“Esta es la
historia de una película que no deben perderse porque marca de manera
indeleble el tránsito de la clase obrera, en sus periodos de dignidad
hasta llegar al presente: la agonía de la clase de tropa. Pocos, muy
pocos, se acordarán de aquel filme de Elio Petri, desbordante de humor y
mala leche, La clase obrera va al paraíso. Lo bordaba, porque aquello
no era sólo una interpretación, Gian Maria Volonté, un trabajador sumiso
y luego arrogante.
Un filme de 1971, cuando la mayoría de la clase de
tropa de hoy aún no había nacido, Franco vivía, la sociedad parecía
mayoritariamente progresista y el éxito de la película, su oportunidad,
la llevó a conseguir la Palma de Oro del Festival de Venecia de 1972.
Este año que ya termina del 2016 apareció Yo, Daniel Blake,
del británico Ken Loach, y obtuvo también la Palma de Oro. A veces las
casualidades hacen la historia. Ambas películas están determinadas por
la clase trabajadora, pero con un detalle mayúsculo.
Entre una y otra
han transcurrido 45 años y se desarrollan en los dos países que
decidieron el destino de la clase obrera; la Italia con sus poderosos
partidos y sindicatos obreros, y la Gran Bretaña, donde una subalterna, Margaret Thatcher, llamada a ser criada o secretaria de los grandes,
se acabará convirtiendo en una líder que aseguraba sin vergüenza que la
sociedad no existía, que era una entelequia inventada por los
profesores, y que el valor de la palabra “gente” no iba más allá del
grupo que se toma una pinta en un pub londinense.
Que en realidad sólo
hay que contar con las personas, sujeto individual muy susceptible de
ser extorsionado. Hay un puñado de escritores
que la adoran, incluso después de muerta, porque consiguió el sueño de
sus abuelos, ser prestamistas y no trabajar sino humillar: poner de
rodillas, hasta que admitieran su condición subsidiaria, a aquellos
perdularios llamados obreros.
Cuarenta y
cinco años han pasado y el mundo se ha ido convirtiendo en una aventura
para la clase obrera, y en otra cosa, diversa, divertida, llena de
novedades y de valores individuales para quienes aspiran a ser canallas,
pero muy buena gente; rica en general. Porque el gran salto que aún no
hemos analizado es el de una clase obrera, orgullosa de sí misma, con
líderes que no se llevaban sus estafas a Suiza o Panamá.
Que comían
cordero una vez al año con sus dirigentes políticos, como el líder de
Soma-UGT –un exconfidente policial que
controló la minería asturiana y hasta condicionó al gobierno de Felipe
González y su vicepresidente, Alfonso Guerra–, como si fueran mafiosos,
que lo eran, y disimulaban en esos eventos para cándidos que comen
cabrito a la estaca y que en definitiva han servido para sortear esos 45
años que van de la creencia a la indecencia.
Como las grandes familias ricas de toda la vida: no hay oferta que uno no pueda rechazar. Nunca
cambiaron de bando, jamás se inclinaron por la creencia. Ellos
nacieron, se criaron, crecieron, se hicieron barones, viajaron por el
mundo, algún máster y se consolidaron en la indecencia. ¿A cuánto sale la indecencia? Barata.
Yo, Daniel Blake,
el filme de Ken Loach, pasea unas imágenes sencillas como la brutalidad
en la que convivimos. Vecinos, gente de procedencias dispares, restos
de todos los naufragios, pero lo más llamativo es que el perdedor de los
perdedores se llama Daniel Blake, un señor demasiado trabajado para sus
59 años, carpintero –¡felicidades!–. Aquí cualquier novato que sabe algo de madera enseguida se pone el título de ebanista, la profesión más prestigiosa de pasados siglos.
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