La incógnita está en saber cómo y cuánto influirá esa fuerza en el
devenir político de otros países; sobre todo a la luz de que movimientos
similares o coincidentes en muchos puntos con el de Trump crecen sin
parar en el resto del mundo
Los medios de comunicación vinculados al establishment,
en Europa y en todas partes, llevan meses en campaña contra Donald
Trump. La prensa francesa cercana a la oligarquía y a la derecha, y la
alemana y británica, se emplean con mucho más ardor contra el candidato
norteamericano del nuevo fascismo que contra sus correligionarios
locales, la señora Le Pen, los instigadores xenófobos del Bréxit o la
Allianz fur Deutschland. Más allá de algún papanatismo, tanta pasión por
algo que pasa en un país que no es el suyo, sólo indica una cosa: que
Estados Unidos sigue siendo el centro del mundo, que lo que allí ocurre
determina, como ha venido haciéndolo desde hace décadas, el devenir del
resto del planeta.
Se habla, sobre todo lo dice
Trump, de la decadencia de Norteamérica en el mundo. No es un puro
invento para movilizar a las decenas de millones de estadounidenses
descontentos con su suerte, una nueva versión de los mensajes de Hitler y
de todos los fascismos que en el mundo han sido, incluidos los de
nuestros días. Estados Unidos ha perdido parte de su capacidad de
decisión en los asuntos mundiales, en buena medida por los errores que
han cometido sus dirigentes. Su economía tiene que hacer frente, no
siempre con éxito, a poderosos rivales comerciales. El mensaje imperial
de la época de Bush ha sido arrumbado porque ya no tiene eco.
Pero en un mundo que está cambiando a marchas forzadas y
cuyas dinámicas y posiciones de fuerza tienen cada vez menos que ver
con las que había hace un cuarto de siglo, el poder de Estados Unidos
sigue mandando en las cuestiones más decisivas e influyendo como nunca
en la formación del pensamiento colectivo, de los hábitos y tendencias
de todo el resto del planeta.
No sólo porque las
norteamericanas son las fuerzas armadas más poderosas del mundo, con
enorme diferencia sobre cualquier otro rival. Sino porque los sectores
punteros de la economía mundial –el de la tecnología y comunicación, el
químico, el farmacéutico o el alimentario, para empezar– están dominados
por empresas norteamericanas. Porque buena parte de las innovaciones,
científicas, tecnológicas, y también intelectuales, particularmente las
que se refieren a las maneras de trabajar, de dirigir y controlar a los
trabajadores, a los consumidores, a la gente, salen de laboratorios
estadounidenses. Por no hablar del poderío incontestado y creciente de
su industria cultural.
Desde el final de II Guerra
Mundial, hace ya 70 años, todos los grandes cambios de orientación de la
ideología dominante, todas las novedades importantes en este terreno,
han surgido en Estados Unidos o no han sido realmente influyentes hasta
que los norteamericanos las han recogido e impulsado. La última, el
neoliberalismo, y su secuela social más determinante, la obsesión por
enriquecimiento por encima de cualquier otro valor, que ha modificado
sustancialmente las bases de la política y del desarrollo social en todo
el mundo. Por no hablar de los modos de la política misma: hoy en todas
partes se copia el modelo norteamericano de lucha por el poder, de las
campañas electorales, su concepto de liderazgo.
Por
eso las elecciones presidenciales norteamericanas se siguen en todo el
mundo con tanto interés. Los mercados financieros y los gobiernos las
consideran un asunto prioritario y desde hace unos días el más
importante, al menos hasta que se sepa su resultado. Y mucha de la gente
corriente se apunta. Entre otras cosas porque son un espectáculo que
atrae y mucho, que los norteamericanos han inventado eso y lo hacen como
nadie. Y también porque los medios estadounidenses dominan el mundo de
la comunicación y buena parte del resto no puede sino utilizar el
material que éstos le proporcionan.
Es obvio que la
cuestión decisoria en este martes es la de quién obtendrá la
presidencia. Pero a la luz de todo lo anterior surge otra que no es
secundaria. Todos los analistas que merecen ser atendidos coinciden en
que, gane o pierda, el movimiento que ha impulsado Donald Trump ha
llegado para quedarse y que la política norteamericana de los próximos
años estará determinada por la influencia de un muy amplio electorado
aglutinado en torno a muy claras pulsiones xenófobas, anti-liberales, de
derecha radical y de vuelta atrás en el camino de la democracia social y
de la tolerancia hacia lo diverso.
La incógnita está
en saber cómo y cuánto influirá esa fuerza en el devenir político de
otros países. Sobre todo a la luz de que movimientos similares o
coincidentes en muchos puntos con el de Trump crecen sin parar en el
resto del mundo, particularmente en Europa.
La experiencia de lo que ha
ocurrido desde hace ya demasiado tiempo lleva a concluir que influirá.
Y
no poco.
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