El Parlamento exigirá al
Gobierno que saque del Valle de los Caídos los restos mortales del
dictador. Igualmente decidirá que se establezca el 11 de noviembre como
día de homenaje a las víctimas del franquismo y planteará, entre otras
medidas, la necesidad de que la Administración colabore en la
localización y exhumación de las fosas en que yacen más de 100.000
hombres y mujeres asesinados por la dictadura.
Si fuéramos vírgenes e
ingenuos y no tuviéramos memoria, hoy estaríamos celebrando por todo lo
alto las decisiones debatidas este martes por el Congreso de los
Diputados, para reactivar la Ley de Memoria Histórica, que a pesar de
las diferencias que existen entre los grupos de izquierda todo apunta
que se aprobarán este jueves.
Si lo fuéramos, no daríamos
importancia a la fecha en que se ha producido este debate: mayo de 2017.
Sí; nuestros políticos democráticos han tardado 41 años en decidir que
Franco, el sátrapa genocida, no puede estar enterrado con los honores de
un faraón; han tenido que pasar cuatro décadas para darse cuenta de que
las víctimas merecen salir de las cunetas en que siguen enterradas como
si fueran perros.
Si lo fuéramos, no
analizaríamos el porqué de la negativa del Partido Popular a apoyar esta
iniciativa. No nos preguntaríamos las razones por las que su portavoz
en el debate parlamentario buscó mil y una excusas, hasta llegar a
Stalin y a Venezuela, para oponerse a la propuesta. No nos rechinarían
los dientes al escuchar a Alicia Sánchez Camacho eludir la palabra
dictador y preferir referirse a él como “el señor Francisco Franco”. No
nos indignaría comprobar cómo la formación política que nos gobierna se
niega a liberarse de sus vínculos con el franquismo.
No nos
avergonzaríamos de que, con su voto y su discurso, el partido con más
apoyo popular en España reafirme su distancia con la derecha europea
representada por Angela Merkel y se sitúe a un paso de las tesis
revisionistas del Frente Nacional o de Alianza por Alemania. Apenas hay
diferencias entre quienes cuestionan la existencia de las cámaras de gas
y los que niegan el carácter totalitario y criminal del régimen
franquista. El discurso del PP suena igual que el de historiadores
condenados por su infame blanqueo del nazismo como David Irving.
Si lo fuéramos, no
recordaríamos que este tipo de decisiones suelen quedarse en un
llamativo titular y una bonita fotografía. Por poner solo un ejemplo de
esos fuegos artificiales que tanto gustan a nuestros políticos: hace ya
dos años que el Congreso de los Diputados aprobó por unanimidad
reconocer y homenajear a los 9.300 españoles y españolas que fueron
deportados a campos de concentración nazis. 24 meses después no se ha
cumplido este mandato; el Gobierno se ha declarado insumiso y la
oposición no ha ejercido su papel de recordarle, diariamente, su
repugnante incumplimiento.
Si lo fuéramos,
preferiríamos olvidar que Felipe González tuvo 15 años para desmantelar
los vestigios de la dictadura y no quiso hacerlo. Tres mayorías
absolutas consecutivas en las que no se atrevió a sacar al dictador de
su mausoleo ni a dar un entierro digno, entre otros, a sus compañeros
socialistas que habían muerto por defender la democracia republicana
frente al eje Franco-Hitler-Mussolini. El gran Felipe estaba en otras
cosas, sin duda importantes, y no le pareció relevante que como país,
realizáramos una revisión histórica rigurosa que habría acabado, de una
vez por todas, con la historiografía franquista que aún contamina los
libros de texto que estudian nuestros hijos.
Si lo fuéramos, ignoraríamos
que Zapatero permitió a la parte más conservadora de su partido
descafeinar su Ley de Memoria Histórica y olvidaríamos que tuvo siete
años para llevar a cabo las iniciativas que ahora plantea desde la
oposición. Si lo fuéramos, no nos vendría a la cabeza la casi lasciva
satisfacción que emanaba Mariano Rajoy al explicar orgulloso que su
Gobierno había asesinado y enterrado la Ley en otra cuneta, al dotarla
de un presupuesto anual de cero euros.
Para nuestra suerte o
nuestra desgracia no somos vírgenes, ingenuos ni desmemoriados. Vemos
cada día el letal fruto de la cobardía y los complejos con que los
políticos demócratas han abordado este tema durante los últimos cuarenta
años. Esa es la razón por la que hoy vivimos un auge del revisionismo
franquista. El negacionismo de nuestro Holocausto viaja a través de
Internet, contamina ondas de radio y televisión y alcanza las portadas
de los periódicos de papel. Basta con que unos supuestos historiadores
se quiten momentáneamente sus camisas azules y escriban un libro repleto
de falsedades y medias verdades para que el producto consiga calar en
la sociedad.
Así ocurrió recientemente con 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular
en el que Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa legitiman el golpe de
Estado franquista demostrando un supuesto pucherazo electoral de la
izquierda en las elecciones de febrero del 36. Sin cuestionarse
mínimamente el sesgo que ya habían demostrado los autores en obras
anteriores, ni contrastar sus conclusiones con otros historiadores de,
estos sí, reconocido rigor y prestigio, numerosos medios dieron por
buenas sus tesis y las reprodujeron como si de verdades absolutas se
tratara.
Dos meses después, tras analizar detalladamente la obra, el
catedrático de Historia de la Universidad Autónoma de Barcelona José
Luis Martín Ramos la ha desmontado punto por punto en Público.
Lamentablemente, su estudio no llegará a las portadas y los espacios
que, por mala fe o por pura ignorancia de los periodistas de turno, copó
el sesgado relato de Villa y Tardío.
No será la última vez que
ocurran cosas similares. La democracia acomplejada ha permitido que
varias generaciones de españoles crecieran en la ignorancia, cuando no
en la tergiversación franquista, de nuestra historia reciente. Nuestros
políticos socialistas, centristas y comunistas han tolerado que uno de
los lugares turísticos de la capital del Reino sea la tumba de un
criminal que secuestró nuestras libertades durante 40 años. Nuestro
régimen de libertades no ha querido evitar que se siga equiparando a
víctimas y a verdugos.
El terreno está abonado,
pues, para que el revisionismo franquista siga creciendo hasta el
infinito y más allá. Lo hará si no arrancamos de cuajo sus raíces.
Podríamos pensar que la iniciativa debatida este martes en el Congreso
de los Diputados es un paso decisivo para realizar esa poda sanadora con
unas tijeras de democracia, cultura y verdad. Podríamos pensarlo… si
fuéramos vírgenes e ingenuos y no tuviéramos memoria.
Carlos Hernández | El Diario | 09/05/2017
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