El día que el mundo supo que el ingrediente secreto de la Coca Cola era pis de gato callejero, la bolsa de Nueva York se llevó las manos a la cabeza para nada. Los periódicos de todo el mundo sacaron en sus portadas noticias sobre el tema.


 “El mayor fraude de la Historia”, decían algunos. “La industria alimenticia es una farsa”, aclamaban otros. “Carne de rata, panga radiactiva o pis de gato. Haz este test para chicas bellas y descubre de qué vas a morir”, tituló una revista para mujeres que viven el presente. Como es lógico, el tema tuvo un gran revuelo. 


El mundo occidental se encontraba ante una de las mayores decepciones desde que se descubrió que el zumo de naranja no pierde vitaminas si no te lo bebes enseguida. 


Se había tocado un pilar del día a día de miles de millones de ciudadanos, que bebían felices sus Coca Colas pensando que el ingrediente secreto debía ser algo así como sangre de unicornio, nubes del Tíbet o sudor de funcionario. Multitud de asociaciones de consumidores salieron a las calles a protestar ante tal ultraje. No podían permitir que una de las mayores empresas del globo les tomase el pelo de esa forma. 


Podían jugar con su diabetes, con su obesidad cada vez más alarmante e incluso con el cáncer más que probable que dan sus latas de metal, pero no con la ilusión de que la Coca Cola es uno de los símbolos de la felicidad del presente.


 ¿Quién se iba a creer ahora esos anuncios en los que niños ugandeses vestidos con harapos y con una mirada repleta de meningitis llevaban una lata de Coca Cola al chamán de su tribu y entonces comenzaba la época de lluvias en su poblado hecho de casas de adobe y mierda de vaca? Pues seguramente nadie.


Las dos primeras semanas después de destaparse el suceso la gente dejó de consumir Coca Cola de manera alarmante y la empresa empezó a temer por su colapso financiero. Los presidentes de las marcas de la competencia reían a carcajadas mientras acariciaban a sus mastines en sillones de cuero. 


“La tiranía de la Coca Cola ha muerto”, pensaban. Pero la cosa no fue tan bien como ellos creían. 


Después de que varios directivos de Coca Cola decidieran quitarse la vida en un acto de desesperación, ahogándose juntos en una bañera llena de azúcares añadidos, aromas químicos, agua con gas y meados de infinidad de gatos, el jefe de la empresa decidió dar un puñetazo sobre su mesa de baobab y cambiar el rumbo de la situación.


 Si habían superado lo de las inversiones ilegales en armamento iraní, el temilla ese de los vertidos en un cementerio de indios sioux y sobre todo ese embrollo de la señora Ha-Yong y su tontería de que la despidieron de su planta en Taiwán por estar embarazada de gemelos, cuando todo el mundo sabe que Taiwán es China y en China solo puedes tener un hijo o la burocracia comunista te corta un pulgar, podían superar esto del pis de gato.


 Y así fue. Tirando del cada vez más escaso talonario, el señor Coca Cola contrató al mejor equipo de publicistas habidos y por haber. Les prometió todo lo que pudieran desear, desde más yates y mansiones hasta la inmortalidad. Todo con tal de que revirtieran la situación, como bien hicieron.


Gracias a sus maravillosos estudios, doctorados y diplomas en universidades que pagaban a las empresas de encuestas para parecer las mejores del planeta, el equipo de publicistas logró en no mucho tiempo darle la vuelta a la idea que el mundo tenía del pis de gato callejero. 


En un par de meses convirtieron el meado felino en el nuevo alimento de moda. 


Se publicaron libros con las cien mejores recetas con pis de gato. Se crearon talleres en los que uno podía llevar a su mascota para obligarla a mear y después preparar maravillosas cupcakes y tartas de cumpleaños.


 “Té matcha, quinoa y pis de gato. La alimentación del siglo que viene”, tituló también alguna revista.


 Las mismas asociaciones que en su momento se quejaron contra el pis de gato en la Coca Cola ahora se transformaron en portales pro-animalistas que alababan el autoconsumo, el ecologismo y los vínculos emocionales entre amo y mascota que existían en el hecho de beberte el meado de la bola de pelo con la que compartes apartamento.


 En poco tiempo la sociedad había asimilado el pis de gato como también lo hizo con el efecto invernadero o al entender la Fórmula 1 como un deporte. 


Coca Cola volvió a forrarse y a alcanzar la cima de la pirámide empresarial, no solo vendiendo de nuevo su más famosa bebida sino con una ingeniosa línea de productos derivados de la micción felina, que presentó Lady Gaga y un negro albino en el descanso de la Superbowl de ese año. 


Todo volvió a la más absoluta normalidad. Coca Cola logró apropiarse el pis de gato como ya hizo con la Navidad o con el concepto de felicidad. Y a nosotros nos dio más o menos igual. ♦︎