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lunes, 19 de febrero de 2018

La verdadera historia de la Gripe del 18


Guerra y Gripe

Guerra y gripe

Antes de que despertara la mañana del lunes 11 de noviembre de 1918, en el vagón de un tren detenido en las proximidades de Compiégne el responsable de la delegación del Gobierno alemán, Mathias Erzberger, hacía la simbólica entrega de armas a los responsables de los ejércitos aliados; al mismo tiempo, aceptaba las duras condiciones del armisticio y firmaba un tratado de alto el fuego que tendría validez hasta la firma del Tratado de Versalles en junio del año siguiente.


Se ponía así fin a la Primera Guerra Mundial, una guerra que había sumido a toda Europa en la miseria y la desolación y provocado a lo largo de cuatro años más de ocho millones de muertos.


Para entonces las víctimas del conflicto bélico habían sido superadas ampliamente en tan sólo unos pocos meses por la terrible y singular pandemia de gripe que recorrió el mundo entero más veloz que la pólvora quemada en los campos de batalla. El impacto fue terrible por su impresionante tributo de víctimas.


Se considera que ningún otro acontecimiento histórico ha provocado tantas muertes en un período de tiempo tan corto: veinte millones según los cálculos más prudentes y cincuenta millones de acuerdo con las estimaciones más pesimistas.


 La pandemia tuvo características singulares tanto por su extremada virulencia como por su distinto comportamiento en relación a los diferentes grupos de población: atacó más a las personas jóvenes, entre 20 y 40 años, que a los tradicionales grupos de riesgo: niños y personas mayores.


De alguna manera, la gripe se comportó como la guerra, eligiendo a sus víctimas entre la población más activa, aunque sin distinción de sexos.


La gripe del 18 fue el fatal colofón de la Primera Guerra Mundial. Si el inicio del fin de la guerra hay que buscarlo en la decisión de Estados Unidos de entrar en el conflicto a favor del bando aliado a partir de abril de 1917 (a finales de junio de ese mismo año ya habían llegado a Francia los primeros contingentes de tropas americanas), el comienzo de la epidemia de gripe también hay que buscarlo un año después en la propia Norteamérica.


En efecto, todo comenzó en la primera semana de marzo de 1918. Los primeros casos se detectaron en un campamento del ejército americano situado en Kansas y desde el Medio Oeste la gripe se extendió rápidamente hacia la costa este favorecida por el continuo movimiento de tropas.


Unas semanas después se comprobaría la brusca elevación de la mortalidad en un buen número de grandes ciudades, a finales de mes el agente patógeno -sin “pasaporte” conocido hasta entonces- estaba dispuesto para embarcarse rumbo a Europa, y a primeros de abril ya se habían registrado los primeros casos en los acuartelamientos de Burdeos y Brest, dos de los principales puertos de desembarco de tropas americanas en Europa.


Para W. T. Vaughan, sin duda, la gripe fue llevada a Francia por esa gran masa de hombres que viajaban al país desde los Estados Unidos (conviene recordar que entre marzo y septiembre de 1918 desembarcaron en Europa más de un millón de soldados norteamericanos).


Pronto comenzaron a aparecer también los primeros casos de gripe entre los soldados franceses e ingleses y, a lo largo del mes de abril, la epidemia se extendió por Francia e Italia, al tiempo que en tierras americanas alcanzaba tanto la costa atlántica como la del Pacífico.


En mayo, la onda expansiva penetraba en España, Portugal, Grecia y Albania y, a partir de junio, estaba ya no sólo en toda la Europa mediterránea, sino también en otras regiones del mundo tan distantes entre sí como la Península escandinava, el Caribe, Brasil, China y algunos países norteafricanos.


Paulatinamente, durante el verano, la epidemia de gripe fue desapareciendo de todo el mundo, excepto de las zonas más australes, a las que había llegado con cierto retraso. Esta primera oleada fue relativamente benigna y no tuvo grandes consecuencias demográficas y sociales.


Su mayor interés radica en que fue el preludio de la gran epidemia de otoño, que ha sido considerada como “la peor plaga de la historia” (F. Macfarlane Burnet y D. O. White).


A finales del mes de agosto apareció de forma explosiva y simultáneamente en muchos puntos del planeta una nueva oleada epidémica, caracterizada por su gran poder de contagio y letalidad, que tuvo sus principales focos difusores en Brest (Francia), Boston (EE.UU) y Freetown (Sierra Leona).


 A finales de septiembre, la gripe había invadido toda Europa desde el foco originario de Brest, todo el territorio americano desde Boston y el Continente africano y toda Asia desde Freetown.


En octubre, los muertos se contaban por millones en todos los continentes, excepto Oceanía –la llegada de esta nueva ola también se retrasaría un poco– y, a mediados de noviembre, la pandemia se encontraba visitando Alaska y causando en algunas poblaciones esquimales una mortalidad superior al 90%.


En lo que restaba del otoño la gripe impregnó de un humo más negro que el de la metralla de la guerra hasta el último confín de la Tierra. Afortunadamente, poco antes de iniciarse el invierno, la gripe se fue retirando con gran rapidez de las zonas afectadas, como si quisiera dar una tregua ante la proximidad de las fiestas navideñas.


Los efectos de esta segunda ola pandémica fueron devastadores, ya que tuvo una extraordinaria gravedad, sobre todo en las últimas semanas de octubre, afectó a un gran sector de la población y provocó una tasa de mortalidad del 6-8%, especialmente entre los adultos jóvenes, la población más activa desde el punto de vista laboral.


 El historiador A. W. Crosby, en su obra Epidemia y Paz 1918, ha dejado constancia de la situación dantesca vivida por algunas de las más importantes ciudades durante esta segunda invasión gripal.


La tercera oleada se presentó en febrero-marzo y duró hasta mediados de mayo de 1919. Tuvo el mismo “espíritu maligno” que la anterior, con una alta morbilidad y un elevado porcentaje de complicaciones que con frecuencia causaban la muerte de los afectados.


Sin embargo, fue más corta en el tiempo y tanto su presentación como su declive fueron más lentos; por tanto, no revistió un carácter tan universal y provocó un número de víctimas mucho más reducido, aunque nada desdeñable, siendo ahora también los jóvenes el segmento de población más afectado por la virulencia de la enfermedad.


En general, atacó más a las zonas menos afectadas por las dos oleadas anteriores.


Aún hubo un cuarto brote epidémico durante el invierno de 1920, pero de menor gravedad, incidencia y número de complicaciones; además, su patrón de comportamiento fue algo diferente castigando preferentemente a los niños más pequeños.


La gripe siguió circulando entre la población humana en los años siguientes, alternando brotes epidémicos de mayor o menor importancia en zonas más o menos extensas del mundo.


En conjunto se estima que la gripe de 1918-1919 afectó a más de la mitad de la población mundial y tuvo una tasa de mortalidad del 3% al menos, lo que supone más de veinte millones de personas fallecidas en apenas un año; de ahí que haya sido calificada como “el más grande conflicto epidémico que ha sufrido el mundo en todos los tiempos”.


 José González Núñez



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