Un balance somero, sin entrar en
muchas honduras, del año 2016 nos dejaría un poso de frustración como no
creo que haya alguno similar desde las primeras elecciones de 1977. Los
partidos políticos se han ido hundiendo a pedazos agarrados a sus botes
salvavidas.
Estamos ensayando una fórmula para
ancianos revirados que se llama “Gobierno de coalición subterráneo”, que
es lo más parecido a una casa de furcias ajadas y sin otro objetivo que
la cama pagada en corrupción, hasta que llegue la última morada: el
lecho de piedra.
Pero lo majestuoso es que todos sonríen como si se
tratara de una fiesta mientras se ajustan la dentadura postiza y encajan
bien la pierna ortopédica.
Varias cuadrillas de muertitos, a la
mexicana, nos gobiernan y aseguran que cada vez estamos mejor, ante el silencio cómplice de los medios de comunicación o de nuestra beneficiada inteligencia. ¡Nunca vivimos mejor! Podría parecer un chiste de La Codorniz, años cincuenta. ¡O Mariano o nada! Variante del antiguo “César o nada”, pero convencidos de que no hay otra opción que nada.
Y la gente se
preguntará, no dentro de muchos años, ¿Y por qué no se sublevan? ¿Por
cobardía o por indolencia? Si todos roban, escojamos a quienes lo hacen
con mayor rigor y seriedad. Ese es el secreto de Mariano Rajoy y un
partido que huele.
Ni siquiera nos queda la variable cínica de Indro
Montanelli, el periodista italiano, que recomendaba votar a la
democracia cristiana, aunque con el decoro necesario de taparse la
nariz. Todo menos el voto comunista, que para un viejo fascista como él
representaba todo lo que detestaba en la vida.
Nuestro caso es más cómico. Votemos Partido Popular o Socialista, da lo mismo, la obligación de taparse la nariz es una obligación de buena crianza y un respeto a nuestra educación.
La última democracia de Europa occidental es la que peor huele.
Y no se
salva nadie. Hasta un lugar tan singular como Cataluña, donde la mafia
familiar y económica hizo de su capa un sayo durante décadas, ahora se
presentan como modelos, exhibiendo esa desvergüenza de una clase
política incompetente hasta para el fraude.
¿Qué es un
año tonto? Aquel en el que pasa todo, para acabar en nada. Ninguno de
los partidos, viejos o nuevos, ha sido capaz de salir de su marasmo.
Unos subieron un poco y otros bajaron un mucho, pero nadie asumía el
riesgo de repetir elecciones ante el terror de encontrarse más solos
ayer que anteayer.
Por lo tanto, dejarlo todo quieto a la espera de no se sabe qué; resistir, por ejemplo, pero jamás ceder.
Porque la tradición hispana asegura, y hay pruebas para ello, que quien
no agarra el último vagón del último tren, se queda sin viaje. No cabe
la espera.
Lo destrozarán todo, de eso no hay duda,
y el registrador de la propiedad sacará esa sonrisa de hiena para
demostrar que no solo sabe reír sino también burlarse de sus
adversarios. ¡Ay de aquellos que gritaban cuál Castelar, “No es no”!
Pobre gente que quizá duerma bien,
tendrá buenas digestiones, será afectuoso con su familia y los amigos,
si es que gente así es capaz de tener amigos que no sean cómplices, pero
puedo prometer y prometo, que dijo el clásico, que para ninguno de
ellos este año de 2016 habrá sido tonto, sino un aprendizaje para el
inminente mañana.
Donde volverán a negarse a sí mismos con la boca
grande y se convencerán que esas gentes nuevas, recién llegadas a la
política, tendrán mucho que aprender de ellos. A mentir, a demostrar que
quizá su oficio sea de arrieros, como ya dijeron otros, pero habrán de
asumir que un año tonto solo hace idiotas a los ciudadanos.
A los
profesionales les carga las pilas y les sugiere que quizá los años
venideros les consentirán dejar de ser sicarios y podrán dirigir una
empresa con menos compromisos. Ya no se trata de arriesgarse a ser
cesado; un riesgo de altura. Si no de encontrar una buena puerta
giratoria que lo borre todo.
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