó” o “bueno, bueno, hay mucho loco, pero un toqueteo no es violación”.


 Y te lo dirán porque ellos no han estado ahí, no han sentido en sus partes íntimas unas manos extrañas que les hacían daño, ni han escondido durante días los cardenales en sus pechos. Ellos saben mejor que tú qué es una violación. Sólo a los que nunca han agredido sexualmente saben qué es ser violada y qué hay que hacer cuando te agreden.


Así que prefieres enterrarlo en tu memoria y hacer como si nunca hubiera pasado. Y te haces con trucos: si cuando las imágenes te atormentan piensas en otra cosa, si te concentras fuerte, el recuerdo acaba yéndose.


Hasta la próxima que le dé por volver. Pero tienes que poder con ello; lo que sea con tal de no sufrir la doble culpabilización que supone ser agredida: primero por ti misma, porque te repites que deberías haber hecho esto o lo otro, y luego por la sociedad, esa sociedad que en tu lugar habría peleado más, habría tenido menos miedo, se hubiera defendido mejor, y así te lo hacen saber: “yo hubiera denunciado”, “yo le hubiera dado una patada”, “yo…”, y la única verdad es que ninguno de los que dicen esto han estado ahí, a solas con un hombre que te dobla en tamaño y te triplica en odio.


Y hasta tú te lo crees, y algo te dice que si no te dejaste la vida peleando contra tu agresor, eres cómplice de alguna manera, o te lo merecías de otra. Y si no denuncias, aún más culpable. Te gustó. Y si encima conoces al agresor, todo se complica. “¿Le mandaste señales?”, “¿dijiste o hiciste algo que pudiera confundirlo”, “¿habíais estado juntos antes?”. La mayoría de las violaciones las cometen hombres del entorno de la mujer, ¿cuántas veces no se habrán hecho estas preguntas a las víctimas?


Como si haber visto antes al violador pudiera justificar que te inmovilizara, que te obligara y que te hiciera daño en cada parte del cuerpo que te tocó.


Y cuando lees que una jueza le preguntó a una víctima de violación si cerró bien las piernas, sólo puedes pensar en cómo miles de mujeres que no denunciaron se tienen que estar sintiendo más a salvo que nunca por no haber denunciado, porque vivir esa escena en los juzgados puede llegar a ser incluso peor que la de la agresión: al fin y al cabo, del violador no esperas comprensión o protección, pero si también te falla la justicia, el dolor y la rabia toman proporciones que no estás segura de poder gestionar.


Ése es el mensaje que mandó aquella jueza y muchos otros, y es el mensaje que mandan a las mujeres agredidas desde las instituciones que se suponen han de protegerte: ¿estás segura de que quieres denunciar? ¿Seguro que quieres que pasar por esta vejación y humillación dos veces?


Culpamos a las mujeres que no denuncian pero es que también culpamos a las que denuncian. La diferencia es que a las primera no les ponemos nombre y cara, sabemos que existen pero no sabemos quiénes son, pero a las segundas sí. Y por eso las primeras no denuncian, para esconderse de una sociedad que no tendrá piedad con ellas.


No podemos culpar a las mujeres que no denuncian ni a las víctimas de los sanfermines que sí lo han hecho. A quien tenemos que culpar y eliminar del mapa es a quienes culpan a las víctimas, a quienes se mofan y las juzgan. Sin excepción. Y tenemos que llevar el feminismo a cada mujer para que las empodere, para que puedan entender que ellas no tuvieron la culpa y que no pudieron hacer más de lo que hicieron para evitar que un hombre hiciese y deshiciese a su antojo.


 Debemos, todas, tomar conciencia feminista que nos ayude, poco a poco, a tener el coraje de enfrentarnos al juicio de los demás cuando algo así nos pase. Estoy segura de que ahora yo misma actuaría de otra forma ante una agresión a como lo hice entonces. De momento, estoy pudiendo escribir en público sobre ello. Si me hubieran dicho que yo haría algo así hace diez años, hubiera pensado que me he vuelto completamente loca.


Las mujeres víctimas de agresiones sexuales ni siquiera entran en las estadísticas de violencia de género, como si no nos violaran por nuestro género, como si no fueran hombres los violadores y mujeres las violadas. Como si no estuviera relacionado. Si no hay lazo afectivo entre agresor y agredida no es violencia de género. Las putas asesinadas, las niñas abusadas, las mujeres víctimas de la trata, ninguna cuenta en las estadísticas, ni la Ley de Violencia de Género las protege.


Los sanfermines no se han suspendido tras las violaciones por el mismo motivo por el que muchas víctimas no denuncian: no importamos, lo saben y lo sabemos. Y además, siempre nos acecha la sombra de la culpa: ¿por qué no se defendió mejor? ¿Por qué no cerró bien las piernas? ¿Por qué se emborrachó? ¿Por qué se la vio bailando con la camiseta levantada? ¿Acaso no sabemos que ellos sí pueden ir con el torso desnudo cuando les plazca pero si lo hacemos nosotras estamos pidiendo que nos violen?



Barbijaputa



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