Hace unos días que la cara sonriente, feliz,
ilusionada, de la adolescente Lucía Pérez me ronda por la cabeza.
Hubiera preferido no ver su cara, ni su sonrisa. Hubiera preferido no
poder imaginarla, no poder imaginar que estuvo viva, que sonreía, que
era feliz (a ratos, supongo) y que le quedaba toda la vida por delante.
Hubiera preferido no encarnar ese dolor, no ponerle cara, ni sonrisa al
horror.
Pero el horror nos llegó con la sonrisa de Lucía y ahora a mí me
es imposible quitármela de la cabeza.
Un hombre y su hijastro la
raptaron, la drogaron, la violaron anal y vaginalmente y finalmente le
metieron un palo por el ano. Ella murió de un paro cardíaco producido
por el dolor y el miedo.
Y yo no soy capaz de
quitarme de la cabeza ese dolor y ese miedo. No puedo. Me levanto y la
veo, me siento a comer y la veo, la veo en toda esta semana en que se
celebran manifestaciones en todo el mundo contra la violencia machista.
Nos queremos vivas, desde luego, pero ¿cómo nos quiere
el patriarcado? El patriarcado nos imagina inertes, no sé si vivas o
muertas, nos imagina cosas, nos imagina a veces vivas para trabajar y
cuidar, pero nos imagina inertes en todo lo que hace al uso sexual de
nuestros cuerpos.
Nos imagina inertes cuando nos quieren violar, empalar
con palos o con sus penes usados como armas. Porque el patriarcado no
nos imagina humanas, porque el patriarcado nos imagina y nos ve como
objetos follables, temporalmente muertas; a veces muertas para siempre.
Quedarse quieta, paralizada, como muerta, es lo que hizo la joven a la
que cinco presuntos violadores metieron en un portal y violaron vaginal y
analmente también, y a la que obligaron a practicarles a todos ellos
una felación, mientras los demás miraban, reían y grababan.
Según esas
grabaciones, ella tiene los ojos cerrados y está como ida, no ofrece
resistencia, es el cuerpo-cosa inerte ideal, el que hace lo que hay que
hacer y no se resiste.
Los ojos cerrados, los músculos completamente
entregados, la mente completamente en blanco; los psicólogos forenses
han dicho que ella no pensaba, consiguió por un momento no pensar.
Puede que no le doliera tanto como le debió doler a Lucía Pérez, puede
que consiguiera marcharse de allí, estar en otro lugar. De hecho, cuando
aquello acabó, según los testigos, ella estaba desorientada y no sabía
muy bien dónde estaba. Consiguió marcharse y dejar detrás de sí su
cuerpo.
Como esta joven dejó su cuerpo como muerto
para quienes, en realidad, la querían así, muerta/cosa, hay quien dice
que no estamos ante una violación. Y las familias de los jóvenes de la
presunta jauría violadora dicen que sus familiares son inocentes porque
ellos son jóvenes normales que no violarían a nadie.
Si ella no deja su
cuerpo muerto, si ella hubiera arriesgado su vida en el empeño de
defenderse, quizá esas familias sí apreciaran violación, pero ella
asumió morirse antes de que la mataran y así, poder salir viva.
Hay
quien ve en esas imágenes consentimiento, el consentimiento de tantas
mujeres muertas, de tantas mujeres cosas, el consentimiento no ante la
violación, sino ante lo inevitable; nos quieren inertes, déjate hacer y
sobrevive.
El juez, en cambio, dice que las imágenes
son de una violencia insoportable. El juez ha sabido apreciar
perfectamente lo que significa dejar el cuerpo inerte, cerrar los ojos,
evadirte y esperar que el horror acabe. El juez sí ha visto el acto de
dominación absoluta y la terrible violencia ejercida sobre un cuerpo
inerte pero vivo.
En realidad, la diferencia entre el juez y quienes no
ven violación en ese acto no tiene que ver con el acto en sí, sino con
la percepción que se tenga sobre la víctima: si se aprecia la plena
humanidad en ese cuerpo inerte o no se aprecia.
El juez la ve humana,
luego igual a él, y por eso es capaz de ver la violencia de la que es
objeto. Los violadores o defensores de los mismos la ven inerte, luego
cosa follable, y lo interpretan como consentimiento.
Te quieren muerta, inerte, cosa, objeto follable, agujero y si el
agujero es para otro entonces te lo pueden sellar con pegamento, como
hizo ayer un hombre con su expareja: le pegó la vagina con pegamento; si
no era la vagina por la que él follaba que no fuera de nadie.
Ella le
había denunciado muchas veces, él tenía orden de alejamiento, llevaba
años amenazando con matarla, con acabar con esa vida que ella, a pesar
de todo, se empeñaba en mantener independiente de los deseos de él. Él
la quería muerta y ella se empeñaba en mantenerse viva; viva y sin él.
Hasta que le selló la vagina con pegamento y casi la mata.
Todos esos hombres son completamente normales. La primera pareja, la
que mató a Lucía, son un hombre y su hijastro, al que el primero estaba
al parecer enseñando cómo se trata a las chicas; le estaba enseñando a
divertirse.
El grupo de Pamplona era la típica jauría masculina que sale
de caza en cada fiesta, hombres integrados, con trabajo, a quienes sus
familias no imaginan de violadores, hombres con novia y vidas normales.
El tercero es el marido despechado que se ve de repente privado de esa
vagina que cree suya.
Y con cada asesinato el mismo
asunto, que si había denunciado, que si no. Basta ya del asunto de la
denuncia. Basta de fijarse en si habían denunciado o no. Nos matan con
denuncia y sin ella, con orden de protección o sin ella.
Nos matan, y
nos violan porque el patriarcado no nos considera plenamente humanas,
porque nos imagina cosas; porque hay un sistema de representación
simbólica y material en el que aparecemos como objetos follables de
propiedad masculina y porque esa masculinidad, bien preciado donde los
haya, se refuerza cuanto más follen y cuanto más se impongan sobre esos
cuerpos que siempre imaginan inertes, a su disposición.
El daño no existe en la imaginación de los agresores porque solo pueden
dolerse los vivos y los iguales, y porque esos cuerpos deshumanizados
no se duelen como humanos.
Hasta que no pongamos el foco en ellos, en
cómo se construye esa masculinidad violenta, en cómo aprenden los
hombres a relacionarse con las mujeres, en cómo nos ven, en cómo nos
imaginan y dónde aprenden a imaginarnos así; y hasta que no destruyamos
esas imágenes, hasta ese momento, no habrá nada que hacer.
Nos seguirán
imaginando como muertas y algunos de ellos nos matarán realmente.
Y yo todavía tengo la sonrisa de Lucía clavada muy hondo. Y me va a
costar mucho desprenderme de ella. Tenía 16 años, era una niña.
Dediquemos unos segundos a pensar en su dolor. Y a partir de ahí
pensemos en este sistema basado en la deshumanización de las mujeres
para así, cosas, ponernos a disposición de ellos.
Este es el
funcionamiento básico del sistema patriarcal, que no dice que haya que
emplear la violencia, sólo nos deshumaniza y a partir de ahí, toda
violencia es posible.
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