Hay una confusión que a mi juicio insiste en la valoración del fenómeno Trump:
creer que se ha producido el “fin del neoliberalismo progresista”. En
esta fórmula hay un problema que luego da lugar a malentendidos.
Una
cosa es que la amalgama de progres, políticos
hipócritas y tecnologías y grupos financieros pertenecientes al espacio
demócrata se haya revelado en su impostura frente a un verdadero
proyecto popular de signo emancipatorio y, otra, es que Trump sea el fin
del neoliberalismo. Precisamente el neoliberalismo no es otra cosa que
lo que nombra al capitalismo cuando su maquinaria de guerra necesita
prescindir de las apariencias democráticas.
En este aspecto, Trump es la
encarnación de un viejo fantasma ideológico americano: la amenaza de un
Otro extranjero que socava la identidad de la América blanca.
La generosidad de América, que como lo dijo en su discurso de asunción,
se empobreció para enriquecer a otros. La victimización que la presenta
como una nación humillada que ahora se tiene que vengar, etcétera.
Trump no sólo no es el fin del
neoliberalismo, sino su continuación neofascista. Y en absoluto es
populista, salvo que se confunda a esa experiencia política con una
demagogia de reality. El neoliberalismo pone en crisis a los
sistemas políticos y a sus representantes, pero no a sus estructuras.
Trump ingresa en el espacio donde la incompatibilidad entre democracia y
capitalismo de guerra se ha hecho manifiesta y patente.
De dicha incompatibilidad surge el
nuevo neofascismo neoliberal y no el fin del neoliberalismo que tantos
intelectuales y políticos pregonan, desconociendo la potencia ilimitada
del neoliberalismo y su capacidad de reproducción con nuevas máscaras.
Síntoma y fantasma
Trump no es un síntoma disruptivo que
viene a revelar la verdad encubierta por la hipocresía demócrata
asesina. Su carácter espectacular e histriónico, junto a su
declaracionismo, parecen mostrarlo de ese modo, y entonces se afirma que
es un síntoma de la crisis neoliberal del Capitalismo, un
retorno a fuentes keynesianas , un golpe contra la globalización, el
desmontaje, incluso, del aparato de guerra del complejo militar
industrial, etcétera.
Un síntoma en definitiva es un agujero en el saber, portador de una verdad a
descifrar como un jeroglífico. Pero ateniéndome a la lógica lacaniana,
subrayo lógica para que no se me endilgue que deseo psicoanalizar la
política o politizar el psicoanálisis, la categoría que se ajusta a
Trump es la del fantasma. Una dimensión transindividual, que no tiene
nada de disruptiva ni es portadora de verdad alguna. Más bien es la
fijación a un “modo de gozar”, donde convergen distintas inercias
sociales y políticas, que desde hace mucho tiempo desean llevar ese
fantasma al cénit de lo social.
No hay ninguna crisis del capitalismo,
ni del neoliberalismo, ni de la globalización, que ya no es industrial,
sino tecnológica y financiera. Lo que ya se empieza a consumar
definitivamente es la incompatibilidad entre la democracia y el
capitalismo, y es precisamente el fantasma, como dispositivo
identitario, imaginario de completud, retorno al origen sin falla y
victimización frente a un Otro agresor, el que intenta resolver
esa falla. Con ese dispositivo, Trump intenta hacerse cargo de dicha
incompatibilidad. Si le funciona, el mundo tendrá rápidamente noticias
de esto.
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