Conflictos mundiales * Blog La cordura emprende la batalla


martes, 6 de septiembre de 2016

No lean, señorías, parlamenten


La libertad de las asambleas ciudadanas tiene mucho que enseñar al Parlamento. Lo que escuchamos de Rajoy en el Congreso no es política, es otra cosa. Precaución por tanto con imitarle siquiera en la lectura
 
 
Víctor Alonso Rocafort



El debate de investidura de la semana pasada ha generado ciertos consensos en la prensa. El primero es que Mariano Rajoy no le puso mucho entusiasmo. Su intervención central, aquella con la que abrió el debate el martes exponiendo su candidatura, fue un ejercicio burocrático de lo que podemos llamar barbarie tecnocrática, no política.


 Barbarie en el sentido en que la entendían desde el humanismo ilustrado del Mediterráneo: alejamiento de los suelos de lo real, con lo que ello implica de desconexión de la vida cotidiana de las personas, algo siempre peligroso. 


Fríos números acicalados para la ocasión, certezas solo sobre el papel, repletas de sombras, mentiras y deliberadas ausencias, eludiendo los problemas ligados al día a día de millones de ciudadanos. Sus chanzas y respuestas más o menos ingeniosas de días posteriores no lograron hacernos olvidar cómo fue la presentación de su programa. 


Mediante la lectura de un discurso que actuaba a modo de rodillo soporífero, Rajoy parecía estar tratando que prendiera el aburrimiento, una de las angustias principales que ya identificara Niccolò Machiavelli en los seres humanos, y que pensadores posteriores asociaron de modo más amplio con la depresión. 


Un país desencantado, aburrido, hastiado, cuya única opción sea este señor que nos duerme mientras lee: este parecía ser el objetivo del candidato. Hasta ese socio fiel y sumiso de Ciudadanos, capaz de plegarse incluso a las sonrojantes definiciones de corrupción que le propusieron, se revolvió y protestó. 


Cuando le llegó el turno al resto de líderes parlamentarios, las crónicas y opiniones vertidas en las redes sociales coincidieron en valorar especialmente a quienes no leyeron sus discursos. También destacaron como los mejores momentos de aquellos que sí leyeron cuando estos, finalmente, se desprendieron de sus papeles. Esto se dio principalmente en las réplicas. Allí, no es nuevo, se suceden los instantes más vivos e interesantes de los debates. 

Cuando se lee un discurso se hace un flaco favor al parlamentarismo y a la política en general

Pocos son los parlamentarios que a día de hoy hacen sus intervenciones mirando a quienes se dirigen, sin leer. Resulta hasta cierto punto comprensible, pues con la expectación mediática de estos actos pocos se arriesgan a que les traicionen los nervios.


 Sin embargo con ellos quedan también narcotizadas el resto de las pasiones que suelen dotar a un discurso de veracidad. Hay que reconocer, eso sí, que hablar desde esa tribuna debe ser todo menos fácil.


Y sin embargo, cuando se lee un discurso se hace un flaco favor al parlamentarismo y a la política en general. A las funciones legislativa, de control y presupuestaria del Parlamento se le añade la propiamente representativa de la ciudadanía, de sus debates e inquietudes, de sus demandas.


 La pluralidad de las Cámaras, su naturaleza deliberativa y discrepante, ha de reflejarse en que los representantes se escuchen atentamente, debatan de verdad en el pleno y no traigan sus escritos desde casa, dispuestos a que lo que les diga el adversario les entre por un oído y les salga por otro.


 El Parlamento no ha de ser el teatro que tanto venimos denunciando, tampoco la representación escénica de negociados cerrados fuera de la institución. Ha de ser una institución viva, política.

La pluralidad de las Cámaras ha de reflejarse en que los representantes se escuchen, debatan de verdad 

Pues la política es contingencia. La protagonizan seres humanos imprevisibles, cuyas mutuas reacciones y relaciones provocan una incertidumbre aún mayor, siempre difícil de reprimir.


 La burocracia, como némesis de la política, es un ejercicio de control y previsión hasta cierto punto necesario para algunos aspectos de las organizaciones, pero que resulta fatal cuando coloniza todos los espacios organizativos e incluso se aventura más allá.


 A la democracia se la teme en las organizaciones verticales, es un hecho, pues horroriza que el pensamiento libre, el debate y las decisiones de las bases se muevan en direcciones no previstas por las cúpulas. 


Esto mismo ocurre con el espacio público dispuesto a la discusión: las ansias de control sobre lo que va a suceder burocratizan el discurso, lo congelan. Conforman otra arista de lo que arriba denominé barbarie tecnocrática.


 Y sin embargo, allá donde hay palabra puede surgir lo imprevisto. Incluso en un debate tan previsible como el del viernes, donde ya estaba todo decidido, la mera sugerencia que deslizó Albert Rivera sobre la poca viabilidad del candidato Rajoy en el futuro desató la furibunda reacción del portavoz del PP, Rafael Hernando, lo que a punto estuvo de provocar la abstención de los naranjas. No hubo finalmente cambio de voto, pero se volvieron a demostrar las dificultades de la burocracia allá donde la palabra se sale del guión.  


Algo que consideraríamos ilegítimo y antidemocrático en un juzgado –solo en las dictaduras un juicio se abre sabiendo cómo va a terminar-- lo permitimos en ciertos Parlamentos como el nuestro, donde la prensa suele recibir los discursos de los líderes por escrito poco antes de sus intervenciones y cambiar de voto tras un discurso se tiene poco menos que por un escándalo. 


Como apunta Fernando Santaolalla, en cierto modo “la democracia parlamentaria es la transposición de la idea de proceso judicial al proceso político de la legislación”. La ciudadanía se erige como juez al que dirigirse, sabiendo que persuadir al adversario en el debate es otra historia. Los ámbitos judicial y legislativo precisan por tanto de la libertad de palabra y de la contingencia de la política para resultar democráticos.


Estas cuestiones no han sido ajenas al desarrollo de la filosofía política cuando ha vuelto su mirada sobre el surgimiento de la democracia en la antigua Atenas, como también ha estado muy presente en el desarrollo del derecho parlamentario contemporáneo. 


En la época dorada de la democracia ateniense florecieron las escuelas de retórica, algo que proseguirían también Roma y Bizancio, así como marcaría una importante influencia en la tradición judía. Si vamos a resolver a partir de ahora los conflictos desde la palabra, se dijeron entonces, hemos de conocer a fondo el arte del bien decir. Improvisar se consideraba parte fundamental de este arte, no entendido como lanzarse a la piscina sin preparación sino confiando en que el fondo, la formación y la disposición ayudaran a lidiar del mejor modo con lo que la contingencia de la vida política trajera. 


La escucha atenta era fundamental, y así en el debate se veía la auténtica valía de las propuestas y sus proponentes. 

Si vamos a resolver los conflictos desde la palabra, se dijeron entonces, hemos de conocer a fondo el arte del bien decir

Decía Marco Fabio Quintiliano que el buen orador habría de aspirar a ser un “vir bonus dicendi peritus”, frase donde el de Calahorra situaba lo relevante al principio, el hombre bueno, siendo la habilidad en el decir secundaria pero al mismo tiempo imprescindible.


 Quien dice bien es una persona buena, pues el alma se muestra tal como es y gusta, sin causar rechazo, y por tanto facilita el que se abran los oídos de la audiencia. Las palabras de un buen orador, en contrapartida, no se usan para el daño y la destrucción, gozando además de una disposición ordenada, de un cuidado que las hace agradables al que cede su tiempo, silencio y atención. 


La ética enlazaba así retórica y política en la formación del ciudadano: el carácter (ethos) del orador, la nobleza de su mundo interno, era clave a la hora de lidiar con los imprevistos del debate y la política. Este carácter de buena persona, que no ingenua ni pusilánime, era lo que propiciaba que las pasiones (pathos) que recorrían el discurso de arriba abajo fueran auténticas, constructivas y pacíficas. 


Un proverbio de la Torah que conforma uno de los pilares de la retórica judía dice así: “Manzanas de oro recubiertas de figuras de plata es la palabra dicha como conviene”. Contenidos valiosos, contundentes, transformadores, acompañados del cuidado exquisito de las formas, del mimo vivo a las pasiones expuestas al decir, de una ética robusta, son las claves para un buen discurso. 


El parlamentarismo contemporáneo ha recuperado de alguna manera estas discusiones milenarias.


 A lo dicho anteriormente, Santaolalla expone cómo el debate parlamentario posee también una función de formación política ciudadana, pues muestra cómo es posible resolver los conflictos mediante la palabra y la escucha del otro. Si estos debates son acartonados, o se demuestra que no sirven para nada, todos perdemos. En este sentido la libertad de las asambleas ciudadanas, cuando gozan además de cierta disposición que las hace operativas, tiene mucho que enseñar al Parlamento.

 Si estos debates son acartonados, o se demuestra que no sirven para nada, todos perdemos

La Cámara señera en Europa, la de los Comunes británica, impide la lectura en las comparecencias del gobierno, un elemento clave en el control del gobierno. Y en el Bundestag alemán su Reglamento (artículo 33) admite tan solo la lectura de notas auxiliares en todos los discursos. 


En España el artículo 70.2 del Reglamento del Congreso es el que regula esta cuestión. Y dice expresamente: "Los discursos se pronunciarán personalmente y de viva voz. El orador podrá hacer uso de la palabra desde la tribuna o desde el escaño". Autores como Santaolalla o Luis M. Cazorla, entre otros, indican que con este artículo se está en realidad prohibiendo la lectura directa de los discursos. 


El artículo 84 del Reglamento del Senado lo deja aún más claro, sirviendo de apoyo a la interpretación anterior. Explícitamente, dice: "Todo Senador podrá intervenir una vez que haya pedido y obtenido la palabra. Los discursos se pronunciarán sin interrupción, se dirigirán únicamente a la Cámara y no podrán, en ningún caso, ser leídos, aunque será admisible la utilización de notas auxiliares. Si un Senador, al ser llamado por el Presidente, no se encuentra presente, se entenderá que ha renunciado a hacer uso de la palabra".


Verdaderamente sorprende la rigidez con la que se aplican unos artículos y la tranquilidad con la que en la práctica se incumplen otros. 


Las notas auxiliares, como resalta Santaolalla, se tornan imprescindibles para el buen discurso al favorecer su ordenación (dispositio) y auxiliar a la memoria, justamente dos de las partes fundamentales del bien decir para la retórica clásica. De ahí su inclusión en este artículo del Reglamento. La prohibición de la lectura de textos se interpreta que no afecta tampoco a informes concretos, citas puntuales o enmiendas y proposiciones de ley o mociones a debatir. 


Lo que escuchamos como exposición del candidato a presidente del Gobierno la semana pasada no es política, es otra cosa. Burocracia, barbarie tecnocrática, incitación a la resignación, enajenamiento de la realidad, rodillo depresivo, sumisión al poder financiero, protección silente de la corrupción. Otra cosa, pero no es política. Precaución por tanto con imitar a Mariano Rajoy siquiera en la lectura. 


Tras el fracaso de su investidura es hora de hacer política de verdad, de dialogar sobre cómo poner en marcha lo mejor de este país, cómo encontrarnos en la defensa de lo público, en la resistencia frente al austericidio de la troika, del Ibex y de quienes nos quieren tristes. Y de retratar a los que huyen del decir honesto, franco y veraz, del decir valiente. La ciudadanía no puede seguir de espectadora de un espectáculo tan poco edificante. Hacer política y organizarse significa sacar de nuevo lo mejor de nosotros mismos para alzar la voz, las protestas y las propuestas, las alianzas, las asambleas, los comités ciudadanos que impulsen, por qué no, un gobierno de resistencia. 


Dejemos de leer el discurso con el que nos decimos unos a otros que no hay alternativa. Parlamentemos y sorprendámosles una vez más.








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