El decimosexto día de los cuarenta días, y las cuarenta noches, previstos de travesía, Dios quiso que cesara la lluvia y la lluvia cesó; al menos lo justo para permitir que Mariano Noé saliera a la cubierta del arca que había construido.
Mariano Noé encendió un cigarrillo y comenzó a fumar, pensativo y añorando de tiempos pasados mientras se asomaba para contemplar el agua desde la zona convexa de proa, cuando de pronto se le acercó su ahijada Andrea, la hija de su amigo Carlos, el mismo hombre que antes de morir le había regalado a Mariano Noé las gafas de sol que en ese momento llevaba puestas para protegerse del astro rey, ya que Dios había permitido que el sol se asomara a través de las nubes, al menos durante unos minutos, para solaz de su elegido mientras fumaba la en la mañana del decimosexto día travesía.
- Precisamente contigo quería hablar, Andrea –dijo Mariano Noé al notar la presencia de la muchacha.
- Vos diréis padre mío –respondió la ella con un puntito de descaro heredado de su padre biológico y que siempre irritaba a Mariano Noé.
- He revisado la sección de mamíferos del bosque y no he encontrado la pareja de gacelas que te encomendé que trajeras. ¿A caso se te olvidó cumplir mi orden, Andrea? –dijo Mariano Noé en un tono que intencionadamente era mitad enérgico y mitad condescendiente.
- Así es padre. Como siempre, vos tenéis razón. Lo olvidé, pero quiero decoros que en el fondo me alegro, pues nunca me agradaron las gacelas
- ¿Que haremos entonces sin esos dos animales muchacha? ¿Como procrearemos gacelas sin una pareja de macho y hembra?
- ¿Debo responder con sinceridad, padre? –dijo Andrea con un mohín desafiante.
- Con total sinceridad, Andrea –respondió Mariano Noé asintiendo con solemnidad- ¿Que va pasará en el futuro con las gacelas?
- Pues, si he de ser sincera,… mi respuesta es…: ¡Que se jodan!
- Andreeeea -bramó Mariano Noé - ¿Acaso ignoras que Él te está escuchando?
¿No te enseñaron de pequeña que Él lo oye todo?
- Pues, que se joda también Él –dijo la chica con desaforado descaro rayando en la provocación.
De pronto, resonó un estruendo terrorífico y cayó del cielo agua y piedra al tiempo que el sol desaparecía como por arte de magia. El día se hizo noche y desde lo alto se escuchó una voz clara y potente que más que proclamar su autoridad producía pavor a todo aquél que la escuchaba, ya fuera hombre o animal. Tanto fue a sí que las bestias del arca se alborotaron, desde el mamut macho al gorrión hembra y hasta la hacendosa hormigas. Tanta fue la confusión dentro del arca que la nave zozobró y casi fue a la deriva.
- ¿Qué es lo que has dicho, Andrea? –atronó la voz de Dios.
Temblando, la muchacha se percató de que había provocado al Creador, y por miedo a perder los privilegios de poder terrenal que le habían sido prometidos por intercesión de su tutor Mariano Noé, Andrea rectificó de inmediato diciendo:
- No he querido ofenderos, poderoso Señor, Creador de los cielos y de la tierra.
- ¿Y porqué has dicho lo que has dicho, deslenguada? –dijo Dios al tiempo que lanzaba dos rayos con gran puntería a ambos lados del arca.
- Cu… cuando he dicho ¡Que se jodan!, no me refería a usted, Señor, ni tampoco a las gacelas.
- ¿A quien entonces Andrea?
- ¡A los socialistas señor, a los socialistas!
- Claro, ¿A quien si no? – dijo Dios como cayendo en la cuenta de algo obvio que se le había pasado por alto
- Anda –de pronto, el tono del Creador sonó benevolente- Entrad los dos en el arca que ya estáis hechos una sopa. Y tú, Mariano Noé, quítate esas gafas oscuras que pareces un mafioso.
Dios dejó de hablar y lo hizo de golpe, al mismo tiempo que Mariano Noé y Andrea obedecían y regresaban a la zona de camarotes a través de la escotilla central de babor.
Apenas entraron en el barco, el Creador se despidió tal y como le gustaba hacerlo cuando quería hacer exhibiciones de sus poderes (en el fondo, Dios era como un niño, y mucho más conforme iba haciéndose mayor) y lanzó un muevo un rayo, que esta vez simultáneo con un brutal y sádico trueno que ensordeció a los tripulantes del arca, de tal modo que hombres y animales dejaron de oír y no fue hasta el vigésimo día de navegación que recuperaron la audición, justo cuando faltaban veinte días para el fin de su larga travesía.
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