Conflictos mundiales * Blog La cordura emprende la batalla


martes, 18 de octubre de 2016

Todo lo que odio


violador


Y es que para acabar con los violadores de San Fermines, hay que acabar también con la España rancia y machista de los capillitas y empresarios derechones, de los babosos con cubata, del colegueo cómplice, de la alianza patriarcal. 
 


Los violadores de San Fermines representan todo lo que odio y la encarnación de todas las cosas contra las que lucho.
 
 
Decía Olmo en la genial Novecento que los fascistas “no son como los hongos, que nacen así en una noche, no. Han sido los patronos los que han plantado los fascistas, los han querido, les han pagado…”Pues con los violadores de San Fermín pasa exactamente lo mismo: sería ingenuo pensar que son un hecho aislado, o peor, que no nos hemos topado con personas así en nuestras vidas


. Todas tenemos ya esa foto de los cinco engendros abrazados frente a “la perla vascoganda” en mente. Así que antes de rasgarnos las vestiduras ante cada nueva revelación morbosa de este caso preguntémonos qué sistema ha plantado, alimentado, querido, pagado al tal Prenda y sus amigos.


Representan la España rancia y oscura que se sigue cultivando en pueblos y ciudades con gomina y zapato náutico: son hijos de esa doble moral de capillita andaluz que lo mismo se echa a hombros a la virgen como cofrade en las fiestas que emborracha y abusa de una mujer en el pueblo de al lado.


Por eso no debe extrañarnos el abogado de la Ultraderecha que se han agenciado para su defensa: Manuel Castaño Martín, que aspiró a la presidencia del Real Betis Balompié, y que fue condenado en 1984 por un delito de tenencia ilícita de armas cuando era miembro de la formación ultraderechista Fuerza Nueva.





El tipo ya se encontraba entonces rehabilitado de una condena anterior por el incendio de un local de CCOO en Huelva. Un valiente, el tal Castaño, que finalmente ha agachado la cabeza, miedoso de que tal exposición pública le cerrara el chiringuito.


Y es que  no debe ser un chiringuito pequeño: ejerció como consejero en la época de Manuel Ruiz de Lopera, ex presidente del club y antaño empresario de compraventa, préstamos e inversiones inmobiliarias, que acabó condenado por delitos a la Hacienda Pública en 2006. Empresarios corruptos, clubes de fútbol, ultraderecha, todos de la mano. ¿Nos extraña? España funciona así.


 Pero para que Lopera y sus amigos fascistas sigan especulando y llenándose los bolsillos necesitan manadas, muchas manadas, de palmeros dispuestos a tolerar y alimentar sus desmanes.


Y por eso, representan también el sinsentido repulsivo del circo del fútbol profesional y sus palmeros como institución patriarcal: al menos un par de ellos eran Biris, la supuesta hinchada de izquierdas del Sevilla, y habían estado condenados por delitos relacionados con las actividades lúdicas al nivel de su intelectualidad, riñas tumultuarias y demás.


 Ni conozco ni me interesa la realidad política de los Biris, aunque tildar de izquierdas a gente como el tal Prenda me parece entrar más en debates para echarse mierda entre las diferentes familias de ultras activas en forocoches que una cuestión política. Pero es obvio que una institución fundada por hombres y para hombres como son los colectivos ultras, espacios donde exacerbar todas las manifestaciones de la masculinidad normativa: beber, follar y pelearse, no son un espacio para el feminismo.


 Aplaudo a quienes estén en ello, pero pretender que los ultras sean feministas es como pretender el marxismo en el PP. Y es que hasta ahora, el silencio cómplice ha sido la única respuesta ante casos como este –violaciones, agresiones, abusos a mujeres- por parte de los grupos ultras. Y eso, amigos hooligans, se llama alianza patriarcal, y trasciende cualquier club, color, o ideología.


Representan la podredumbre de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado.

 
Uno es militar de la UME y entró en el Ejército en 2008, y otro es Guardia Civil y violador reincidente, pues también participó de la agresión de Pozoblanco. Y sin embargo no son más que uno de los cientos de hombres que cada año aprueban un psicotécnico y se encierran en la academia para entrar en el Cuerpo.


 Un cuerpo que nunca se depuró, que sigue teniendo en sus filas a los herederos del paseíllo con tricornio, de los fusilamientos, de la represión franquista, a los cómplices de los golpistas, a los de una, grande y libre, España y su polla, que para eso la tienen. Las tasas de casos de feminicidio a manos guardias civiles y militares hablan por sí solas, o mejor dicho, callan por si solas.




Compadezco a quienes, desde dentro de estas estructuras, tengan que lidiar en lo cotidiano con esta mayoría nada silenciosa, que desfila el 12 de Octubre vestida de legionario, o que te atiende en una comisaría con desdén cuando denuncias una agresión machista.


 Yo no digo que no haya polis buenos, como en las películas. Pero la institución prefiere a Antonio Guerrero o a Alfonso Cabezuelo, que son su siembra y su semilla, los perpetuadores de lo que han significado los uniformes en este Estado. Que esta gente sea la primera a la que acude una mujer víctima de violencia de género es, cuanto menos, inquietante.


Representan a ese patriarcado de jóvenes fuertes, sanos y sabedores de sus privilegios, que cuentan las hazañas de su manada en sus grupos de WhatsApp , que salen a buscar chochos por las noches y novias castas y decentes por el día: me los imagino con sus cubatas en la esquina de algún pub de pueblo examinando el ganado con la soberbia del cazador: esta es demasiado gorda, esta es demasiado vieja, esta es una guarra.


 Son los mismos que en el instituto acosaban a sus compañeras por guarras o por maricones, y que en el trabajo se reirán del currante extranjero; los mismos que asisten a las corridas de toros y a las capeas para regodearse en lo profundamente hombres y españoles de pro que son.


Sus vecinos contaron a la prensa que desde chavalitos, jugaban a fútbol en las plazas y se sentaban a charlar en los bancos del barrio. Como si eso les librara de haberse criado en la certeza de que podían hacer lo que hicieron.

 
Representan la complicidad de la sociedad que les observa, a quienes les ríen las ocurrencias, les descargan de culpa. Sus amigos de redes sociales, sus compinches en el fútbol, el abogado de oficio que dijo que a las fiestas se iba a beber y a tener relaciones, la familia que exige la presunción de inocencia porque tiene que ser muy duro pensar que has criado a un violador, pensar qué ciega estabas cuando veías a tu hijo llegar con el sudor de la resaca el domingo a mediodía y te preguntabas qué andaría haciendo por las noches con sus colegas.


 Han retratado también a los medios de comunicación que se regodean en el morbo de cada whatsapp, a los opinadores profesionales al pie de las noticias, al cuñado que dice aquello de “si fuera mi hija…”, y por supuesto, a los que ponen en duda a la víctima, porque para ser una violada con todas las letras, tienes que haber sido asaltada, maniatada y narcotizada.


 Porque parece que nos cuesta entender que la cultura de la violación es mucho más complicada que abrir de piernas a una chica inconsciente. Que hay mujeres que son violadas noche tras noche durante toda su vida, y mujeres que son violadas cuando dijeron sí, pero luego decidieron que querían parar, y mujeres que son violadas por personas que las quieren muchísimo, y sin embargo, les cuestionamos y señalamos como violadas de segunda, como mentirosas, como temerarias.





Y nunca como supervivientes.


Representan también al aficionado taurino, a esa sociedad enferma que disfruta viendo correr o morir a un animal asustado y siguen defendiendo que aquello es tradición y cultura. Y parece que a menudo se nos olvida esta cuestión, y es que el patriarcado es cruel con todo aquel que considera inferior: mujeres, animales, naturaleza. Por eso los explota, los tortura, los oprime, los masacra.



La tauromaquia es exaltación de ese hombre que se pensó capaz de domesticar las fieras, de tener a sus pies a todos los seres sobre la tierra: por eso los violadores disfrutaban, con sus camisetas estampadas con imágenes de toros, del espectáculo vergonzante que son los encierros de San Fermines, tanto como los CorreBous o el Toro de Tordesillas.


Como la pared llena de notas de los psicópatas de las películas. Así me imagino yo mi mapa de los odios: con flechas, notas al margen, líneas en mil direcciones. Odiar unidireccionalmente es complicado, porque a menudo nos repugnan ideas abstractas y complejas a las que no sabemos poner cara ni nombre.


Pero no hablo de los odios irracionales, aislados: me refiero al mapa de los odios sanos, odios bien dirigidos, odios con objetivo: esos son los que me interesan, los que me apasionan, los que nos levantan. No es sencillo aprender a tirar del hilo. A veces es más sencillo quedarse en el post de Facebook, en la charla de lugares comunes con los compañeros de oficina, cultivar una indignación de esas que no molestan al prójimo y se desahogan en un tweet.


¿Y por qué? Pues porque es un hilo largo, lleno de nudos, que no termina. Y a menudo nos intentan cortar el hilo, desviarnos, hacernos pensar que el nuestro es un caso aislado, es una situación excepcional, es un problema individual. Porque si seguimos tirando de la madeja, puede que en el algún punto topemos con alguien que también esté desenredándose, y a lo largo del camino, hallemos otros mil nudos que nos incumban, que también tenemos que desenredar si queremos llegar a ese nudo gigante de la madeja que, ese sí, vamos a cortar por lo sano.



Y es que para acabar con los violadores de San Fermines, hay que acabar también con la España rancia y machista de los capillitas y empresarios derechones, de los babosos con cubata, del colegueo cómplice, de la alianza patriarcal. Compañeras, tenemos que tirar de muchos hilos. De todo lo que odio.


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