“El PSOE tardará mucho en volver a ser
útil”. Lo decía esta mañana Iñaki Gabilondo, uno de los rostros más
prestigiosos de nuestra historia reciente (recuerden que fue su cara la
que apareció en la televisión para transmitir tranquilidad a España el
23F, mucho antes que apareciera la de Juan Carlos) desde el periódico
que fue el intelectual orgánico de la Transición y la referencia
internacional durante años para entender España.
Ayer Felipe González,
la figura histórica más importante después de Franco, el presidente –a
un tiempo carismático y siniestro– más relevante del sistema político
del 78, señalaba a Pedro Sánchez desde la SER, nada menos que desde la
SER. Poco después el aparato del partido apuñalaba. Y hoy el editorial
de El País llama a Sánchez “insensato sin escrúpulos”. No
estamos sólo ante la crisis de un partido, sino ante lo que Alberto
Garzón definía con acierto ayer como motín oligárquico; un intento de
golpe en el interior del PSOE para entregar el Gobierno al PP.
El pasado domingo, en la clausura de la
Universidad de verano de Podemos que hicimos en la Universidad
Complutense, expuse a mis compañeros las que, a mi entender, son las
claves estratégicas para entender la situación de bloqueo que vive
nuestro país. Expliqué que no estamos viviendo una situación de “empate
catastrófico”, una expresión traída de América Latina donde la paridad
de fuerza electoral entre sectores pro-oligarquía y sectores populares
obligó a soluciones constituyentes.
En España aún no es posible ni el
desempate electoral ni una solución constituyente a corto plazo. El
bloqueo de nuestro país tiene que ver más bien con las tensiones que se
están produciendo en el Partido Socialista entre los partidarios de la
restauración del sistema de partidos anterior a las elecciones del 20D, y
los partidarios del reacomodo del PSOE a la nueva situación. Lo que se
dirime en este partido es básicamente su papel y su estrategia en un
contexto histórico nuevo.
Los partidarios del “reacomodo”, con
Felipe González y Susana Díaz a la cabeza, cuentan con el apoyo
entusiasta de Juan Luís Cebrián y el grupo de comunicación del que es
propietario. A mi entender son el sector del PSOE con el proyecto
político más claro y una orientación estratégica más armada y precisa.
Son partidarios de entregar el Gobierno al Partido Popular y reconocen
sin ambages estar más cerca de este partido que de nosotros.
Para ellos,
el PP es uno de los pilares políticos de España, su histórico
competidor en el sistema del turno, mientras que Podemos y sus aliados
representan un peligro frente al que hay que conjurarse incluso con sus
viejos rivales del turnismo. Este sector cuenta con el apoyo de las
élites económicas de nuestro país y de los poderes extranjeros, pero no
cuenta con la simpatía ni de los votantes ni de las bases socialistas.
Los partidarios de la “restauración”
están representados por Sánchez y su equipo. No cuentan con apoyos
mediáticos ni de sectores oligárquicos y además carecen de proyecto
político. Ni se han atrevido a intentar diseñar un proyecto de reformas y
de gobierno con nosotros, ni tampoco a afrontar con sentido común la
tensión plurinacional que se vive en España.
Les aterra, con buen
criterio, entregar el gobierno al PP por las consecuencias electorales
que tendría para su partido y querrían volver a un sistema bipartidista
que nos dejara a nosotros ocupando una modesta posición en la izquierda
del tablero político, mayor que la que tuvieron en su momento el PCE e
IU pero lejos de la paridad actual.
Desde enero su objetivo es bien
subalternizarnos (al pedirnos que facilitáramos sin participar su
gobierno con Ciudadanos) o repetir las elecciones con la esperanza de
que el hastío y el aburrimiento de la gente nos hiciera retroceder.
Mientras mantenga su no al PP, este sector cuenta con más simpatías
entre la militancia y los votantes socialistas.
Los últimos acontecimientos han hecho
que estos dos sectores pasen de la guerra fría a la guerra abierta. Del
resultado de la misma no sólo depende lo que Gabilondo llama “utilidad”
del PSOE, pronosticando una paulatina pérdida de relevancia histórica de
este partido, sino nada menos que el resultado de la transición
política que vive nuestro país.
Hoy la transición de hace 40 años, con
todas sus complejidades, sus tensiones y sus a menudo olvidados
centenares de muertos, parece un proceso sencillo si se compara con la
actual situación. La sociedad española de entonces –a pesar de las
excepciones representadas por las vanguardias de la oposición
democrática y los movimientos sociales (en especial el movimiento
obrero) y las propias excepcionalidades catalana y vasca– era una
sociedad lógicamente atemorizada por la dictadura.
El éxito de Suárez
(tanto de la Ley de Reforma Política como de su UCD) señaló la hegemonía
de su proyecto de metamorfosis de la dictadura en una monarquía
constitucional más o menos homologable en Europa. La izquierda, sumida
en sus debates para no dar miedo (las renuncias respectivas al marxismo y
al leninismo del PSOE y el PCE no eran más que eso), se vio obligada a
acomodarse a la estratégica de Suárez.
Aquel exitoso proceso (si
atendemos a los enormes consensos que suscitó y que no dejaron de
aumentar cuando la transición se convirtió en relato fundante de nuestra
democracia encarnado en la monarquía) culminó con la victoria electoral
socialista de 1982, tras un golpe de Estado a un tiempo fracasado y
exitoso.
Nacía un nuevo régimen político con un poderosísimo PSOE al
timón del Gobierno, sostenido, como cualquier sistema político que se
precie, por unas nuevas clases medias. Como señala el malvado Emmanuel
Rodríguez en su Por qué fracasó la democracia en España, las
clases medias son más una noción ideológica que una categoría
sociológica.
La promesa de modernización y de mejora de las expectativas
de vida encarnadas en el Partido Socialista fueron el alimento de esos
sectores autopercibidos como clases medias, esa nueva España a la que el
PSOE se parecía más que ningún otro partido.
La hegemonía del PSOE era tal que se le
perdonó todo durante años, desde las consecuencias de su aceptación de
la división del trabajo en Europa –que nos convirtió en una periferia
especializada en el turismo–, pasando por la corrupción hasta el
terrorismo de Estado. La arrogancia con la que todavía hoy se refiere
Felipe González a “lo que hicimos en el País Vasco” revela
hasta qué punto el expresidente vive aún en ese mundo.
Aquel PSOE, sin
embargo, sentó las bases sociales que permitieron el éxito electoral de
Aznar y que el PP no sólo se hiciera con el poder durante años, sino que
convirtiera la Comunidad Valenciana y Madrid en sus laboratorios más
elaborados de su modelo corrupto-neoliberal, aún con Zapatero en la
Moncloa.
La crisis económica, como en otros
países de Europa, hizo saltar por los aires la auto-percepción de clases
medias de inmensos sectores populares en España. Y el siglo XX ha dado
sobradas lecciones de lo que pasa cuando se tocan las expectativas de
las clases medias. Los desahucios, las estafas permanentes, el paro, la
precarización de las condiciones de vida, la emigración de los jóvenes,
fueron el caldo de cultivo del movimiento que lo cambió todo: el 15-M.
Los hijos e hijas de las nuevas clases medias bajaron a las plazas y
señalaron a las élites políticas y económicas. Solo había que ponerles
nombre. Nosotros decidimos llamarles casta.
Aquello no fue una venganza de los
perdedores políticos de la Transición, una izquierda que durante más de
30 años bastante hizo con resistir. Aquello era el inicio de una crisis
de régimen que introducía los ingredientes para una nueva gramática
política llamada a cambiar muchas cosas en España.
Podemos fue quizá la
expresión electoral más elaborada (pero no la única) de aquella nueva
gramática. Pero sería absurdo desvincular aquel movimiento de las
tradiciones democráticas y regeneradoras de nuestro país. Por las venas
del 15-M corría la sangre del movimiento obrero, de los movimientos
liberales del XIX, de la lucha de las mujeres, de las luchas contra la
dictadura.
Sólo así se explica que fuera precisamente el PSOE el partido
más afectado por el 15-M y que Podemos haya sido capaz de atraer a un
nuevo espacio, no sin dificultades, a todos los sectores que levantaron
las banderas de la resistencia en el pasado. Pero ni los símbolos, ni el
lenguaje, ni las formas, habrían de ser los mismos.
Podemos vivió una primavera de esperanza
en 2014 y un verano en el que nuestras líneas avanzaban ante la
desbandada y la torpe resistencia de los adversarios. Así hasta
encontrarnos con unas encuestas que nos situaban como la primera fuerza
política.
El 31 de enero de 2015 hicimos una demostración de fuerza
social con una movilización de partido probablemente sin precedentes
desde el asesinato de los abogados de Atocha. Pero entonces llegó el
invierno ruso y nuestras líneas dejaron de avanzar. Tuvimos que
enfrentar procesos electorales en las peores condiciones para hacerlo y
aún así irrumpimos en todos los parlamentos y fuimos uno de los motores
principales de la conquista de las principales capitales del país por
alcaldesas y alcaldes del cambio.
Las elecciones catalanas fueron la
prueba más difícil para nosotros. No recibimos el apoyo de los sectores a
los que nosotros empujamos para alcanzar la alcaldía de Barcelona y nos
vimos atrapados en una confrontación frentista que nos obligó a
conformarnos con sembrar semillas para el futuro, asumiendo un duro
revés electoral.
Hace exactamente un año, las encuestas preveían nuestro
hundimiento al tiempo que “el Podemos de derechas” que pidió el dueño
del Banco Sabadell despuntaba en las encuestas. Pero llegó la remontada y
el resultado de las elecciones del 20D cambió, a mi juicio para
siempre, el sistema de partidos en España.
A partir de entonces la tensión en el
PSOE provocó la situación que ahora vemos en toda su crudeza.
Es
innegable el valor demostrado por Pedro Sánchez enfrentándose a las
fuerzas del régimen en su partido, pero quizá hubiera tenido más sentido
proyectar también ese valor hacia los poderes establecidos fuera del
partido. De haber sido así hoy podríamos estar gobernando juntos y quizá
nuestro Gobierno, con todas las dificultades, hubiera podido
implementar políticas redistributivas, regeneradoras, avanzar soluciones
democráticas a la tensión plurinacional y ser un ejemplo para otros
países europeos.
No sé qué ocurrirá finalmente en el
PSOE. Temo que lo que se dirime allí no dependerá sólo de
interpretaciones jurídicas y estatutarias; hablamos de la crisis más
importante desde el fin de la Guerra Civil en el partido más importante
del ultimo siglo en españa. Quien pensaba que podía haber normalidad
política sin que el PSOE se decidiera por el PP o por nosotros se
equivocaba.
Frente a la incertidumbre, a nosotros
nos toca seguir del lado de la gente. Debemos estar preparados para
gobernar o para la repetición electoral, pero también, si finalmente se
imponen los partidarios de dar el Gobierno al PP, debemos estar seguros
de nuestro papel como fuerza política que ofrece garantías y que se debe
construir como instrumento de un movimiento popular que siga empujando
por una sociedad más justa.
Nadie duda en España de que nosotros jamás
iremos de la mano del Partido Popular. En tiempos de incertidumbres y de
golpes oligárquicos, Unidos Podemos debe ser el referente de seguridad
de los que quieren una sociedad mejor frente a las élites.
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