La libertad de las asambleas ciudadanas tiene
mucho que enseñar al Parlamento. Lo que escuchamos de Rajoy en el
Congreso no es política, es otra cosa. Precaución por tanto con imitarle
siquiera en la lectura
Víctor Alonso Rocafort
El debate de investidura de la semana pasada ha generado
ciertos consensos en la prensa. El primero es que Mariano Rajoy no le
puso mucho entusiasmo. Su intervención central, aquella con la que abrió
el debate el martes exponiendo su candidatura, fue un ejercicio
burocrático de lo que podemos llamar barbarie tecnocrática, no política.
Barbarie en el sentido en que la entendían desde el humanismo ilustrado
del Mediterráneo: alejamiento de los suelos de lo real, con lo que ello
implica de desconexión de la vida cotidiana de las personas, algo
siempre peligroso.
Fríos números acicalados para la ocasión, certezas
solo sobre el papel, repletas de sombras, mentiras y
deliberadas ausencias, eludiendo los problemas ligados al día a día de
millones de ciudadanos. Sus chanzas y respuestas más o menos ingeniosas
de días posteriores no lograron hacernos olvidar cómo fue la
presentación de su programa.
Mediante la lectura de un discurso que actuaba a modo de
rodillo soporífero, Rajoy parecía estar tratando que prendiera el
aburrimiento, una de las angustias principales que ya identificara
Niccolò Machiavelli en los seres humanos, y que pensadores posteriores
asociaron de modo más amplio con la depresión.
Un país desencantado,
aburrido, hastiado, cuya única opción sea este señor que nos duerme
mientras lee: este parecía ser el objetivo del candidato. Hasta ese
socio fiel y sumiso de Ciudadanos, capaz de plegarse incluso a las
sonrojantes definiciones de corrupción que le propusieron, se revolvió y
protestó.
Cuando le llegó el turno al resto de líderes
parlamentarios, las crónicas y opiniones vertidas en las redes sociales
coincidieron en valorar especialmente a quienes no leyeron sus
discursos. También destacaron como los mejores momentos de aquellos que
sí leyeron cuando estos, finalmente, se desprendieron de sus papeles.
Esto se dio principalmente en las réplicas. Allí, no es nuevo, se
suceden los instantes más vivos e interesantes de los debates.
Cuando se lee un discurso se hace un flaco favor al parlamentarismo y a la política en general
Pocos son los parlamentarios que a día de hoy hacen sus
intervenciones mirando a quienes se dirigen, sin leer. Resulta hasta
cierto punto comprensible, pues con la expectación mediática de estos
actos pocos se arriesgan a que les traicionen los nervios.
Sin embargo
con ellos quedan también narcotizadas el resto de las pasiones que
suelen dotar a un discurso de veracidad. Hay que reconocer, eso sí, que
hablar desde esa tribuna debe ser todo menos fácil.
Y sin embargo, cuando se lee un discurso se hace un flaco
favor al parlamentarismo y a la política en general. A las funciones
legislativa, de control y presupuestaria del Parlamento se le añade la
propiamente representativa de la ciudadanía, de sus debates e
inquietudes, de sus demandas.
La pluralidad de las Cámaras, su
naturaleza deliberativa y discrepante, ha de reflejarse en que los
representantes se escuchen atentamente, debatan de verdad en el pleno y
no traigan sus escritos desde casa, dispuestos a que lo que les diga el
adversario les entre por un oído y les salga por otro.
El Parlamento no
ha de ser el teatro que tanto venimos denunciando, tampoco la
representación escénica de negociados cerrados fuera de la institución.
Ha de ser una institución viva, política.
La pluralidad de las Cámaras ha de reflejarse en que los representantes se escuchen, debatan de verdad
Pues la política es contingencia. La protagonizan seres
humanos imprevisibles, cuyas mutuas reacciones y relaciones provocan una
incertidumbre aún mayor, siempre difícil de reprimir.
La burocracia,
como némesis de la política, es un ejercicio de control y previsión
hasta cierto punto necesario para algunos aspectos de las
organizaciones, pero que resulta fatal cuando coloniza todos los
espacios organizativos e incluso se aventura más allá.
A la democracia
se la teme en las organizaciones verticales, es un hecho, pues horroriza
que el pensamiento libre, el debate y las decisiones de las bases se
muevan en direcciones no previstas por las cúpulas.
Esto mismo ocurre con el espacio público dispuesto a la
discusión: las ansias de control sobre lo que va a suceder burocratizan
el discurso, lo congelan. Conforman otra arista de lo que arriba
denominé barbarie tecnocrática.
Y sin embargo, allá donde hay palabra
puede surgir lo imprevisto. Incluso en un debate tan previsible como el
del viernes, donde ya estaba todo decidido, la mera sugerencia que
deslizó Albert Rivera sobre la poca viabilidad del candidato Rajoy en el
futuro desató la furibunda reacción del portavoz del PP, Rafael
Hernando, lo que a punto estuvo de provocar la abstención de los
naranjas. No hubo finalmente cambio de voto, pero se volvieron a
demostrar las dificultades de la burocracia allá donde la palabra se
sale del guión.
Algo que consideraríamos ilegítimo y antidemocrático en un
juzgado –solo en las dictaduras un juicio se abre sabiendo cómo va a
terminar-- lo permitimos en ciertos Parlamentos como el nuestro, donde
la prensa suele recibir los discursos de los líderes por escrito poco
antes de sus intervenciones y cambiar de voto tras un discurso se tiene
poco menos que por un escándalo.
Como apunta Fernando Santaolalla,
en cierto modo “la democracia parlamentaria es la transposición de la
idea de proceso judicial al proceso político de la legislación”. La
ciudadanía se erige como juez al que dirigirse, sabiendo que persuadir
al adversario en el debate es otra historia. Los ámbitos judicial y
legislativo precisan por tanto de la libertad de palabra y de la
contingencia de la política para resultar democráticos.
Estas cuestiones no han sido ajenas al desarrollo de la
filosofía política cuando ha vuelto su mirada sobre el surgimiento de la
democracia en la antigua Atenas, como también ha estado muy presente en
el desarrollo del derecho parlamentario contemporáneo.
En la época dorada de la democracia ateniense florecieron
las escuelas de retórica, algo que proseguirían también Roma y Bizancio,
así como marcaría una importante influencia en la tradición judía. Si
vamos a resolver a partir de ahora los conflictos desde la palabra, se
dijeron entonces, hemos de conocer a fondo el arte del bien decir.
Improvisar se consideraba parte fundamental de este arte, no entendido
como lanzarse a la piscina sin preparación sino confiando en que el
fondo, la formación y la disposición ayudaran a lidiar del mejor modo
con lo que la contingencia de la vida política trajera.
La escucha
atenta era fundamental, y así en el debate se veía la auténtica valía de
las propuestas y sus proponentes.
Si vamos a resolver los conflictos desde la palabra, se dijeron entonces, hemos de conocer a fondo el arte del bien decir
Decía Marco Fabio Quintiliano que el buen orador habría de aspirar a ser un “vir bonus dicendi peritus”, frase donde el de Calahorra situaba lo relevante al principio, el hombre bueno, siendo la habilidad en el decir secundaria pero al mismo tiempo imprescindible.
Quien dice bien
es una persona buena, pues el alma se muestra tal como es y gusta, sin
causar rechazo, y por tanto facilita el que se abran los oídos de la
audiencia. Las palabras de un buen orador, en contrapartida, no se usan
para el daño y la destrucción, gozando además de una disposición
ordenada, de un cuidado que las hace agradables al que cede su tiempo,
silencio y atención.
La ética enlazaba así retórica y política en la formación del ciudadano: el carácter (ethos)
del orador, la nobleza de su mundo interno, era clave a la hora de
lidiar con los imprevistos del debate y la política. Este carácter de
buena persona, que no ingenua ni pusilánime, era lo que propiciaba que
las pasiones (pathos) que recorrían el discurso de arriba abajo fueran auténticas, constructivas y pacíficas.
Un proverbio de la Torah que conforma uno de los pilares
de la retórica judía dice así: “Manzanas de oro recubiertas de figuras
de plata es la palabra dicha como conviene”. Contenidos valiosos,
contundentes, transformadores, acompañados del cuidado exquisito de las
formas, del mimo vivo a las pasiones expuestas al decir, de una ética
robusta, son las claves para un buen discurso.
El parlamentarismo contemporáneo ha recuperado de alguna
manera estas discusiones milenarias.
A lo dicho anteriormente,
Santaolalla expone cómo el debate parlamentario posee también una
función de formación política ciudadana, pues muestra cómo es posible
resolver los conflictos mediante la palabra y la escucha del otro. Si
estos debates son acartonados, o se demuestra que no sirven para nada,
todos perdemos. En este sentido la libertad de las asambleas ciudadanas,
cuando gozan además de cierta disposición que las hace operativas,
tiene mucho que enseñar al Parlamento.
Si estos debates son acartonados, o se demuestra que no sirven para nada, todos perdemos
La Cámara señera en Europa, la de los Comunes británica, impide la lectura en las comparecencias
del gobierno, un elemento clave en el control del gobierno. Y en el
Bundestag alemán su Reglamento (artículo 33) admite tan solo la lectura
de notas auxiliares en todos los discursos.
En España el artículo 70.2 del Reglamento del Congreso es
el que regula esta cuestión. Y dice expresamente: "Los discursos se
pronunciarán personalmente y de viva voz. El orador podrá hacer uso de
la palabra desde la tribuna o desde el escaño". Autores como Santaolalla
o Luis M. Cazorla, entre otros, indican que con este artículo se está
en realidad prohibiendo la lectura directa de los discursos.
El artículo 84 del Reglamento del Senado lo deja aún más
claro, sirviendo de apoyo a la interpretación anterior. Explícitamente,
dice: "Todo Senador podrá intervenir una vez que haya pedido y obtenido
la palabra. Los discursos se pronunciarán sin interrupción, se dirigirán
únicamente a la Cámara y no podrán, en ningún caso, ser leídos, aunque
será admisible la utilización de notas auxiliares. Si un Senador, al ser
llamado por el Presidente, no se encuentra presente, se entenderá que
ha renunciado a hacer uso de la palabra".
Verdaderamente sorprende la rigidez con la que se aplican
unos artículos y la tranquilidad con la que en la práctica se incumplen
otros.
Las notas auxiliares, como resalta Santaolalla, se tornan imprescindibles para el buen discurso al favorecer su ordenación (dispositio)
y auxiliar a la memoria, justamente dos de las partes fundamentales del
bien decir para la retórica clásica. De ahí su inclusión en este
artículo del Reglamento. La prohibición de la lectura de textos se
interpreta que no afecta tampoco a informes concretos, citas puntuales o
enmiendas y proposiciones de ley o mociones a debatir.
Lo que escuchamos como exposición del candidato a
presidente del Gobierno la semana pasada no es política, es otra cosa.
Burocracia, barbarie tecnocrática, incitación a la resignación,
enajenamiento de la realidad, rodillo depresivo, sumisión al poder
financiero, protección silente de la corrupción. Otra cosa, pero no es
política. Precaución por tanto con imitar a Mariano Rajoy siquiera en la
lectura.
Tras el fracaso de su investidura es hora de hacer
política de verdad, de dialogar sobre cómo poner en marcha lo mejor de
este país, cómo encontrarnos en la defensa de lo público, en la
resistencia frente al austericidio de la troika, del Ibex y de quienes
nos quieren tristes. Y de retratar a los que huyen del decir honesto,
franco y veraz, del decir valiente. La ciudadanía no puede seguir de
espectadora de un espectáculo tan poco edificante. Hacer política y
organizarse significa sacar de nuevo lo mejor de nosotros mismos para
alzar la voz, las protestas y las propuestas, las alianzas, las
asambleas, los comités ciudadanos que impulsen, por qué no, un gobierno
de resistencia.
Dejemos de leer el discurso con el que nos decimos unos a
otros que no hay alternativa. Parlamentemos y sorprendámosles una vez
más.
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