Bertolt
Brecht, el dramaturgo y poeta alemán, dejó a todos sus lectores pasmados
cuando se refirió a Adolfo Hitler con el apelativo de “el pintor de
brocha gorda”. Así lo denominaría siempre. Es verdad que Hitler había
hecho sus pinitos en la pintura, pero la denominación brechtiana iba
mucho más allá. Nada en Brecht era lo que parecía, ni siquiera él mismo,
del que se podrían escribir cosas curiosas, menos curiosas y terribles.
Un genio perverso.
Cómo
denominaríamos a un tipo que no pinta -no habrá entrado en un museo como
no fuera para comprar a la chica que le explica los cuadros-, que no
canta, felizmente fuera de la ducha, que no sabe hacer otra cosa que
ganar dinero de las maneras más mamporreras y deleznables. Que tiene un
peinado digno de un cómic japonés, de esos que provocan la risa y el
ridículo, y un lenguaje que competiría con un descargador de muelles.
Algo parecido a aquel “pintor de brocha gorda” del que casi todo el
mundo se reía y nadie daba un duro por él en carrera tan competitiva y
escrupulosa como la política. Donald Trump es “el elefante en la cacharrería”.
Jamás un
espécimen tan poco escrupuloso por las formas, la dignidad, el respeto,
la educación, habría llegado a presidente de un país en plena decadencia
pero conservando ese halo que dan los grandes imperios, incluso cuando
se les van cayendo las costuras. Ya
tiene que estar deteriorada la sociedad norteamericana para que a
tamaño patán le concedan el derecho a gobernarles. (Sin ánimo de ofender
a nadie; Mariano Rajoy es Talleyrand al lado de este animal selvático
salido de la sabana de los grandes negocios).
Trump es el modelo de un tipo de vida que fue y aún sigue siendo el sueño de millones de individuos que aspiran a saltar de la mediocridad salarial a la gloria de una limusina
En apenas dos
semanas de mando, la gente de la cosa -también llamada alta política-
empieza a preguntarse cómo va a morir antes de que tenga el gesto de
matarnos a todos; un mal negocio, porque acabaría con sus clientes. Pero
deberíamos detenernos en un detalle, Donald Trump es el modelo de un
tipo de vida estadounidense, que ellos con desfachatez imperial
denominan “americano”, y que fue y aún sigue siendo el sueño de millones
de individuos que aspiran a saltar de la mediocridad salarial a la
gloria de una limusina.
Pero la
última es la mejor. “Prácticamente todos y cada uno de los países del
mundo se han aprovechado de nosotros y esto no va a seguir ocurriendo”,
dijo. Algo así como si el verdugo, puesta tu cabeza sobre el madero, te susurrara: se acabó la piedad con el condenado, a partir de ahora un tajo y sin ternura.
Cualquiera
diría que se han vuelto locos, que deberían resucitar a Stanley Kubrick o
liquidar una de las culturas más brillantes que dio el siglo XX. No,
nada de eso. Ellos están a lo suyo. Es decir, que después de esquilmar el planeta,
no hay imperio, ni siquiera el español antiguo o el británico del XIX,
que llegara al extremo de arrasar pueblos enteros, promover golpes de
Estado que no cabrían en un tratado, decidir sobre el destino de Europa,
Asia y América, con especial delectación en los latinos, y alguna
escapada a las fuentes nutricias de África.
Ahora resulta que nos hemos aprovechado de ellos. No quiero entrar por respeto en el caso español porque me llevaría a “Bienvenido, Mr. Marshall”.
Lo más
llamativo es la desvergüenza de este prepotente que aspira a gobernar el
mundo. Somos una mierda, admitámoslo, nunca fue posible que un
Rockefeller llegara a presidente, estaría feo, todo lo más
vicepresidente, pero ahora el mundo ha admitido entre acojonado y
perplejo que un gánster de pelo de paja hiciera de Al Capone y dictara
las normas de sociedades que no se atreven a decir la verdad. Estamos al
borde del abismo y lo contemplamos con cierta complacencia. Los más
peligrosos en política, y en todo, son los presuntuosos, y más si son
ricos. Y si no que se lo pregunten a los banqueros españoles. Incluso
dan másteres en Harvard.
Gregorio Morán | bez.es |
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