Si le contáramos a un marciano con dos dedos de frente de qué va esto de ser rider, lo primero que haría sería consultar su base de datos.
En Barcelona, y también en Madrid, cada vez hay más
riders (jinetes, en inglés). Así se conoce a los jóvenes en bicicleta
–son sobre todo hombres– que llevan los pedidos de comida a domicilio
cuando al cliente le entra hambre, pereza de cocinar o ambas cosas. Haga
sol, llueva o nieve, se pegan la paliza para hacer la entrega a tiempo,
no sea que ustedes, yo o el vecino del 2.º nos quejemos a la empresa y
esta deje de pasarles trabajo.
Se trata de uno de los empleos de la economía
colaborativa, un negocio emergente que se basa exclusivamente en
conectar oferta y demanda (y cobrar una comisión por eso) a través de
nuevas plataformas digitales. El concepto suena muy bien pero, como
ocurre con otra odiosa palabra, emprendimiento, nadie entiende qué
significa.
Si le contáramos a un marciano con dos dedos de frente de
qué va esto de ser rider, lo primero que haría sería consultar su base
de datos. De más antiguo a menos, al alienígena le aparecerían diversas
entradas: el sistema agrario, la revolución industrial, los sindicatos…
Luego los contratos, la regulación del trabajo, el seguro de enfermedad,
la pensión de jubilación, el seguro del paro.
La búsqueda se vería
interrumpida al llegar al epígrafe “Estado de bienestar”. Entonces el
marciano, ansioso por saber, emitiría sonidos identificables con la
palabra riders y el sistema se los devolvería en forma de pregunta:
¿Derechos laborales?
No sabríamos cómo explicarle al extraterrestre que estas
personas, que no van en bici ni por placer ni por ecologismo, viven de
la necesidad de la gente de nuestro tiempo, del mercado de nuestro
tiempo y de las políticas económicas de nuestro tiempo. Y nuestro tiempo
es así de salvaje.
Diríamos más. Que los riders trabajan 65 horas a la
semana por 800 euros al mes. Que sin las ataduras de un contrato, cuanto
más corren, más ganan. Que tienen que darse de alta como autónomos,
aunque en su mayoría cotizan el mínimo por contingencias profesionales,
así que la ayuda que reciben es mísera. Entre el dilema de cotizar más o
tener un seguro, está claro.
Se juegan el tipo cada noche. Si pagan 300
y pico euros de cuota cada mes y cobran 800, les quedan 500. Además, el
vehículo tienen que ponerlo ellos. Dicen que en Madrid, y no parece
raro, los hay que recurren a tretas como pillar una bici del BiciMAD o
ir en metro.
“Es tan jodido como parece”, escribía esta semana en
Twitter un empleado de Glovo junto a la fotografía de un colega suyo la
noche del lunes en Barcelona. No llovía, no, diluviaba, y allí estaba el
rider de la foto: subido a la bici, calado hasta los huesos y con el
pedido por entregar en la mochila.
Esa tarde nevó en el Tibidabo.
Decidí no enseñarle esa foto al marciano, no fuera que la
introdujera en su base de datos, con la entrada “siglo XXI” y con el
siguiente apunte: “En España se ha vuelto a la esclavitud y los humanos
no se han dado ni cuenta”.
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