El edadismo es una discriminación por razón de edad que sufren las
mujeres. Entre otras razones porque el mundo de la tercera edad es,
sobre todo, femenino
Las estadísticas tienen un efecto hipnótico,
semejante al de esos pequeños remolinos de agua que se forman en la
superficie de grandes ríos. Según los últimos datos del Instituto
Nacional de Estadística (INE), a 1 de julio de 2016, estaban censados en
España cerca de 23 millones de hombres y más de 23,5 millones de
mujeres.
No es ninguna sorpresa que el número de mujeres sea ligeramente
superior en los países de nuestro entorno y, en algunos, la diferencia
es más notable que ligera.
Por ejemplo: Letonia, Estonia y Hungría
vienen a tener un a relación de 6 mujeres y 4 hombres. En algunos países
africanos asolados por conflictos enconados, la escasez de varones
indica su participación activa en esas guerras. Desolación.
¿Qué nos indican las cifras del INE? Desde su nacimiento, hasta los 28
años, los niños y jóvenes superan en número al otro sexo. No se trata de
una gran diferencia, pero sí de una trayectoria de continuidad. Desde
esa edad hasta un lustro después, los datos se invierten y son mayoría
las "jóvenas", permítaseme el palabro.
De los 34 a los 55, ellos vuelven
a enseñorearse y recobrar esa mayor presencia. Y ahí se acaba la racha.
A partir de los 51 años de edad, ellos van extinguiéndose
implacablemente, al igual que ellas, claro, pero comienza el aumento
porcentual de las mujeres. Además, la esperanza de vida es cinco años
mayor para ellas ─85,6 años─ que para los hombres ─80,1─.
Y si tomamos como referencia ese límite que marca la
media de edad, podemos darnos cuenta de que en el momento de cumplir
tanto ellas como ellos los 80 años, las mujeres mayores son el 58,3% de
la población; al celebrar el 85 cumpleaños, ellas se sentirán mucho más
solas: son ya el 62,2% de la población. El mundo de la tercera edad es,
sobre todo, femenino.
Esta es una realidad de la que
se habla poco, o nada. No se trata de que se invisibilice. Carece de
interés. En ocasiones, con motivo de unos comicios, alguien recuerda a
una gran mayoría de viudas, como si todas las mujeres hubieran estado
casadas. Cuando los problemas no están presentes en la sociedad, aumenta
la exposición a la vulnerabilidad de quienes los sufren: en este caso,
las ancianas.
Como sociedad, hemos desarrollado una
cierta (tampoco exagerada) sensibilidad para que nos salten las alarmas
cuando se producen vulneraciones de los derechos humanos por cuestiones
de raza o de desigualdad de género. Lamentablemente, no tenemos las
mismas destrezas para identificar la discriminación por razón de edad,
es decir, el edadismo.
Esta forma de maltrato la sufren, en general, las
personas mayores, pero en la medida de que son más, sobre todo las
mujeres. Además, si lo cruzamos con género, comprobaremos que es una
forma de marginación y anulación de las mujeres mayores.
Y es general.
No es un sello de sociedades concretas. Es un problema histórico y
universal.
Por ejemplo, en ocasiones hemos leído
textos conmovedores y aprobatorios sobre cierta tradición de que en las
familias esquimales, cuando el frío aprieta y la comida escasea, las
personas de mayor edad, tanto ellas como ellos, emprenden un camino
hacia el hielo con el fin de evitar ser un lastre para los suyos.
Es
consecuencia de la culpabilidad derivada de que consumen más de lo que
producen. Se ha interpretado en ocasiones como una eutanasia voluntaria y
decidida. Las alarmas deben saltar desde el momento en que esas
decisiones no se toman en tiempo de bonanza, sino cuando la naturaleza
es hostil y estrangula.
Viejas, viejos con problemas
de salud que acaso los conviertan en dependientes, en personas
necesitadas de ayuda ajena, de hijas o hijos, que no siempre es deseada.
Por ninguna de las partes: descendientes sin tiempo, fuerzas ni
posibles para dar un buen trato a sus mayores y personas ancianas con
sus necesidades, enfermedades crónicas, requerimientos de atención y
cuidados cada vez más exigentes.
Y en ocasiones, tan caprichosas o
imperativas como el antojo de independencia o libertad de quienes, en un
natural relevo generacional, deben (¿?) hacerse cargo de ellos.
A nivel personal, el edadismo se manifiesta en creencias arraigadas
como la inutilidad de los mayores, su exclusión de los campos de
decisión, la asignación y reiteración de estereotipos negativos basados
en su egoísmo, torpeza, insistencia en los recuerdos o demandas, la
infantilización que llega incluso a arrebatarles la capacidad de
gestionar las decisiones de sus propias vidas y el maltrato físico.
Institucionalmente, se detecta una alarmante ausencia de falta de
servicios dirigidos a ese sector cada vez más numeroso e importante. Se
trata de un significadísimo colectivo al que apenas se tiene en
consideración en estudios, programaciones, programas y planes. En
ocasiones, para más escarnio, están sometidos a normas injustas y
excluyentes, como la jubilación obligatoria.
No nos
son ajenas las noticias que nos hablan de estafas a personas de edad de
las que otras sin escrúpulos se aprovechan. Miremos, si no, a las
preferentes, a hijos o hijas que se aprovechar del amor de sus madres
con solicitudes de avales hipotecarios imposibles que las avocan a la
ruina en los momentos de mayor fragilidad de su vida.
Lacerante fue el
caso de una anciana muerta en noviembre en Reus: la compañía eléctrica
le cortó el suministro y ella, en su indefensión, se alumbró ─y acaso,
calentó─ con velas que provocaron el incendio de su vivienda.
Todo esto se combina con un edadismo indeliberado, por ceguera, que
consiste en la inasistencia en momentos de emergencia. Por ejemplo, en
noviembre de 2015 cuatro ancianas murieron en la inundación de su
residencia en Agramunt, Lleida.
En el seno de
familias, cuidadores y residencias no es excepción el maltrato
psicológico en forma de impaciencia ─¿Qué querrá esta mujer ahora? ¿No
se puede estar tranquilito y esperar a su turno?─, de desprecio ─¿Qué
sabrá usted, que siempre ha sido una inútil?─, de abuso económico ─¿Qué
va a hacer usted con tanto dinero?
Firme aquí─, de arrebatarles
propiedades de modo abusivo ─¿Se lo quiere llevar usted a la tumba en
lugar de ayudar a quienes cuidamos de su salud?─.
Todas estas formas de
maltrato obedecen a una construcción ideológica de la vejez, de
despreció a sus amplios conocimientos y de la creencia profundamente
arraigada de que las viejas y los viejos son una carga en lugar de un
capital humano del que podríamos disfrutar, aprender, gozar.
Y la negligencia: personas mayores, abandonadas, a quienes se priva de
alimento y limpieza, a quienes se niega la socialización y los paseos,
que no reciben la medicación necesaria, que vegetan ante un televisor o
en un lecho solitario, que no son visitadas con asiduidad, que sufren el
abandono sin recursos siquiera para protestar o captar la atención, el
brillo de una mirada cómplice, la sonrisa de una nieta.
Este enero, en Portugalete (Bizkaia) un varón de 56 años con heridas de
arma blanca fue detenido en la vivienda que compartía con su madre de
92 enferma de alzhéimer. Era hijo único. Todo indica que la mató e
intentó suicidarse. Es una forma de violencia extrema, de agotamiento
del cuidador.
Estas noticias en que hijo o marido
acaban con la vida de madre o esposa dependiente son muchos más
frecuentes que cuando la cuidadora es mujer. ¿Nos atrevemos a
preguntarnos por qué?
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