La bancada socialista estallaba de ira e indignación. Minutos antes de permitir al líder del partido más corrupto de la democracia perpetuarse en la Moncloa, las caras del nuevo PSOE se rasgaban las vestiduras ante la tosca intervención del portavoz de ERC. Gabriel Rufián dijo algunas verdades en su discurso centrado en denunciar la “gran traición socialista” a sus votantes. Sin embargo, su tono desabrido y su habitual sobreactuación le restaron credibilidad y eficacia.
Lo de Rufián no pasaba de ser una triste anécdota; por eso resultaba patético ver heridos en su orgullo a los mismos diputados socialistas que habían escuchado, cabizbajos, como les humillaba el candidato de la derecha al que iban a convertir, nuevamente, en presidente del Gobierno.
El Mariano dialogante del pasado
miércoles, se transformó en el Rajoy prepotente y autoritario de
siempre. En su discurso no solo no se molestó en agradecer su abstención
a los socialistas, sino que se limitó a decir que era consciente del
significado de la votación del pasado jueves, "así como la que otros han
anunciado para el día de hoy". “Otros”, un término que recuerda mucho
al “señor del que usted me habla”; toda una declaración de humildad y
cariño.
Pero más allá de la
terminología empleada, el presidente del Gobierno subió a la tribuna tan
consciente de que tiene la sartén por el mango que se dedicó,
exclusivamente, a marcar líneas rojas. "España necesita un Gobierno que
esté en condiciones de gobernar. No de ser gobernado, sino de gobernar".
Una sarta de mensajes claros para ese nuevo PSOE cuyos portavoces
afirman que van a "crujir a Rajoy" desde la oposición: "No estoy
dispuesto a derribar lo construido… no puedo aceptar su demolición… No
se puede pretender que gobierne yo y traicione mi propio proyecto
político que además fue el más apoyado por los españoles. No me pidan ni
pretendan imponerme lo que yo no puedo aceptar".
Ni un solo diputado socialista, de los que pensaban abstenerse a
conciencia, se removió en su asiento mientras el candidato, su
candidato, les leía la cartilla. Ninguno se replanteó su voto cómplice
ante la reaparición del Rajoy en estado puro. Ni siquiera su portavoz
quiso replicarle en su intervención. Antonio Hernando subió a la tribuna
con el discurso escrito, sin afear al líder popular el tono empleado y
con visibles ganas de dar por terminado cuanto antes el papelón que, por
deseo propio, le tocaba jugar.
Otros portavoces del nuevo PSOE salían de la sesión diciendo que el
lunes comienza una nueva etapa y que lo peor para el partido ya ha
pasado. Se equivocan; lo peor para los socialistas empieza, justamente, a
partir de ahora. Quienes conocen la dinámica parlamentaria saben que no
se gobierna, por mucho que se diga, desde el Congreso.
El Gobierno
tendrá capacidad de veto para parar cualquier iniciativa parlamentaria
que afecte al equilibrio presupuestario; lo que es tanto como decir que
Rajoy tiene un cheque en blanco para seguir con sus recortes y con las
políticas económicas que han disparado la desigualdad.
El resto de
iniciativas ya sabemos cómo acabarán porque esta película ya la hemos
visto durante el último año: las resoluciones parlamentarias que
incomoden al Ejecutivo serán incumplidas sin más, generando un conflicto
de competencias que resolverá el Tribunal Constitucional dentro de 6 o 7
años; la eficacia de algo tan serio como reprobar a un ministro, ya la
hemos visto en el caso de Jorge Fernández Díaz.
Todo esto ocurrirá y de
cada medida que tome el Gobierno de Rajoy será corresponsable el Partido
Socialista; de cada nuevo caso de corrupción que salpique el PP será
cómplice pasivo el Partido Socialista.
Salvo el improbable caso de que el PP consiga el apoyo de los
nacionalistas, el nuevo PSOE sabe que tendrá que tragarse también los
presupuestos que le mande Rajoy. La negociación para el presidente será
sencilla: o me apoyas o convoco elecciones.
Esa espada de Damocles ya
pende sobre el grupo socialista. Su capacidad de influir en el Gobierno
es más que escasa y ellos, digan lo que digan públicamente, lo saben
perfectamente.
El 29 de octubre de 2016 pasará a la
Historia como el día en que un nuevo PSOE traicionó a sus votantes y
renunció a ser oposición; se suicidó públicamente porque el único
objetivo de sus ideólogos era acabar como fuera con Pedro Sánchez.
Un
Pedro Sánchez que, pese a algunos indudables errores, junto a los
diputados socialistas que incumplieron la disciplina de voto, dio un
ejemplo de honradez y dignidad.
Su rebeldía, su fidelidad a la palabra
dada es el único pequeño rayo de luz al que sus militantes y
simpatizantes puedan agarrarse en las duras semanas que vienen por
delante. Lo peor para el PSOE está por llegar.
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