En fecha reciente el Gobierno ha remitido a Bruselas el plan presupuestario para 2017. De su lectura y de acuerdo con las previsiones establecidas para este año y el próximo, se deduce que el llamado Fondo de Reserva de la Seguridad Social desaparecerá a finales de 2017.
Tal noticia ha llenado las primeras
páginas de los periódicos como si se hubiese descubierto el Mediterráneo
o fuese el anuncio de un gran cataclismo. Que las pensiones constituyen
un problema nadie lo duda, pero un problema político, no económico.
Desde hace muchos años, el sistema público de pensiones es objeto de una
dura ofensiva por parte del neoliberalismo económico, que ha logrado
trasladar a la opinión pública el mensaje de que es insostenible
económicamente. Todo este discurso está fundamentado en un enorme cúmulo
de falacias.
Es en este esquema donde se incardina el
fondo de reserva, llamado de manera pretenciosa hucha de las pensiones,
y al que se ha concedido la naturaleza de garantía del sistema. Se
comprende entonces la alarma que ha despertado en la opinión pública
saber que en 2017 el fondo quedará vacío. Lo cierto es que la famosa
hucha de las pensiones es un concepto irrelevante, casi un mero apunte
contable.
El déficit de la Seguridad Social (SS) tiene el mismo efecto
con fondo que sin fondo. En ambos casos se incrementará la deuda pública
que se encuentra en el mercado. En el primer caso, porque para enjugar
el déficit habría que vender deuda pública del fondo; en el segundo,
porque el Tesoro tendría que emitir deuda por la misma cantidad. En
realidad, los movimientos del fondo de reserva son operaciones “intra
sistema”, dentro de las administraciones públicas, que no afectan ni al
déficit total ni al stock de deuda pública en circulación fuera del
sector público.
La
existencia del fondo de reserva es el resultado de una concepción
espuria, la del Pacto de Toledo, que pretende separar claramente la
economía de la SS de la del Estado y establece fuentes de financiación
diferentes, condenando a las pensiones a ser sostenidas exclusivamente
por las cotizaciones sociales. He aquí la auténtica amenaza sobre la SS.
El divorcio solo es posible desde una concepción liberal, pero no desde
los principios del Estado social. En su virtud, la protección social no
es algo accidental al Estado, sino una propiedad de este en el sentido
aristotélico del término, algo que sigue a su esencia necesariamente.
La separación de fuentes no se ha
entendido como algo convencional, un mero instrumento para la
transparencia y la buena administración, sino como un elemento
sustancial, de forma que, lejos de garantizar las futuras pensiones, ha
dado ocasión a que algunos conciban de manera abusiva la SS como un
sistema cerrado que debe autofinanciarse y aislado económicamente de la
Hacienda Pública, con lo que queda en una situación de mayor riesgo y
dificulta toda mejora en las prestaciones.
En el marco del Estado social, de
ninguna manera se puede aceptar que las pensiones deban ser financiadas
exclusivamente con cotizaciones sociales. Son todos los recursos del
Estado los que tienen que hacer frente a la totalidad de los gastos de
ese Estado, también a las pensiones. La separación entre SS y Estado es
meramente administrativa y contable pero no económica, y mucho menos
política; es más, tiene mucho de convencional, como lo prueba el hecho
de que la sanidad y otros tipos de prestaciones que antes se imputaban a
la SS hoy se encuentren en los presupuestos del Estado o de las
Comunidades Autónomas.
Esta óptica libra a la SS de la
permanente presión de la bajada de las cotizaciones sociales, reclamada
de forma reiterada por los empresarios y acometida con frecuencia por el
Gobierno con la excusa de realizar políticas activas de empleo. En los
últimos años la creación de empleo no incrementa en la misma medida los
ingresos de la SS, entre otras razones por las reducciones y exenciones
concedidas en las cotizaciones a los empresarios y autónomos.
Pero, sobre todo, al librar a las
pensiones de la atadura en exclusiva de las cotizaciones sociales, deja
en papel mojado todos los argumentos que tan fácilmente se han manejado
acerca de que la baja tasa de natalidad y el incremento de la esperanza
de vida conforman una pirámide de población que hace inviable el
sistema. Esta argumentación, en todo caso, no afectará más a las
pensiones que a la sanidad, a la educación o a cualquier otro gasto del
Estado.
Pero
es que, además, estos argumentos se basan en una premisa falsa.
Contemplan exclusivamente el número de trabajadores. La cuestión, sin
embargo, debemos situarla no en la consideración de cuántos son los que
producen, sino en cuánto es lo que se produce, porque cien trabajadores
pueden producir igual que mil si la productividad es diez veces
superior. Es lo que ha ocurrido en la agricultura. Hace cincuenta años
el 30% de la población activa trabajaba en el sector primario; hoy solo
lo hace el 4,5%, pero ese 4,5% produce más que el anterior 30%.
La
variable esencial a la hora de plantear la viabilidad o inviabilidad de
mantener el Estado del bienestar (y dentro de él, las pensiones) no es
otra que la evolución de la renta per cápita. Esta se ha incrementado
progresivamente hasta casi duplicarse en los últimos treinta años, y es
de suponer que se duplicará también en los próximos treinta o cuarenta
años si el euro y la denominada política de austeridad no lo impiden.
Si la renta per cápita crece, no hay
ninguna razón para que no se puedan mantener e incluso incrementar las
prestaciones sociales y tampoco para que un grupo de ciudadanos (por
ejemplo los pensionistas) no puedan seguir percibiendo la misma renta en
términos reales, es decir, no hay motivo para que tengan que perder
poder adquisitivo. Es más, de hecho no debería haber ningún impedimento
para que su pensión evolucionase a medio plazo al mismo ritmo que
evoluciona la renta per cápita, esto es, por encima del coste de la
vida. El Estado es el primer socio, mediante impuestos, de la actividad
económica y si esta se incrementa, la recaudación fiscal también debería
aumentar.
La cuestión de las pensiones (al igual
que con la sanidad, el seguro de desempleo o cualquier otra prestación
social) hay que contemplarla en términos de distribución y no de
carencia de recursos. El problema surge cuando la sociedad repudia los
impuestos y las formaciones políticas son incapaces de combatir el
fraude y acometer una verdadera reforma fiscal. Por una parte, el gasto
público en pensiones en porcentaje del PIB se mantiene en España muy por
debajo del de la mayoría de los países de la UE de los quince y, por
otra, la presión fiscal de nuestro país es por lo menos seis puntos
inferior a la media de la UE. No hay ninguna razón, por tanto, que
justifique la afirmación de que el sistema público no se puede mantener o
la pretensión de jibarizarlo eliminando la actualización anual de las
pensiones al menos en el porcentaje al que se incrementa anualmente el
IPC.
Prueba del desconcierto que rodea hoy el
tema de las pensiones es la idea tan luminosa que, en su línea de
despropósitos, acaba de poner sobre la mesa la ministra de Trabajo y
Seguridad Social. Pretende que se pueda cobrar la pensión completa y
continuar trabajando con el mismo sueldo. Ha logrado aunar las protestas
tanto de los empresarios como de los sindicatos. Es fruto de esa
concepción que separa el gasto en pensiones del resto de las
obligaciones del Estado.
En un país con el mayor índice de paro de la
Unión Europea se incentiva que se continúe trabajando una vez cumplida
la edad de jubilación. Lo que se ahorra en pensiones habrá que gastarlo
en seguro de desempleo. Pero es que, además, la medida propuesta tampoco
ahorra en pensiones. En fin, un auténtico despropósito. La única lógica
posible radica en que se esté pensando en reducir de tal modo las
prestaciones por jubilación que todo el mundo por fuerza se vea obligado
a continuar trabajando.
Texto publicado originalmente en Contrapunto
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