Ante las próximas elecciones federales de este domingo 24 de septiembre, la política se ha convertido en una película de terror
Cuando andas por la calle en Berlín, es inquietante pensar
que una de cada diez personas con las que te cruzas ha votado a la
ultraderecha y te quiere fuera de su país. Mientras vuelves a casa en el
autobús, pasas el tiempo pensando quiénes de los que viajan contigo
serán votantes de la ultraderecha. La mitad de tu barrio, que es turco,
romaní, senegalés, polaco y ruso, queda descartada.
La otra mitad son
alemanes de clase trabajadora, que en Berlín dio un 28% de los votos al
partido nacionalista Alternativa para Alemania (Alternative für
Deutschland, AfD) en las pasadas elecciones locales. Los separas en dos
grupos: los que se sientan al lado de una mujer con hiyab, y los que
prefieren quedarse de pie. No es una categorización sistemática, pero te
sirve para darte cuenta de que nadie se sienta a tu lado si puede
evitarlo.
Esta sociología de andar por casa es la que no te permite
entrar tranquilo a un bar alemán. Desde que has llegado a Berlín, te
sientes mucho más cómodo en los restaurantes turcos, comiendo un kebab,
que en los tradicionales Kneipen alemanes. Esas tabernas de madera oscura, barrocas y kitsch al
mismo tiempo, con banderas de la selección alemana de fútbol y una
clientela familiar se te aparecen como fortalezas impenetrables
. Con una
gramola, cubremesas blancos de ganchillo y neones desgastados, estos
bares se levantan como el último reducto de la cultura alemana. La
uniformidad étnica que te encuentras en su interior te coloca en el
centro de silencios incómodos y miradas de reojo. Tus balbuceos en
alemán no ayudan a aligerar la atmósfera. Sales con tu café en la mano y
te prometes no volver.
De vuelta a casa, caminas bajo farolas que se visten de
todos los colores. La campaña electoral ha decorado tu barrio con lemas y
retratos para todos los gustos. Los ultraderechistas de Alternativa
para Alemania saben bien qué tipo de eslóganes controvertidos escoger
para que la gente hable de ellos.
Toda tu calle está llena de uno de sus
carteles, en los que una mujer alemana embarazada muestra su barriga a
los viandantes. “¿Nuevos alemanes?”, pregunta el cartel retóricamente,
refiriéndose a los inmigrantes, y se responde: “No, los hacemos
nosotros”. Este cartel expresa, de manera poco disimulada, el principio
nacionalsocialista de basar la ciudadanía en la raza.
Y aquí estás tú,
en 2017, emigrado a un país que vuelve a jugar peligrosamente con sus
traumas no resueltos.
Otra cosa que te preguntas en el autobús es qué pensarán
los votantes de la ultraderecha de ti. Al fin y al cabo, ya en dos
ocasiones el camarero de un restaurante te ha avisado de que la comida
que has pedido lleva cerdo: tener la barba negra y rizada hace que
encajes más fácilmente en el imaginario de lo árabe-musulmán que de lo
europeo, y esto te lleva a la pregunta ¿cuánto de vulnerables somos los
españoles ante la discriminación y la violencia xenófoba?
Recuerdas
haber leído que en los años treinta, en la frontera de Alemania con
Polonia, el lenguaje dejó claro dónde se situaba la diferencia racial:
los alemanes se referían al campesinado polaco como “negros”, mientras
que los polacos trataban a los alemanes de “blancos”. ¿Y nosotros?
¿Blancos o negros? Morenos, eso seguro.
Por si acaso, por la noche te
cruzas de acera cuando ves a un alemán con la cabeza afeitada. Nunca se
sabe.
Pero aquí el miedo funciona en ambas direcciones, porque
los alemanes también pasan sus ratos muertos en el autobús rumiando cuál
serán las intenciones de esos dos serbios que hablan demasiado alto o
qué llevará ese joven turco en la mochila.
La prensa y los partidos
nacionalistas no han hecho nada por acallar este miedo, al que han dado
alas. En 2017 Alemania ha reducido su desempleo, la media salarial ha
aumentado y se prevé un crecimiento económico del 1,5%, pero aun así los
miedos de los alemanes siguen aumentando
. Según un reciente estudio,
tres de cada cuatro alemanes piensan que las posibilidades de un ataque
terrorista van en aumento.
El hecho de que esta paranoia tenga un
nombre, “German Angst”, es indicativo de este vínculo histórico entre
Alemania y la manía persecutoria. Al menos ya sabes que no eres el único
asustado.
¿Recuerdas ese tipo de películas de terror en las que dos
urbanitas se van de vacaciones, su coche se estropea, y terminan
pernoctando en un pequeño pueblo cuyos habitantes guardan algún secreto y
donde nada es lo que parece? En estas películas los lugareños suelen
ser una comunidad blanca, cerrada en sí misma y con un miedo irracional a
lo desconocido.
Se trata del paradigma político de la xenofobia en
Alemania y es el tipo de terror que te viene a la mente cada vez que
cruzas un barrio residencial del extrarradio. The Wicker Man. El pueblo de los malditos. Y la más reciente, Get Out, donde el terror y la opresión racial van explícitamente de la mano.
Aquellos alemanes que, voten o no a la ultraderecha, no
pueden evitar asociar a los extranjeros con una potencial amenaza,
encajan con un tipo más tradicional de películas de terror, en las que
una comunidad honrada se enfrenta a una amenaza externa bajo la forma
del monstruo.
El vampiro que aterroriza campesinos, el trastornado que
acosa familias, o el engendro de la ciencia que pone en cuestión la vida
biológica como tal; en estas películas, las más extendidas en el cine
alemán, se cierra filas en torno a una comunidad y se delimita un afuera
que pone en peligro su existencia.
Esto explica que cuando tú cruzas de
acera de noche ante el peligro latente de un posible ultraderechista,
ese padre de familia que vuelve del trabajo suspire aliviado. Tú huyes
del campesino endogámico y él se santigua ante la presencia de
Nosferatu.
Que tu percepción y la suya son objetos políticos
maleables es algo que saben bien en Alternativa para Alemania. Uno de
sus candidatos, Georg Pazderski, se las dio de Goebbels en un debate en
el que explicó la clave de su acción política: “La percepción es la
realidad”.
Como bien demuestran las películas de terror, no hay nada
mejor para amplificar las percepciones que un pasillo oscuro y unas
sombras bien situadas. El populismo nacionalista sabe jugar a este juego
mejor que ningún otro actor político, y por eso están ganando terreno.
La ultraderecha alemana empezó los años noventa asesinando
inmigrantes, pero se ha dado cuenta de que su éxito depende
precisamente de lo contrario: tienen que hacer creer a los alemanes que
van a ser asesinados, ya sea literalmente mediante atentados o
simbólicamente, con la suplantación de su cultura por un sucedáneo
musulmán como consecuencia de la inmigración.
El antiguo discurso de las
razas, tan denostado en nuestro tiempo, se ha reformado como un
discurso sobre las culturas, y el miedo vuelve a ser un arma política.
Al fantasma que recorría Europa se le ha sumado el resto
del elenco propio del cine de terror. El siglo veinte nos dejó un rastro
de sangre y el veintiuno, un pasillo mal iluminado. Hay monstruos
marinos devorando barcos en el Mediterráneo y cuerpos polvorientos que
se agolpan tras la alambrada.
Tú, sin embargo, estás tranquilo en tu
casa viendo una de estas películas. En un momento decisivo para el giro
argumental, cuando esa joven pareja discute sobre si deberían parar en
un pequeño pueblo a pasar la noche, deciden hacerlo. Son recibidos con
los brazos abiertos, hasta que empiezan a notar algo extraño.
Entre
sospechas y señales, llega el momento del clímax, después la
persecución, la violencia y, finalmente, la muerte. Aun así, terminas la
película sin alterarte demasiado. Sabes que podría ser mucho peor.
Esa
comunidad cerrada que desconfía del extranjero hasta el delirio podría,
por ejemplo, entrar en el Parlamento alemán. Eso sí que sería
terrorífico.
Daniel Punzón es redactor en Revista Desbandada, revista de periodismo crítico desde Berlín en español.
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