Así como comenzaría cualquier novela del
montón, podemos decir que vivimos tiempos muy oscuros. Pero sin
ficciones. Porque lo que está ocurriendo resulta, hasta cierto punto,
sorprendente y revelador a partes iguales. Y repugnante también, por
supuesto.
Supongo que a estas alturas a nadie se
le escapará que, cuando hablamos de la televisión, no hablamos de una
vía de entretenimiento, o de un actor de comunicación
unidireccional inocuo, sino del principal generador de ‘cultura’ social
desde que se impusiera en el último tercio del siglo pasado a la radio,
el cine, la prensa o la Iglesia, e incluso en gran medida al propio
sistema educativo.
Y me parece importante destacarlo, porque es muy
común que el establishment se esmere en ocultar o minusvalorar su
preponderante papel en la conformación de realidades.
Tal nivel de condicionamiento ha
alcanzado la maquinaria mediática que, el ciudadano medio, el principal
consumidor del producto, no se cuestiona –o como mínimo no reacciona
ante– una perversión tan evidente y lacerante como la que supone que
todos los medios con cobertura nacional o autonómica, sean prensa
escrita, radio o televisión, pertenezcan a la oligarquía de las
corporaciones empresariales o al gobierno de turno (que no al Estado).
Y
siendo así, y es indiscutible que lo es: ¿qué intereses pretendemos que
defiendan? ¿Los nuestros, los de la mayoría?, ¿o los de sus
propietarios, una minoría privilegiada?
En cualquier caso, preguntas
retóricas al margen, lo que no esperas de esta maquinaria, y pese a las
especiales circunstancias, es que la sobrecarguen como lo están haciendo
en los últimos dos años.
¿De verdad tienen motivos para considerar que
lo que están haciendo no es pegarse un tiro en el pie? Lo pregunto
porque esto sí sería un verdadero drama.
Informativos que –pese a su clara
tendencia– al menos procuraban guardar mínimamente las apariencias,
convertidos hoy en circos; tertulias políticas posicionadas hasta lo
grotesco presumiendo de pluralidad, y espacios periodísticos de
prestigio (con el lamentable ejemplo de Informe Semanal) que ahora
resultan hasta cómicos, y eso que se nutren de información presuntamente
seria.
Por no entrar en los otros espacios ‘documentales’, en esos que
han sustituido a los positivamente soporíferos paseos por el Serengueti o
el Masái Mara, y que ahora nos presentan con escenificación científica
cuestiones relacionadas con ovnis, sirenas, arqueología-ficción y
guerras-ficción.
O en el plano de la motivación emprendedora, los del
cuento de la lechera de subastas, compra-ventas, o aventuras mineras.
Aunque a todos estos habrá que buscarles una nueva categoría, porque la
de basura ya está hasta los topes. Y por si no hubiera suficiente con lo
comentado, ahora también nos ofrecen series que reescriben la historia
hasta convertirla en un insulto. Ni poniéndome en su lugar encuentro una
explicación lógica.
Y es que aunque evidentemente el
escenario aparente no es equivalente, estamos llegando a un punto en el
que esta duda de Winston, el protagonista de 1984, la obra distópica de
Orwell, empieza a parecerme verosímil en un futuro próximo:
“(…)no quedaba ningún documento ni
pruebas de ninguna clase que permitieran pensar que la disposición de
las fuerzas en lucha hubiera sido en algún momento distinta a la actual.
Por ejemplo, en este momento, en 1984 (si es que efectivamente era
1984)(…)”.
De mantener este rumbo, y no porque el
poder haya eliminado la información rigurosa, sino por saturar con
ficción simplista la historia real hasta hacerla irreconocible, puede
que un día nuestros nietos o sus hijos no sepan con certeza si el año en
el que viven es verdaderamente el que se correspondería con la
progresión original. Pero lo que ya ocurre sin tener que esperar unas
décadas, es que los que serán adultos mañana no conocen hoy la realidad
del pasado reciente.
Y si alguien no lo cree, solo tiene que salir a la
calle a preguntar a la juventud sin estudios superiores o incluso a la
que teniéndolos no haya cursado humanidades, quién fue Franco, Serrano
Súñer, o qué motivó el terrorismo de Estado de los años ochenta (para
esto que esperen a que acabe la última ‘miniserie’).
La respuesta puede ser (si es que los
conocen, que no está garantizado), con excepciones más relacionadas con
el propio carácter individual o la cultura familiar que con la
información escolar, que Franco fue el presidente de un régimen
autoritario (nada de dictador o de régimen totalitario), y Serrano Súñer
un seductor al que el ‘presidente’ Franco –que era un pobre borderline
con voz de pito– tenía envidia.
En cuanto al terrorismo de Estado no
sabrán nada, pero si les preguntas por los GAL, quizá puedan intentar
explicar que unos cuantos guardias civiles traumatizados por el horror
vivido –que fue causado por los deshumanizados vascos, así en general–
se tomaron la justicia por su mano.
Ni orígenes del conflicto, ni
intereses políticos, ni represión, injusticias y torturas, ni
responsabilidad del Estado… ni nada que se parezca mínimamente a la
realidad.
Es lo que les están contando, porque
para el sistema educativo, sin responsabilizar de ello a los docentes
(no héroes) atados por una falsa libertad de cátedra, la dictadura como
tal, grosso modo, no pasa de algunos párrafos insustanciales que se
olvidan tras el examen, y para el conflicto vasco y la guerra sucia no
hay casi ni una palabra.
Aunque esto mismo también se lo están contando a
esa otra España profunda, o demasiado mayor y despreocupada, u ocupada
viendo series, como para poder prescindir a estas alturas de aquel sello
de garantía de veracidad que siempre ha otorgado un oportuno: ‘lo han
dicho en la tele’ (palabra de Dios).
¿Y quién se lo está contando? Porque
esto es lo importante. Pues, como sirve de ejemplo, si atendemos a las
dos últimas series, una, la del donjuán nazi-castizo, está basada en la
‘novela histórica’
Lo que escondían sus ojos, de Nieves Herrero, la
famosa ‘chica Hermida’, la periodista con la que se inauguró la
telebasura de este país y que actualmente trabaja para la cadena
ultraderechista (nacional-católica) 13TV, con programa propio. Y no es
lo peor, porque, pese a los antecedentes, no creo que en esta mujer haya
mala voluntad en lo que escribe, aunque tampoco obviamente criterio.
Es
mucho peor quién nos cuenta el caso GAL, porque la serie que también
emite Telecinco, El padre de Caín, está basada en el libro homónimo, ni
más ni menos que de Rafael Vera, secretario de Estado para la Seguridad
del Gobierno del PSOE de Felipe González, y condenado a 10 años de
prisión por delito de secuestro y malversación de caudales públicos en
relación, precisamente, con el grupo terrorista GAL.
Todo imparcialidad,
como puede apreciarse.
En fin, solo nos falta que Juan Carlos I
escriba un libro sobre el 23F y lo conviertan en película, aunque ahora
que lo pienso ya hicieron algo parecido sus amanuenses. O que Franco
nos hable de la dictadura, aunque otra vez también en este caso lo han
hecho sus ministros y sus descendientes. Y resulta que el problema ahora
son las mentiras en las redes sociales y en internet. Y nos lo dice el Ministerio de la Verdad. ¿Cabe mayor cinismo que el de estos sinvergüenzas?
Puede que en lo único que se equivocara
Orwell fuera en el título del libro. Esperemos a 2084, aunque quizá para
cuando llegue, la propia fecha tampoco se corresponda con la realidad.
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