Un perspicaz economista mostraba recientemente su asombro al comprobar los enormes paralelismos de la Europa actual con la del siglo XVI. Al norte, la luterana Alemania exigiendo disciplina y austeridad frente a la indolente iglesia católica; al sur, los países latinos en busca de indulgencia y bula; al este, el imperio otomano (ahora sería China) en pleno apogeo económico, y, al oeste, la anglicana Inglaterra no queriendo saber nada ni de protestantes ni de católicos ni de otomanos. En medio, Francia, mitad católica (sí a los planes de crecimiento) y mitad protestante (sí al Pacto Fiscal con Alemania).
La descripción, sin duda, se ajusta a la realidad, y sorprende por el hecho de que los estereotipos sobre Europa continúan funcionando cuatro siglos después. El paralelismo demuestra una vez más que las identidades culturales y las conductas sociales son más resistentes al cambio que los procesos políticos, lo que justifica el fracaso de determinadas recetas económicas. Y, en este sentido, la cultura de la austeridad (que no tiene nada que ver con el recorte del Estado de bienestar) va mucho más allá que la mera aprobación de leyes de estabilidad. Tiene que ver con una forma de hacer política. Y ese no es, precisamente, el caso español, donde el oportunismo es la regla general.
Rajoy tenía la posibilidad de contribuir a cambiar las cosas tejiendo una nueva cultura política. Precisamente, para liquidar esa imagen estereotipada de un sur ocioso frente a un norte trabajador y diligente. No lo ha hecho. Su más que evidente alejamiento de Merkel y del núcleo duro del euro puede dar resultado a corto plazo, pero en el fondo refleja una enorme miopía política.
Cuestionar la independencia del Banco Central Europeo monetizando el déficit (como ha hecho Montoro) o exigir que los créditos a la banca se hagan directamente a las entidades sin pasar por los Estados es, simplemente, caer en viejos vicios de la política. Como reclamar eurobonos cuando no hay una verdadera unión fiscal. El BCE nunca podrá ser como la Reserva Federal porque responde a distintas tipologías de naciones. En EEUU, el ajuste -las disfuncionalidades entre oferta y demanda- se hace a través de la movilidad laboral, pero en Europa eso no es posible: simplemente por razones de heterogeneidad cultural. Y, por eso, la disciplina fiscal tiene que ser más severa en la UE que en EEUU para no llevarse por delante el euro.
Aventurerismo político
El presidente del Gobierno, con buen criterio, construyó en tiempos de la oposición su política exterior en torno a la Alemania de Merkel. Fue, sin duda, una buena estrategia a la que debe en parte su victoria electoral. El rigor frente al aventurerismo político de Zapatero.
El gran error del anterior presidente del Gobierno fue sacar a España de la gran política de alianzas en Europa, y cuando quiso acercarse a Merkel -en una reunión de cuatro horas en Berlín al final de su mandato parcamente aireada- era ya demasiado tarde. España se había quedado fuera del centro de toma de decisiones, y eso explica que tanto el Pacto Fiscal como el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), que entrará en vigor en julio, se hicieran a espaldas de España.
El resultado de tan disparatada política exterior es que ahora la capacidad de influencia de España es nula. Pero una cosa es querer influir para que las normas se apliquen con mayor flexibilidad y otra muy distinta ir contra la esencia de la cultura del rigor. Y cuando De Guindos propone que se recapitalice directamente a la banca, se equivoca porque olvida conscientemente que son los Estados los únicos garantes de que se cumpla la condicionalidad que exige necesariamente el préstamo.
Como ha señalado Merkel, es el Reino de España quien debe responder ante los contribuyentes europeos. Esos mismos ciudadanos que van a prestar hasta 100.000 millones de euros en el marco de un proceso de socialización de los riesgos. Entre otras cosas, porque la política de supervisión bancaria continúa descansando en los Estados. Y la UE no puede enviar inspectores a un país miembro si no es con el consentimiento de los Estados nacionales, sobre cuyos ciudadanos recae la soberanía.
Cesión de soberanía
Europa, guste o no, está construida sobre los gobiernos, y es simple oportunismo político hablar de unión fiscal sin tejer, al mismo tiempo, una nueva arquitectura institucional para hacer verdaderamente democrático ese proceso de cesión de soberanía. Sin duda necesario.
Pero no cabe hablar de ‘más Europa’, como reclama machaconamente Rajoy, si no se avanza en paralelo en la unión política. Lo contrario sería antidemocrático. En una unión de países democráticos, nadie puede obligar a países soberanos a aceptar sin rechistar planes de ajuste que sus ciudadanos no quieren. Y no basta con elecciones nacionales que al cabo del tiempo se convierte en farfolla política. Cuando el presidente del Gobierno dice que hará "todo lo que sea necesario" para sacar al país de la crisis aunque vaya contra el programa electoral del PP, lo que está haciendo, en realidad, es un acto antidemocrático, y de ahí que sean necesarios mecanismos de consulta que legitimen la toma de decisiones. Como, por cierto, se ha hecho recientemente en Irlanda a propósito del Pacto Fiscal.
Hablar de democracia en tiempos de recesión no es, en absoluto, un asunto baladí ni fácil palabrería. Es, en realidad, el fondo del problema. Detrás de la manida prima de riesgo lo que hay es riesgo soberano. Es decir, que los inversores internacionales, continúan evaluando a los países no por su pertenencia a la Unión Europea (de lo contrario se estaría ante una unión monetaria óptima), sino por su capacidad de devolver los préstamos. Y ocurre que al seguir descansando la soberanía nacional en los Estados miembros, siempre habrá un riesgo cierto (recuerdan a Argentina o México) de que los ciudadanos de esos países decidan libremente no hacer frente a sus deudas. Por eso, en última instancia, crecen los diferenciales con Alemania. Porque la soberanía continúa descansando en cada país.
Y no hay mejor manera de ahuyentar esa enorme aversión al riesgo que cediendo independencia nacional, pero no a costa de la democracia.
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Carlos Sánchez
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