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martes, 14 de marzo de 2017

Y qué hostias me importa el PIB


Es interesante, como casi siempre, lo que ha comentado el economista Michael Hudson en la última entrevista que le han hecho y que acabo de leer.


 Pero tengo la sensación de que si el objetivo es llegar a un lector que todavía bebe de las fuentes hegemónicas, lo mejor que se puede hacer es olvidar la argumentación compleja y las referencias a otros economistas.

Para decir que el neolenguaje económico ha pervertido la realidad, o mejor dicho, le ha dado la vuelta, lo más efectivo será seguramente utilizar ejemplos.

Ocurre, como bien comenta, por ejemplo, con el PIB de las naciones. Ese índice que se utiliza como bálsamo de Fierabrás del estado de la Economía, y que a efectos prácticos no dice absolutamente nada de la situación económica de los habitantes de un país, porque no está pensado para ello, pero sí se utiliza como si lo estuviera.

Seguro que es más sencillo entender el PIB si decimos que España la habitan dos personas, una es Amancio Ortega y la otra soy yo. El Producto Interior Bruto (producción total de bienes y servicios) ficticio de un año cualquiera es de 20.000 millones de euros. Como este indicador macroeconómico es el que sirve de base para calcular, entre otras muchas cosas, la renta per cápita, resultará que en esa España de dos habitantes la renta es de 10.000 millones por persona.

El problema de estos indicadores macroeconómicos es que no dicen que esa renta en realidad se compone de los 19.999.990.000 euros de Ortega, y mis 10.000 euros. Dicho de otra forma, mi ‘riqueza’ supondría el 0,00005% de la riqueza total, aunque la renta per cápita nos igualara en sus porcentajes.


El país iría muy bien, sus estadísticas serían magníficas… pero yo seguiría siendo pobre. En la realidad de esta España de 46 millones de habitantes ocurre lo mismo. Que una cosa es España y otra los españoles. Así que mejor sería, ahora que tanto importan los significantes, que para hablar de la economía de la sociedad se utilizara, por ejemplo, el Índice de Gini. Ese indicador de la desigualdad que en 2104 nos situaba entre Albania y Sudán, y que en 2016 nos debe tener colocados entre Tanzania y Yemen, allá por la posición septuagésima.

Aunque habrá que buscar conceptos útiles para todo el lenguaje económico, porque no hay ‘crecimiento’ negativo: hay decrecimiento o pérdidas. No ‘colocamos deuda’ en el mercado: hipotecamos a la sociedad del país. No hay moderación salarial ni reformas estructurales: hay un “ahorremos con las capas subalternas y blindemos su estatus de marginalidad mayoritaria”.

Pero esto requiere mucho trabajo y mucha constancia, porque a un abducido es muy difícil convencerlo de que por más que permitamos acumular capital y poder a los super-ricos, ni se les va a resbalar el dinero, ni a él le va a ir mejor –sino todo lo contrario–. O que lo del libre mercado es solo un eslogan con tirón, e impracticable por definición, para empezar, pero no únicamente, porque impracticable sería incluso hacer tabla rasa para garantizar la igualdad de condiciones de salida, y que la única opción pacífica pasa por gravar adecuadamente los rendimientos de capital y patrimonio para poder librar de una vez del peso del mantenimiento económico del Estado a las miserables rentas de trabajo (incluso las más altas, por comparación con los rendimientos financieros).

En definitiva, que sí, que a mí qué hostias me importa el PIB, si cuanto mejor me lo pintan, peor me va. Y luego los curritos alienados dicen que el socialismo es repartir la pobreza. Pues hasta siendo mentira nos daríamos con un canto en los dientes, porque el capitalismo no llega ni a eso.




Pepito Grillo



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