Continúa siendo alcaldesa y asustando al personal de la misma forma en que lo hacían las monedas del Caudillo al seguir circulando después de su muerte. Aún la vemos y dudamos de los últimos pasos de la historia.
Los colgantes de bolas adquieren en su cuello la
prestancia de una cuerda de longanizas, pero estas perlas cobijan
implicaciones políticas más serias. Sus collares no guardan semejanza
con un rosario por casualidad. Son las cuentas que no les salían a los
valencianos durante más de 20 años, innumerables cuentas blancas por
fuera y negras por dentro como donaciones de mil euros.
Rita vive fuera de contexto. Se la ve moverse, discursear,
aplaudir, vociferar, abrazar, besar, chapurrear, y tenemos la seguridad
de que algo se nos escapa. Es esa forma de actuar siempre para un
auditorio ficticio, esos aspavientos de loco pletórico…
Lo cierto es que
para comprender su ritmo y su compostura habría que añadir una banda de
música siguiéndola a todas partes, a petición suya, claro, y contratada
con fondos públicos. Una murga cachonda de trompetas, platillos,
tambores y dulzainas mientras la Rita aplaude y vocifera y abraza y
chapurrea. Así sí.
La cosa es que es dicharachera de manera unilateral, como
Dios manda. Despliega unos andares campaneros, un poco fraguianos;
andares de cacique a media noche volviendo a casa por obligación.
Su voz
de hormigonera puede atribuirse también a esta escena. Tararea por lo
bajo y despierta al vecindario, pero le da igual porque el pueblo es
suyo, y si no la aforan.
Se aprecia fácilmente que la rodea una peste a líquido
inflamable. Y hemos de suponer que el olor proviene de los litros de
laca necesarios para mantener el peinado. El cabello es lo más
democrático que encontramos en Rita: intenta emular en ondas, dureza y
tonelaje a la melena de los leones del Congreso.
Sin embargo, ella y su
casco han escondido siempre la ambición de aparecer grabados en las
monedas como auténticos monarcas valencianos. Realmente, si uno mira más
allá, el pelo recuerda al de Margaret Thatcher aunque aquejado de una
distensión más mediterránea causada por la humedad, el alboroto fallero y
un sopor de despacho sin ventilar.
Sus cejas no están de acuerdo con sus ojos. La piel que
recubre sus globos oculares presenta una textura chorreante que no es
sólo cuestión de edad. En sus párpados empeña gran parte de sus fuerzas:
su mirada se ha acostumbrado al amodorramiento y la vagancia, y en
muchas apariciones públicas se intuye el mucho trabajo de los músculos
de su frente tratando de componer el ojo y agrandarlo.
No obstante, las cejas tratan de negar la realidad, se ven
obligadas a cargar con todo el embolado facial y levantarlo. En el
fondo, toda ceja depilada es una pretensión del ser. En principio, las
de Barberá buscaban un gesto de dignidad bañado en buen humor, pero al
cuajarse la piel (que nunca miente) han quedado reducidas a una mueca de
altivez que está por encima de las posibilidades expresivas del
personaje.
Esto ocurre hasta tal punto que sus párpados superiores
parecen dos frentes adicionales.
Por supuesto a ella le importa poco y le da la risa. De
hecho, cuando se descojona provoca tensión en las filas populares. La
mandíbula se le descoyunta, se descuelga la pieza inferior y da pánico
que nada regrese a su lugar.
Esa Rita con la boca abierta y
descontrolada infunde un terrible pavor en Génova a día de hoy.
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