De la caída de Pedro Sánchez,
que ha sido algo menos sangrienta que la de Roma a manos de Alarico
pero igual de ruidosa, se ha obviado un pequeño detalle de importancia.
El alto y guapo secretario general llegó a la batalla con la bandera
blanca en el bolsillo y si no pudo rendirse fue porque sus adversarios
tenían la consigna de no hacerle prisionero.
Lo de Sánchez ha sido muy
romano. Si allí el godo se llevó a la chica, Gala Placidia, la
hermanastra del emperador Honorio, en Ferraz la sultana Díaz le hizo una
caidita de ojos a Antonio Hernando, el
portavoz de Sánchez en el Congreso y, tras abrazarle en plena refriega,
esta semana le ha recibido discretamente en San Telmo, su palacio de
Sevilla, se supone que para darle muestras de su consideración más
distinguida. Como Alarico expiró pronto, Gala acabó desposada con su
cuñado Ataúlfo, que siempre hay un cuñado a mano cuando se le necesita.
De los amores entre Díaz y Hernando pronto tendremos noticias.
Decíamos que Sánchez llegó dispuesto a
rendirse pero no le dejaron. Su propuesta era decretar un ‘pelillos a la
mar’ que pasara el tippex sobre las 17 dimisiones de la
Ejecutiva y sobre el Congreso extraordinario, de manera que un nuevo
Comité Federal decidiera la línea a seguir por el partido en la
formación del nuevo Gobierno. Se decidió entonces enviar un emisario al
cuartel general de los críticos para informarle de los términos de la
capitulación.
La elegida fue Francina Armengol, presidenta de Baleares, por eso de situar frente a la andaluza a alguien de su mismo rango. Tras escuchar la oferta, Susana Díaz
despejó la incógnita: “Oye Francina, veo que no te has enterado. Yo a
éste (por Sánchez) le quiero muerto hoy”. Del resto de lo sucedido, las crónicas ya han dado fe extensamente.
Ahora que a Sánchez le han hecho héroe o
mártir, según se mire, y que un sector importante de la afiliación le
ha puesto en un pedestal y le reza el ‘no es no’ como un padrenuestro,
no está de más indicar que su estrategia interna ha sido tan errada que,
en comparación, una escopeta de feria pasaría perfectamente por un
rifle de precisión. Por resumirlo, Sánchez ni conocía su propio partido
ni sabía cómo funcionaba y, lo que es peor, nunca ha querido aprenderlo o
no le ha dado tiempo a hacerlo, estando como ha estado en los dos
últimos años escapando de una emboscada tras otra hasta que se le
acabaron las vidas al gato.
Como en todo, hay que empezar por el
principio. La estructura de poder del PSOE es un auténtico disparate.
Por un lado mantiene un sistema clientelar para elegir a los dirigentes
en todos los niveles de la organización. Así, los presidentes
provinciales alcanzan su puesto después de repartir o prometer prebendas
entre los suyos. Éstos a su vez llevan a los delegados que designarán a
los barones y éstos finalmente, usarán a esos mismos delegados en los
congresos nacionales para imponer su cuota de poder en la Ejecutiva
federal. En definitiva, quien controla las provincias tiene en su mano
al partido.
El sistema pervive junto a otra fuente
de legitimidad mucho más reciente y completamente distinta. Tras el
anuncio de dimisión de Rubalcaba, todos los ojos se volvieron hacia Eduardo Madina
para que, superada su ciclotimia, se hiciera con las riendas del PSOE.
Después de pensárselo mucho –al parecer se fue a Marrakech a meditar y
hasta allí se desplazaron Felipe González y Zapatero,
cada uno por su cuenta, para convencerle de que diera el paso-, el
vasco impuso como condición que la elección del secretario general se
hiciera con el voto directo de la militancia. Y ahí se jodió el Perú.
Aquello fue su ruina, porque los barones
y sultanas, que no es que sean muy espabilados pero tampoco son
completamente idiotas, se dieron cuenta de que si eran los afiliados los
que decidían quién ejercería el liderazgo, su capacidad de influencia
quedaba reducida a la insignificancia. De ahí que traicionaran a Madina,
a quien le habían prometido su apoyo incondicional, y se volcaran con
el otro candidato, Pedro Sánchez, al que suponían una marioneta
manejable y del que creían poder prescindir como un kleenex
cuando Susana Díaz se calzara las botas de siete leguas para atravesar
Despeñaperros e instalarse en Madrid. La jugada salió a pedir de boca y
Madina sufrió una humillante derrota, herida por la que aún respira y
que le ha hecho alinearse con sus matarifes para darle de beber a
Sánchez de su propia medicina.
Sánchez era el tonto útil pero en algún
momento debió de pensar que no debía nada a nadie porque, al fin y al
cabo, quienes le habían elegido eran los militantes y no los barones. Su
gran error fue que lo pensó tarde y para entonces el cáncer ya se había
instalado al lado de su despacho. Embriagado por el cargo, que pese a
todo aún viste bastante, subcontrató la formación de su Ejecutiva y dejó
que fuera Antonio Hernando, el del abrazo, el que se encargara de pagar
las facturas que las Díaz, Puig y demás aristócratas le pasaron al
cobro. Hernando pagó sin rechistar y llenó la dirección de potenciales
traidores hasta el punto de que un nido de víboras hubiera sido un lugar
más agradable para pasar las tardes de los domingos.
La cosa aún hubiera tenido arreglo si en
estos años el chico del ‘no’ hubiera obrado con inteligencia y, al
margen de los barones, se hubiera ganado el favor de los presidentes
provinciales del partido que, en su modestia, son los que realmente
cortan el bacalao y los que podían cortar la hierba bajo los pies a los
señores feudales. No lo hizo o no lo hizo con el empeño suficiente y por
eso hace siete días le llevaron a enterrar.
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