Hay quien estos días encuentra
paralelismos no demasiado elaborados entre el nuevo presidente de los
EEUU y los dos peligrosos perturbados a los que se acusa (interpretando
el pasado con brocha gorda) de provocar la segunda guerra mundial.
Y
metidos en harina, ya que se embridan esas semejanzas, también parece
que se pretende equiparar el momento actual con periodos históricos de
luctuoso recuerdo. Y no voy a decir que no tiene fundamento el
paralelismo, porque es verdad que la historia tiende a repetirse, y no
precisamente por procesos metafísicos, sino por algo tan peregrino como
que, grosso modo, los humanos siempre somos lo mismo a través de
los tiempos, y por tanto provocamos los mismos ciclos cortos y largos de
relativa calma y absoluta barbarie; esos que no son más que el
resultado de la dinámica social propia de la naturaleza de nuestra
especie y de unas proporciones de eneatipos que parecen inmutables en su
equilibrio.
Pero, afortunada o desgraciadamente (dependiendo del caso),
siempre hay particularidades no adscritas a esta rueda del destino y
dispuestas a arruinar las prospectivas más sesudas. Si además las
coincidencias personales entre los presuntos inductores del caos no son
tan evidentes como algunos apuntan, deberíamos empezar a descartar las
profecías y dejarlas para los que hacen negocio con estas cosas y, por
si acaso sirve de algo, centrarnos en lo que sí sabemos que está
ocurriendo, que no es poco.
Y lo que está ocurriendo es que, como
tantas otras veces, el egoísmo de los ambiciosos está llegando a la cima
con su piedra tras, como tantas otras veces, haber superado las
circunstanciales barreras que contenían su codicia. Ocurre que ya ahora,
rota la principal resistencia, la lucha intestina por el poder se
concentra en el nivel de las clases oligárquicas, y como consecuencia,
los del mayoritario pero insignificante estrato subalterno son cada vez
más pobres o más precarios, y se produce la misma reacción de siempre,
que consiste básicamente en que los descastados se atan a la bota de un
profano mesías como solución a la inseguridad y como solución de
continuidad. Y, por supuesto, también como paso previo al comienzo de un
nuevo ciclo. Ocurre que aquí en el desfiladero, como siempre, también
encontramos inocentes chivos expiatorios a los que sacrificar en el
altar de nuestros pecados.
Y ocurre que cuando se llega al borde de un
precipicio cualquier mal paso puede convertirse en una desgracia. No es
nada nuevo, pero no tenemos por qué convertir un escenario de
probabilidad en un hecho consumado. Algún día habrá que romper con esta
deprimente secuencia.
Si conocemos, aunque parece que se nos
olvida, que la disputa del poder por el poder entre élites es siempre la
causa principal de la conmoción, y la desigualdad extrema el más
evidente síntoma de su existencia, y si sabemos cómo se actuó en el
pasado ante estos acontecimientos, y de lo poco que sirvió, ¿por qué no
íbamos a aprender? O mejor dicho ¿por qué no iban a aprender los que sí
conocen el pasado?
Ese pueblo al que cierto (por desgracia
abundante) pensamiento clásico considera irracional e incompetente ha
demostrado mil veces, gracias a sus excepciones, que la única
incompetencia comprobable se encuentra en la arrogancia intelectual, en
la soberbia conservadora y en la profunda inseguridad de los que por
particularidades antropológicas se postulan con debilidad como
conductores del descontento desde una perspectiva de igualdad, justicia y
solidaridad. Y es que el pasado ha probado demasiadas veces ya ese
error de concepto como para empeñarse en seguir aceptando conclusiones
elitistas. Ya deberíamos saber que no se trata de un problema de
inteligencia social media, y mucho menos de la ausencia de perspicacia
general, sino de la consecuencia histórica de una distribución
estratificada de generalidades psicológicas, de caracteres.
Pero podemos seguir empeñados en no
aceptar lo evidente, desconfiar de los demás, y leer desde el
autoritarismo filosófico solo aquella parte que nos convenga para así
aliviar nuestra carga de conciencia y nuestra cuota de responsabilidad. Y
así poner otra vez el reloj del ciclo voluntariamente perpetuo en las
doce, y esperar a que haya más suerte en la próxima ocasión.
Aunque también podemos confiar en los
demás y ser valientes sin arrogarnos una parte de responsabilidad que
nadie nos ha cedido, y dejar el posibilismo para las teorías apostando
por la reivindicación práctica de valores de justicia que siempre serán
universales. En el peor de los casos se repetirá la historia, pero cabe
la posibilidad de romper una dinámica determinista que ya empieza a
parecerse más una profecía autocumplida que a un análisis verdaderamente
riguroso de nuestras posibilidades como sociedad.
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