"La patente de corso para el periodismo de régimen se ha terminado. No
puedes pretender quedar libre de crítica cuando has decidido ser parte
de una guerra comunicativa contra todo el que ose plantear un estado
alternativo de las cosas".
Al buen cine no se le ve la cámara, me
dijeron una vez en una de esas conversaciones que se tienen en la
adolescencia y que acaban marcando por lo seguro de quien te habla. Hoy
sigo estando de acuerdo. No hay nada peor que esas películas donde, por
moda, exageración o un ego artístico desmedido, el director no para de
aparecer en cada plano indirectamente, recordándonos en cada secuencia
que detrás de las imágenes hay todo un equipo con sus focos, sus cables y
su triste normalidad.
Si el cine rompe el acuerdo tácito con el
espectador, quien se decide a firmarlo por hora y media para hacer pasar
una invención por algo real o al menos plausible, no es cine, está
muerto. A los medios de comunicación de este país les está pasando algo parecido al mal cine, se les ve la cámara.
No hay semana en la que, quien debería
dar la noticia, no sea la noticia en sí misma, despertando estupor,
protesta y hostilidad en las redes sociales, que es lo que tiene ahora
el pobre para jugar a la libertad de expresión. Antes daba voces a la
tele, tiraba el periódico a la papelera e insultaba al tío de la radio,
pero todo aquello quedaba como desangelado, con una magdalena a medio
mojar en el café con leche como único testigo de la escena, a lo sumo la
mirada extrañada de los demás clientes en el bar. No se crean, el
resultado es el mismo, los retuiteos no construyen democracia ni dan legitimidad.
Porque de eso va la cosa, de
legitimidad. Por eso nos enfada. Porque sabemos que aunque el kiosco
esté siempre en la acera derecha de la calle para muchos aún constituye
materia de seriedad. El problema no es que Ana Rosa dé
un espectáculo todas las mañanas, sino que cientos de miles de personas
se la toman en serio. Y en esto también la prensa se parece al cine:
mientras que Ken Loach es un director comprometido, rojo, marcado, Michael Bay
tan sólo entretiene, sin ideología, claro.
Las palabras y las ideas no
tienen valor por lo que dicen, sino por quien las dice, aunque no nos
guste.
Los medios no dan información, los medios marcan la agenda pública, que es lo que nos dice de qué hay que hablar. Salvo catástrofe —esperemos que los directores de periódico no se hayan hecho ya con la máquina de producir terremotos— la opinión pública discute en torno a lo que otros deciden que deba ser discutido. No es que se pierda la soberanía informativa, es que las mediaciones hacen que un desempleado afectado por una deslocalización defienda en la cola del paro las virtudes de la globalización.
Escuchaba a Gabilondo
decir en una entrevista que cuando un periódico entra en Bolsa se
suicida. Y esos son los otros, los que pagan al flautista y eligen la
melodía. En las democracias liberales los medios siempre han sido
negocios, pero al menos durante esas décadas que van del fin de la
Segunda Guerra Mundial al inicio de lo neocon, necesitaban hacer su
trabajo.
No es que no hubiera intereses, sesgos o relaciones con el
poder político, sino que en gran medida la legitimidad del medio venía
dada por su capacidad, o al menos su representación, de honradez e
independencia, y con eso se hacía el negocio. Vendiendo. De ahí que
durante un tiempo al decir la palabra periodista nos acordáramos de Todos los hombres del presidente y no de Eduardo Inda, de ahí que hubiera aún un mínimo espacio a la disidencia.
En España, por nuestras peculiaridades
—que es como se llama aquí al fascismo— sólo tuvimos algo parecido
durante los años 80, con más de representación que de realidad. Es de
esa época, del momento fundacional del 78 y la gran hegemonía
socialista, cuando llevar El País bajo el brazo era algo
parecido para la mayoría a la chaqueta de pana o el pelo y la barba: más
que una forma de informarse, era una forma de demostrar identidad. De
ahí que las generaciones de 50 para arriba vean aún los medios como esa
trinchera que deja todo claro afirmando certezas más que planteando
incógnitas. Cuando la legitimidad te viene dada por el momento histórico
puedes vivir de las rentas aún sin merecerla.
La cuestión es que esa relación tan
clara entre medios y partidos de la alternancia, los nuevos modelos de
negocio y sobre todo, la ruptura producida desde el 2011, han provocado
que una minoría, ya no residual y además creciente, se cuestione el sistema mediático español
de la misma forma que lo hizo en las plazas con el PP y el PSOE. Es más
fácil descubrir que la realidad que te cuentan no es cierta cuando tú
mismo la estás protagonizando.
La respuesta de los medios, sobre todo televisivos, fue transformar el Salsa Rosa en La Sexta Noche, ese modelo de espectacularizar la política
por el que dejaron colarse a los padres de Podemos con la intención de
buscar audiencias cuando la calle ardía y era difícil fingir que no.
Como los resultados fueron los que fueron, ahora toca corregir la
anomalía. El problema es que eso no hace más que aumentar la zanja, de
la que hablábamos por aquí en capítulos anteriores.
Cuando tu
legitimidad está en entredicho parece mala idea intentar recuperarla
buscando las conexiones de la PAH con ETA, fulminando de tus tertulias a
quien da un moderado punto de vista divergente o dando voz a sujetos
tan atrabiliarios como Inda y Rojo. Mal síntoma es cuando un Alsina entrevista a un Rajoy,
y por hacer su trabajo acabe siendo un héroe. Mal asunto cuando tu
función no es tomar la medida, sino engrandecer, quedando tú disminuido.
La patente de corso para el periodismo de régimen se ha terminado.
No puedes pretender quedar libre de crítica cuando has decidido ser
parte de una guerra comunicativa contra todo el que ose plantear un
estado alternativo de las cosas. No es una cuestión ideológica, nadie se
escandaliza porque se defienda el libre mercado, se esté contra el
aborto o se alabe al rey sin mesura. Eso forma parte, efectivamente, de
una libertad de prensa que debería ser intocable siempre. De lo que se
está en contra es de la manipulación, de los publirreportajes y
directamente de la mentira encajada a martillazos como certeza.
De lo
que se está en contra es de que mientras que hay un desahucio la noticia
sea que un niño de Utah quedó atrapado dentro de una lavadora,
afortunadamente, sin mayores consecuencias. De que se critique la falta
de libertad de opinión en Cuba y las tertulias sean un todo monolítico
donde incluso se riñe al disidente que no te dice lo que esperabas oír.
De que la versión única en Alsasua sea la de la Guardia Civil y asuste
el escribirlo. De que el corporativismo, al final, se transforme en omertá. De que la libertad de prensa no sea más que la libertad de opinión del dueño del medio.
Contaba Cansinos Assens
una anécdota de un grupo de periodistas en el Madrid de Alfonso XIII,
reunidos en torno a una mesa, invitados, con interés, por alguna
institución que no recuerdo:
– Sí; eso es lo triste —insistió el del ABC—
que nos avengamos a ser los chicos de la prensa… Hay que hacer algo por
dignificar la clase… ¿De qué sirve la Asociación de la Prensa? ¿Qué
hace don Miguel Moya? Somos la cenicienta del periodismo. Los directores
se lo guardan todo… A mí, chicos, me da vergüenza venir a los
banquetes.
– A mí también —asintió Dieguito—. Sólo que, la verdad, en ellos se come mejor que en la casa de huéspedes… Esa langosta con mahonesa estaba riquísima.
Pues eso, para qué decir más.
Daniel Bernabé | La Marea | 30/11/2016
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