Conflictos mundiales * Blog La cordura emprende la batalla


sábado, 12 de noviembre de 2016



Hay quien estos días encuentra paralelismos no demasiado elaborados entre el nuevo presidente de los EEUU y los dos peligrosos perturbados a los que se acusa (interpretando el pasado con brocha gorda) de provocar la segunda guerra mundial.


 Y metidos en harina, ya que se embridan esas semejanzas, también parece que se pretende equiparar el momento actual con periodos históricos de luctuoso recuerdo. Y no voy a decir que no tiene fundamento el paralelismo, porque es verdad que la historia tiende a repetirse, y no precisamente por procesos metafísicos, sino por algo tan peregrino como que, grosso modo, los humanos siempre somos lo mismo a través de los tiempos, y por tanto provocamos los mismos ciclos cortos y largos de relativa calma y absoluta barbarie; esos que no son más que el resultado de la dinámica social propia de la naturaleza de nuestra especie y de unas proporciones de eneatipos que parecen inmutables en su equilibrio. 


Pero, afortunada o desgraciadamente (dependiendo del caso), siempre hay particularidades no adscritas a esta rueda del destino y dispuestas a arruinar las prospectivas más sesudas. Si además las coincidencias personales entre los presuntos inductores del caos no son tan evidentes como algunos apuntan, deberíamos empezar a descartar las profecías y dejarlas para los que hacen negocio con estas cosas y, por si acaso sirve de algo, centrarnos en lo que sí sabemos que está ocurriendo, que no es poco.


Y lo que está ocurriendo es que, como tantas otras veces, el egoísmo de los ambiciosos está llegando a la cima con su piedra tras, como tantas otras veces, haber superado las circunstanciales barreras que contenían su codicia. Ocurre que ya ahora, rota la principal resistencia, la lucha intestina por el poder se concentra en el nivel de las clases oligárquicas, y como consecuencia, los del mayoritario pero insignificante estrato subalterno son cada vez más pobres o más precarios, y se produce la misma reacción de siempre, que consiste básicamente en que los descastados se atan a la bota de un profano mesías como solución a la inseguridad y como solución de continuidad. Y, por supuesto, también como paso previo al comienzo de un nuevo ciclo. Ocurre que aquí en el desfiladero, como siempre, también encontramos inocentes chivos expiatorios a los que sacrificar en el altar de nuestros pecados.


 Y ocurre que cuando se llega al borde de un precipicio cualquier mal paso puede convertirse en una desgracia. No es nada nuevo, pero no tenemos por qué convertir un escenario de probabilidad en un hecho consumado. Algún día habrá que romper con esta deprimente secuencia.


Si conocemos, aunque parece que se nos olvida, que la disputa del poder por el poder entre élites es siempre la causa principal de la conmoción, y la desigualdad extrema el más evidente síntoma de su existencia, y si sabemos cómo se actuó en el pasado ante estos acontecimientos, y de lo poco que sirvió, ¿por qué no íbamos a aprender? O mejor dicho ¿por qué no iban a aprender los que sí conocen el pasado?


Ese pueblo al que cierto (por desgracia abundante) pensamiento clásico considera irracional e incompetente ha demostrado mil veces, gracias a sus excepciones, que la única incompetencia comprobable se encuentra en la arrogancia intelectual, en la soberbia conservadora y en la profunda inseguridad de los que por particularidades antropológicas se postulan con debilidad como conductores del descontento desde una perspectiva de igualdad, justicia y solidaridad. Y es que el pasado ha probado demasiadas veces ya ese error de concepto como para empeñarse en seguir aceptando conclusiones elitistas. Ya deberíamos saber que no se trata de un problema de inteligencia social media, y mucho menos de la ausencia de perspicacia general, sino de la consecuencia histórica de una distribución estratificada de generalidades psicológicas, de caracteres.


Pero podemos seguir empeñados en no aceptar lo evidente, desconfiar de los demás, y leer desde el autoritarismo filosófico solo aquella parte que nos convenga para así aliviar nuestra carga de conciencia y nuestra cuota de responsabilidad. Y así poner otra vez el reloj del ciclo voluntariamente perpetuo en las doce, y esperar a que haya más suerte en la próxima ocasión.


Aunque también podemos confiar en los demás y ser valientes sin arrogarnos una parte de responsabilidad que nadie nos ha cedido, y dejar el posibilismo para las teorías apostando por la reivindicación práctica de valores de justicia que siempre serán universales. En el peor de los casos se repetirá la historia, pero cabe la posibilidad de romper una dinámica determinista que ya empieza a parecerse más una profecía autocumplida que a un análisis verdaderamente riguroso de nuestras posibilidades como sociedad.










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