Al
igual que sus parientes más próximos, los grandes simios, el hombre es un
animal básicamente frugívoro, pero con la ventajosa opción del carnivorismo.
Tan ventajosa que probablemente nos salvó de la extinción, pues cuando escasean
los alimentos vegetales (por ejemplo, a causa de una glaciación o de la
desertización de los bosques) puede ser fatal depender exclusivamente de ellos.
La
necesidad de conseguir carne en épocas de carestía severa llevó a nuestros
remotos antepasados a formar grupos de cazadores armados de palos y piedras y
preparados para trabajar en equipo, con objeto de aumentar sus posibilidades de
éxito frente a las grandes presas (las más deseables, pero también las más
peligrosas). Y esta acertada estrategia de supervivencia tuvo varios efectos
colaterales.
Otra
consecuencia de la caza en equipo fue, seguramente, la exaltación de la
violencia y el aumento del prestigio social de la fuerza bruta, con la
consiguiente relegación de las mujeres (menos corpulentas y a menudo limitadas
en su actividad física por los largos períodos de gestación) y la consolidación
de la camaradería masculina. Para recolectar frutos no hay que ser muy fuerte:
las mujeres, e incluso los niños, pueden hacerlo tan bien o mejor que los
hombres; pero para enfrentarse a un búfalo o a un mamut conviene estar bien
provisto de músculos y de testosterona.
Y,
por último, el carnivorismo, que empezó siendo una opción de emergencia, se
convirtió en un hábito. La carne es adictiva: su consumo produce una leve
intoxicación que se traduce, como otras intoxicaciones moderadas (café,
alcohol, tabaco, etc.), en una forma de excitación o embriaguez que puede crear
dependencia (de modo que la expresión “embriagarse de sangre” no es mera
metáfora). Por otra parte, el carnivorismo tiene algunas ventajas. La carne (al
igual que el pescado, los huevos y los productos lácteos) es rica en proteínas
y contiene todos los aminoácidos necesarios para nuestro organismo, mientras que
ningún alimento vegetal los aporta todos por sí solo (hay que combinar un
cereal con una legumbre, por ejemplo, arroz con frijoles, para ingerir juntos
los ocho aminoácidos esenciales). Además, la carne es un alimento muy versátil
y fácil de conservar: se puede cocinar de muchas maneras, ahumar, desecar,
embutir... Todo ello ha hecho que muchos crean que la carne es indispensable,
el “plato fuerte” de nuestra gastronomía. Nada más falso.
Comer
carne no solo es innecesario, sino que además es insano. La propia Organización
Mundial de la Salud lo advirtió hace más de treinta años, aunque luego las
presiones comerciales y políticas le impidieron insistir en ello. El consumo de
carne sobrecarga nuestro aparato digestivo de primates y favorece la aparición
de tumores. Y además, debido a la contaminación ambiental, con la carne no solo
ingerimos sus propias toxinas (como la cancerígena prolactina), sino también
las que los animales que comemos acumulan a lo largo de su vida (como el
mercurio y otros metales pesados que el organismo es incapaz de eliminar). Por
no hablar del colesterol: incluso las carnes más magras contienen un alto
porcentaje de grasas saturadas. Por no hablar de las vacas locas, los cerdos
apestados, los pollos griposos...
Pero
no solo hay poderosas razones dietéticas y sanitarias para evitar el
carnivorismo, sino también éticas, económicas y ecológicas, es decir,
políticas.
Dejo
para otra ocasión las consideraciones éticas directamente relacionadas con el
respeto a los animales. Aunque para afirmar que “los animales no tienen
derechos porque no tienen deberes” hay que ser tan estúpido como Fernando
Savater (por la misma regla de tres, tampoco tendrían derechos los niños
pequeños y los discapacitados mentales), la mayoría de la gente considera que
podemos maltratar y comernos tranquilamente a parientes tan próximos como los
grandes mamíferos. Es una aberración moral que muy pocos han denunciado –entre
ellos hay que destacar al filósofo australiano Peter Singer (1)– y que
requeriría un análisis en profundidad; pero como no es necesario reconocer los
derechos de los animales para estar de acuerdo con los demás argumentos en
contra del carnivorismo, me centraré en los de más peso, que son los
económicos.
La
producción de carne es un negocio ruinoso (para la sociedad, claro, no para los
fabricantes de hamburguesas) y una de las principales causas del hambre en el
mundo. Para producir un kilo de proteína cárnica hacen falta diez kilos de
proteína vegetal, lo que significa que con la soja y el grano que consume el
ganado solo en Estados Unidos, se podría alimentar a toda la humanidad.
Mientras los etíopes se mueren de hambre, el cuarenta por ciento de los campos
de Etiopía se dedica al cultivo de soja destinada a la alimentación de las
vacas estadounidenses. El carnivorismo, además de violar los derechos de los
animales, constituye un salvaje (nunca mejor dicho) atentado contra los
derechos humanos.
¿Por
qué, entonces, solo una pequeña parte de la izquierda defiende la causa del
vegetarianismo? Porque los hábitos ligados a nuestras pulsiones más básicas (y
el hambre es la primera) se consideran “naturales”, y son, por tanto,
difícilmente asequibles a la reflexión, al asalto dialéctico de la razón. Y
así, el arquetipo del macho armado, ora cazador ora guerrero, sigue presidiendo
nuestra salvaje cultura patriarcal, nuestra despiadada sociedad competitiva,
depredadora, carnívora.
(1). Peter Singer es el máximo impulsor del denominado “Proyecto Gran Simio” (y el coeditor, junto con Paola Cavalieri, del libro homónimo).
(1). Peter Singer es el máximo impulsor del denominado “Proyecto Gran Simio” (y el coeditor, junto con Paola Cavalieri, del libro homónimo).
Entre sus libros cabe destacar Liberación animal (1975), Ética práctica (1979), En defensa de los animales (1986), Repensar la vida y la muerte (1994), Una izquierda darwiniana (1999) y, en colaboración con Jim Mason, The Way We Eat (2006).
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