Los críticos tienen razón al hablar del colectivo como algo insólito.
Sólo que ese aire de peculiaridad tiene más que ver con la solidaridad
que con los salarios
Uno de los antiguos tinglados del puerto
de Valencia sirve ahora de pista para patinadores. Otros dos, que ya
albergaron los boxes del difunto circuito urbano de fórmula uno, pronto
acogerán espacios culturales y empresas “de innovación”. En Londres, los
muelles de la antigua Compañía de las Indias Occidentales son ahora un
potente centro financiero de torres de cristal, y los viejos almacenes
junto al Támesis se han reconvertido en apartamentos de lujo. En el
puerto de Liverpool la principal atracción es un museo de los Beatles. Y
lo mismo sucede en todas partes.
Los puertos, que durante tanto tiempo
fueron el corazón de las ciudades marítimas, hoy bullen a sus espaldas.
Se han independizado de los barrios que los vieron nacer, y son ahora
espacios cerrados por una verja sobre la que asoman grúas y montañas de
contenedores a lo lejos. Poco se sabe de lo que allí sucede, excepto
cuando estalla un conflicto laboral como el de las últimas semanas.
Claro que esto no fue siempre así.
En Valencia la primera cofradía de
cargadores data de 1593, aunque la tradición de la estiba es más antigua
que el propio puerto. Antes de que hubiese muelles, los entonces
bateleros cargaban y descargaban los barcos con sus gabarras. Hasta
mediados del siglo pasado era posible ver a los estibadores por la
dársena interior, descargando de los barcos madera, algodón o trigo en
anclones –unas barcazas planas– que después remolcaban hasta los
tinglados, repletos de naranjas esperando zarpar.
Entonces los
estibadores podían atraer las miradas curiosas de los paseantes pero
nadie hablaba de sus condiciones laborales ni mucho menos las censuraba
porque la estiba era, como había sido siempre, sinónimo de miseria. Un
jornal escaso e incierto, que sólo llegaba cuando llegaban barcos, y
siempre y cuando ese día te escogiese el capataz. Frente a él se
arremolinaban los hombres, a veces pisándose unos a otros.
En condiciones como estas los estibadores españoles, los scaricatori italianos, los dockers ingleses o los wharfies
australianos fueron formando en cada puerto una familia cuyos vínculos
estrechaba la dureza del oficio. En Liverpool, este modelo de trabajo
temporal es todavía recordado como the evil, el mal. El empleador
tenía una libertad de contratación total que le permitía reducir
salarios y discriminar por edad, religión o simple favoritismo.
Precisamente en Valencia, uno de los precedentes del movimiento obrero
fue la huelga de estibadores de 1842 que intentaba disputar esa libertad
de contratación absoluta que les negaba cualquier seguridad.
No fue
hasta principios del siglo XX, y a través de grandes movilizaciones y
huelgas como las que tuvieron lugar en España en los años treinta, que
los estibadores lograron avances decisivos en sus respectivos países
como el sistema de rotación y el establecimiento de turnos de seis
horas. Sin conocer esta herencia de generaciones mirando al mar con
hambre es difícil comprender la importancia de la solidaridad para un
estibador.
Pepe Moratal se acuerda de cuando
acompañaba a su padre al antiguo edificio de la Organización de Trabajos
Portuarios. Allí había de todo, hasta una peluquería, ya que entonces
prácticamente se vivía dentro del puerto. Hoy en día las nuevas
tecnologías facilitan la previsión de los turnos, pero la conciliación
laboral sigue siendo un reto. Con horarios que cambian cada veinticuatro
horas, Pepe acaba pasando su poco tiempo de ocio con otros estibadores,
“si libramos alguna mañana, salimos en bici”. Pepe es estibador en el
puerto de Valencia y delegado sindical del sindicato mayoritario,
Coordinadora.
A su vez es uno de los responsables
locales de Coordinadora Solidaria, la organización que canaliza sus
proyectos sociales fuera del puerto. Hace dos años, a través de
donaciones de jornales recaudaron 125.000 euros para la operación de Nayra.
Organizan recogidas de alimentos, ropa y material escolar para colegios
de los barrios cercanos, y financian becas comedor. Aunque el puerto de
Valencia es el mayor del Mediterráneo, el distrito marítimo que lo
rodea es una de las zonas con mayor pobreza y exclusión social de la
ciudad. Allí abrirán este año un comedor social. “El puerto es como es,
pero intentamos mirar de verjas para afuera”.
El propio sindicato Coordinadora ya es
de por sí atípico. Sus cargos están en el censo de estibadores, no hay
liberados, y todo se decide en asamblea. Sorprende el énfasis en la
horizontalidad dentro de un espacio de trabajo frenético donde la
jornada laboral nunca termina. Una de sus últimas asambleas generales
sobre la negociación del decreto detuvo el puerto durante un par de
horas.
El sindicato tiene experiencia con los
decretazos. De hecho nació para coordinar la lucha a nivel nacional
contra los intentos del gobierno de UCD de hacer algo parecido a lo que
ahora pretende el gobierno del PP. Fueron años de mucha conflictividad
laboral hasta que se logró el primer convenio marco en el 88. En 1980
comenzó una huelga que se acabó alargando 18 meses, y cinco años más
tarde hubo otra de 8 meses. Hubo ocupaciones de barcos, paros y cierres
de puertos y colectivización de salarios. En Tenerife, las mujeres de
los estibadores entraron en el puerto a echar a los esquiroles, algunos
de los cuales acabaron dándose un baño.
Desde entonces y a través de
sucesivas mesas de negociaciones, el colectivo ha transitado de la
antigua OTP, organismo público estatal dependiente del Ministerio de
Trabajo, a las actuales Sagep, sociedades anónimas de capital
enteramente privado. Garantizando la formación de los trabajadores así
como su estabilidad, las Sagep proveen de mano de obra a las empresas
estibadoras, lo cual incomoda a algunas de estas, que parecen abogar más
bien por un regreso al corro de hombres mirando su dedo.
Pero la colaboración entre estibadores
es también un fenómeno global. En la huelga de 1980, los estibadores de
Liverpool retuvieron hasta pudrirse una carga española de tomates que
había sido estibada por esquiroles. Años después durante la huelga de
Liverpool, en la que 500 estibadores fueron despedidos y reemplazados a
través de ETT, los contenedores que de allí salían eran rechazados en
puertos desde Suecia a Canadá.
Y lo mismo con la huelga del 98 en el
puerto de Patrick, Australia. El IDC o Consejo Internacional de
Trabajadores Portuarios se fundó en Tenerife el año 2000 con la idea de
consolidar esa colaboración, y evitar competir a la baja por ver qué
puerto se precarizaba más y mejor. Esto es como ganarle a la
globalización en su propio juego. Hay que reconocer que los estibadores
tienen una gran ventaja frente a otros colectivos: a diferencia de una
fábrica, un puerto no puede cerrar e irse a otro sitio. Pero es evidente
que hay algo más en la estiba que simple pragmatismo.
Por eso los críticos tienen razón al
hablar del colectivo como algo impropio y extraño. Sólo que ese aire de
extrañeza tiene más que ver con la solidaridad que con los salarios.
Fuera de los puertos, lo que abunda es la sospecha. La sospecha, cuando
no el odio, ese algohabráhecho que siembra el telediario, que paraliza y hasta consuela mientras echan a la calle al vecino.
Porque la sospecha, como la solidaridad,
es cosa de iguales. El tertuliano, preocupado, pregunta al estibador
sobre la libre competencia. El hecho de que la principal concesionaria
de terminales portuarias españolas, J.P. Morgan Chase, fuera condenada a
pagar más de 550 millones de dólares por amañar el mercado de divisas y otros 337 millones
de euros por participar en un cartel de bancos que manipulaba el
Euribor, es decir, por alterar una y otra vez la libre competencia, eso
es algo que a nadie le quita el sueño.
Hoy la solidaridad suena tan extraña que
igual hay que explicarla como una lengua muerta. Solidarizarse no es
idolatrar, se puede ser crítico. Los propios estibadores son conscientes
de que tienen que acatar la sentencia. Solidarizarse es, sin embargo,
entender que por muy lejos que te pille el mar, o tienes barcos o eres
de los que descargan.
Durante la redacción de este artículo pude hablar
con otro portuario que durante años había trabajado con estibadores.
Tenía mil anécdotas sobre ellos, y era evidente que no tragaba a más de
uno. “Y sin embargo”, había visto cómo sus representantes sindicales
malvendían su convenio mientras en los mismos muelles los estibadores no
daban su brazo a torcer. Hablaba con admiración.
Uno de los lemas del IDC, probablemente inspirado en el himno del Liverpool, es We’ll Never Walk Alone Again, nunca volveremos a caminar solos. A todos nos conviene que ese plural no se acabe en la verja del puerto.
Juan M. Asins | Ctxt | 14/03/2017
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