ANÁLISIS | ÚLTIMO ATAQUE AL SISTEMA PÚBLICO DE PENSIONES
Héctor Illueca Ballester, doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social. Profesor de la Universidad de Valencia | Diagonal | 25/10/16
El viejo contrato social, que representaba un compromiso entre
generaciones, se está deshaciendo ante nuestros ojos. El Gobierno se
dispone a acometer la enésima reforma de las pensiones, recortando aún
más las ya exiguas prestaciones y convirtiendo a los ancianos en
trabajadores pobres.
Le llamaban Buenamuerte y siempre había
trabajado en la mina. Sus esputos negros son todo un presagio del futuro
que aguarda a los protagonistas de Germinal, la
inmortal novela de Emilio Zola. Cincuenta años bajando a la mina, tres
accidentes graves y una sucesión de trabajos extremadamente duros desde
que tenía ocho años. Ahora, ya anciano y carcomido por la silicosis,
acarrea carbón en el pozo de Voreaux mientras espera vanamente una
pensión de 180 francos que le permitirá descansar.
Testigo privilegiado del conflicto que
atraviesa la novela, el viejo sigue trabajando hasta que la enfermedad
interrumpe de manera abrupta una trayectoria laboral que se prolonga
durante toda la vida. Su sentido del humor y su proverbial resistencia
lo hacían muy querido por sus compañeros, que como no reventaba le
llamaban Buenamuerte. Su figura ilustra y resume uno de los rasgos más
obscenos del capitalismo durante el siglo XIX: la utilización abusiva de
los ancianos como mano de obra barata por parte de las empresas.
Como si de un déjà vu se tratase, el
fantasma de Buenamuerte ronda nuevamente las pensiones de los jubilados.
La ministra de Empleo y Seguridad Social en funciones, Fátima Báñez, ha anunciado
que cuando arranque la legislatura el Gobierno permitirá compatibilizar
la pensión de jubilación con la realización de cualquier trabajo por
cuenta propia o ajena, elevando del 50 al 100 por cien la cuantía de la
prestación que puede simultanearse con el desarrollo de una actividad
profesional.
Recordemos que, desde su introducción en 2013, la
denominada “jubilación activa” implica una reducción del 50 por cien
en la cuantía de la prestación a percibir por el beneficiario con
independencia de la jornada efectivamente realizada, lo que supone una
importante limitación en el recurso a esta modalidad de jubilación.
Adicionalmente, para reforzar la sostenibilidad del sistema de Seguridad
Social, se contempla una cotización especial de solidaridad del 8%, no
computable a efectos de prestaciones, corriendo el 6% a cargo de la
empresa y el 2% a cargo del trabajador.
Por lo pronto, la intención del Gobierno
es difícilmente conciliable con el tenor literal del artículo 213 de la
Ley General de la Seguridad Social, donde se establece que la pensión
de jubilación “será incompatible con el trabajo del pensionista, con las
salvedades y en los términos que legal o reglamentariamente se
determinen”.
Esta norma, ahora cuestionada, traslada al orden jurídico
una conquista histórica del movimiento sindical: la garantía del retiro obrero
en condiciones de bienestar y “suficiencia económica”, por retomar la
expresión del artículo 50 de la Constitución Española de 1978.
Partiendo de esta base, los diversos
instrumentos que permiten compatibilizar el trabajo y la pensión en
nuestro ordenamiento, como la jubilación flexible, la jubilación parcial
o la anteriormente citada “jubilación activa”, están rodeados de
cautelas y han tenido muy poca incidencia práctica. Ahora, la ministra
apunta a la supresión de estas limitaciones y a la plena normalización
de lo que siempre ha sido una excepción, es decir, la compatibilidad entre el trabajo y el disfrute de la pensión de jubilación.
En nuestra opinión, esta opción
legislativa está relacionada con las últimas reformas del sistema de
pensiones aplicadas en nuestro país, que implican un recorte sustancial
en la cuantía de las prestaciones. Como cabía esperar, sus efectos se
despliegan de manera progresiva y no se percibirán plenamente hasta la
entrada en vigor del factor de sostenibilidad en 2019, pero ya han
empezado a sentirse en el poder adquisitivo de las pensiones.
Si
consideramos la revalorización prevista para el año próximo en el plan
presupuestario que el Gobierno acaba de enviar a Bruselas (0,25 por
ciento), las conclusiones son inapelables. La evolución acumulada y
comparada del IPC y de las revalorizaciones aplicadas desde 2011 revela
que las pensiones han sufrido una pérdida de poder adquisitivo del 3,55
por ciento en el caso de las prestaciones superiores a 1.000 euros, y
del 2,55 por ciento para cuantías inferiores a esa cifra.
Todo hace
pensar que esta tendencia persistirá y se intensificará en los próximos
años, obligando a muchos jubilados a compatibilizar el cobro de la
pensión con el desarrollo de una actividad laboral.
Ya ocurre en otros países de Europa. En
Alemania, por ejemplo, la reforma de la jubilación acometida en 2004
introdujo un factor de sostenibilidad que vincula las pensiones a la
evolución de la población activa, lo que ha supuesto una importante
reducción de las mismas con el transcurso del tiempo.
Según Carmela Negrete,
el número de jubilados que se ven forzados a trabajar se incrementa
continuamente, alcanzando la nada despreciable cifra de 140.000
pensionistas sólo en la región de Baviera.
Para escapar de la pobreza, los ancianos
aceptan los llamados minijobs, una suerte de trabajos mal pagados y no
cualificados en los que se exponen a todo tipo de abusos. En el país
teutón, los pensionistas se han convertido en una reserva de mano de
obra barata y fácilmente explotable.
Si se cumplen las previsiones de
Fátima Báñez, España transitará por la misma senda y abrirá la puerta a la sobreexplotación
de las personas durante la tercera edad. Sin olvidar que, con ello, la
Seguridad Social podrá seguir recaudando las correspondientes
cotizaciones, lo que no es cuestión menor ante una previsión de déficit
de casi 19.000 millones de euros en 2017.
En nuestro país, muchos ancianos
atraviesan una existencia precaria. El 20% de las pensiones
contributivas y la totalidad de las no contributivas se encuentran por
debajo del umbral de pobreza. El 72% de los jubilados perciben una
pensión inferior a 1.100 euros y el 49% está por debajo de 700 euros.
Muchos de ellos ni siquiera han acabado de pagar su hipoteca.
Las
reformas gubernamentales los están convirtiendo en una fuente de trabajo
precario y mal pagado, permanentemente dispuestos a aceptar cualquier
cosa con tal de evitar la exclusión social. Pero no sólo eso. La
creciente desesperación de los ancianos representa una amenaza
formidable para los trabajadores jóvenes que se
encuentran en la periferia del mercado laboral.
En cierto sentido,
desempeñan un papel similar al de los inmigrantes: mucho más baratos que
los jóvenes y provistos de una amplia experiencia laboral, pueden ser
una opción muy atractiva para las empresas, especialmente en aquellos
puestos en los que la edad no sea un elemento determinante.
El viejo contrato social, que
representaba un compromiso entre generaciones, se está deshaciendo ante
nuestros ojos. El Gobierno se dispone a acometer la enésima reforma de
las pensiones, recortando aún más las ya exiguas prestaciones y
convirtiendo a los ancianos en trabajadores pobres.
Los Pactos de Toledo
forman parte del pasado. El movimiento sindical debe prepararse para
una batalla decisiva y exigir una reforma que provea mecanismos de
financiación suficientes y adecuados para garantizar, e incluso mejorar,
las pensiones. En definitiva, un nuevo contrato social basado en la
solidaridad y al servicio de la ciudadanía.
En el camino encontrará la simpatía de
la inmensa mayoría de la población, que no desea seguir trabajando tras
alcanzar la edad de jubilación. Y encontrará, también, la complicidad de
poderosas fuerzas sociales que han emergido al calor de la crisis y
constituyen en la actualidad la izquierda más fuerte de Europa.
El
fantasma de Buenamuerte sobrevuela las pensiones, no dejemos que se
apodere de ellas.
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