Conflictos mundiales * Blog La cordura emprende la batalla


jueves, 11 de abril de 2013

IGNACIO ELLACURÍA, TEÓLOGO DE LA LIBERACIÓN ASESINADO POR EL EJÉRCITO SALVADOREÑO

IGNACIO ELLACURÍA, TEÓLOGO DE LA LIBERACIÓN ASESINADO POR EL EJÉRCITO SALVADOREÑO 

Ignacio Ellacuría (Portugalete, Vizcaya, 1930 – San Salvador, El Salvador, 1989) es el nombre de varios centros educativos de nuestro país, pero la mayoría de sus estudiantes ignoran todo sobre él. En los años ochenta, la guerra sucia en América Central alcanzó unos niveles inauditos de crueldad, superando los crímenes de las dictaduras del Cono Sur. En El Salvador, el batallón Atlacatl, entrenado por consejeros militares norteamericanos, exterminó en diciembre de 1981 a los pobladores de El Mozote, sin discriminar entre hombres y mujeres, niños o ancianos. En 1989, un pelotón de Atlacatl asesinaría a Elba Ramos y su hija Celina, de quince años, junto a seis jesuitas de la Universidad Centroamericana de San Salvador. Seis jesuitas identificados con la “teología de la liberación”, que entiende el cristianismo como opción preferencial por los pobres. Reprobados por Roma y acusados de marxistas, los jesuitas habían trabajado activamente a favor de la paz y la justicia social. Entre las víctimas se hallaba Ignacio Ellacuría, pero sería incoherente mencionarle en primer lugar, ignorando el infortunio de Elba y Celina, asesinadas por la fatalidad de trabajar en el campus universitario. También jesuita, Jon Sobrino se libró de la muerte por hallarse en Tailandia, sustituyendo al teólogo brasileño Leonardo Boff. Sobrino siempre ha reservado un lugar principal para Elba y Celina. Al evocar ese trágico día, enfatiza que sus compañeros sabían el riesgo al que se exponían, pero Elba y Celina encarnaban una vez más la indefensión de los pobres. Sus nombres representan a las víctimas anónimas que transitan inadvertidas por los márgenes de la historia. Son el rostro de una humanidad sin rostro, humillada y ultrajada, despreciada y olvidada por los países desarrollados, cada vez más despreocupados por su suerte.
Ignacio Ellacuría ingresó en los jesuitas en 1947. Licenciado en Filosofía y Teología, estudió en Innsbruck (Austria) con Karl Rahner y realizó su tesis doctoral bajo la dirección de Xavier Zubiri, convirtiéndose en su heredero intelectual. Su afinidad con el padre Arrupe, general de los jesuitas, le ayudó a comprender muy pronto la tragedia de El Salvador. Profesor y más tarde rector de la UCA, publica en la revista de Estudios Centro Americanos “A sus órdenes, mi capital”, acusando a la oligarquía terrateniente de boicotear las iniciativas para realizar una reforma agraria. El artículo despertó la indignación de la derecha salvadoreña, que comenzó una campaña de amenazas y atentados contra la UCA, acusada de ofrecer sus instalaciones a la subversión marxista. Pese a sus grandes cualidades intelectuales, Ellacuría ya había mostrado mayor preocupación por lo social que por lo académico. Esa vocación adquiriría un giro dramático con el asesinato del sacerdote Rutilio Grande, el 12 de marzo de 1977. Amigo personal de Óscar Romero, Rutilio había participado en la organización de las Comunidades Eclesiales de Base y, ante la represión financiada por los terratenientes contra la población indígena, había manifestado en un célebre sermón que “muy pronto la Biblia y el Evangelio no podrán cruzar las fronteras [de El Salvador]. Sólo nos llegarán las cubiertas, porque todas las páginas son subversivas. Si Jesús intentara cruzar la frontera, le acusarían de agitador, forastero, judío y lo volverían a crucificar”. A las pocas semanas, Rutilio Grande sería asesinado. 
Ignacio Ellacuría compartía la convicción del teólogo protestante Jürgen Moltmann sobre la necesaria convergencia de socialismo y cristianismo en un marco democrático. No parece casual que un ejemplar del Dios crucificado, obra fundamental de Moltmann, apareciera salpicado de sangre en el escenario del asesinato de los jesuitas de la UCA. Jon Sobrino recuerda que Ellacuría, parco y austero, describió en más de una ocasión a Jesús de Nazaret como “un gran hombre”. Frente a la nostalgia del nacional catolicismo, Ellacuría representa otro concepto del legado cristiano, injustamente despreciado por el conservadurismo romano. Nadie mejor que Sobrino para explicar el cristianismo renovado de Ellacuría. En las cartas que le escribió después de su asesinato, menciona su propósito de humanizar la historia, de buscar la justicia en el presente y no en el más allá, de mantener vivo el espíritu utópico, de recordar el nombre de las víctimas sin nombre, abocadas al olvido por haber crecido y muerto en la pobreza. Apenas hay museos ni monumentos para honrar su memoria. Son la letra pequeña de la Historia, que casi les escatima la condición humana. La utopía de Ellacuría se llamaba “cultura de la pobreza”. La cultura de la pobreza rechaza la acumulación de capital, de bienes superfluos, de objetos innecesarios, sin reparar en que a la mayor parte de la humanidad le falta precisamente lo esencial: agua potable, comida, infraestructuras, sanidad, educación. La cultura de la pobreza se rebela contra las necesidades artificiales surgidas de una economía de consumo, donde el ser humano sólo es una variable con un valor relativo. Escribe Ellacuría: “Se desprecian otros modelos culturales menos desarrollados en algunos aspectos, pero sin duda más plenamente humanos”. Y Jon Sobrino añade: “Fuera de los pobres no hay salvación”. Los pobres no son un lastre, sino la reserva de esperanza de la humanidad. La sangre derramada en El Salvador -antes durante la guerra civil, ahora en las luchas entre maras, pandillas callejeras organizadas como clanes- no es sangre inútil, sino la prehistoria del género humano en su avance hacia un porvenir menos injusto. Sin la perspectiva utópica y de progreso, carece de sentido la acción política. Los asesinos no pueden tener la última palabra. 
Los pueblos crucificados muestran el verdadero rostro de un mundo acostumbrado a 24.000 muertos diarios por desnutrición. Ése es el rostro que hizo visible la muerte de Ellacuría, cura vasco, intelectual brillante, aficionado al fútbol y el juego de frontón, hombre reservado, reacio a los sentimentalismos, más preocupado por el sufrimiento que por el pecado, entregado a la causa de que las víctimas se hagan visibles y adquieran una voz que nos dignifique a todos, partidario de humanizar la historia con la esperanza, “la esperanza contra toda esperanza”. Al igual que Sobrino y Leonardo Boff, Ellacuría consideraba una “obscenidad metafísica” que la mitad de la riqueza del planeta se hallara concentrada en dos centenares de personas. Sin ninguna clase de fascinación morbosa por el martirio, Ellacuría sabía que la muerte le acechaba en una época en que la derecha latinoamericana lanzó el lema: “haga patria, mate a un cura”. Es imposible saber qué pasó por su cabeza mientras permanecía en el suelo esperando las balas, pero no es improbable que recordara las palabras de Óscar Romero: “Me alegro, hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida, precisamente por su opción preferencial por los pobres y por tratar de encarnarse en el interés de los pobres... Sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo”.

Rafael Narbona
IGNACIO ELLACURÍA, TEÓLOGO DE LA LIBERACIÓN ASESINADO POR EL EJÉRCITO SALVADOREÑO

Ignacio Ellacuría (Portugalete, Vizcaya, 1930 – San Salvador, El Salvador, 1989) es el nombre de varios centros educativos de nuestro país, pero la mayoría de sus estudiantes ignoran todo sobre él.
 
 
En los años ochenta, la guerra sucia en América Central alcanzó unos niveles inauditos de crueldad, superando los crímenes de las dictaduras del Cono Sur. En El Salvador, el batallón Atlacatl, entrenado por consejeros militares norteamericanos, exterminó en diciembre de 1981 a los pobladores de El Mozote, sin discriminar entre hombres y mujeres, niños o ancianos. En 1989, un pelotón de Atlacatl asesinaría a Elba Ramos y su hija Celina, de quince años, junto a seis jesuitas de la Universidad Centroamericana de San Salvador. Seis jesuitas identificados con la “teología de la liberación”, que entiende el cristianismo como opción preferencial por los pobres.
 
 
 Reprobados por Roma y acusados de marxistas, los jesuitas habían trabajado activamente a favor de la paz y la justicia social. Entre las víctimas se hallaba Ignacio Ellacuría, pero sería incoherente mencionarle en primer lugar, ignorando el infortunio de Elba y Celina, asesinadas por la fatalidad de trabajar en el campus universitario. También jesuita, Jon Sobrino se libró de la muerte por hallarse en Tailandia, sustituyendo al teólogo brasileño Leonardo Boff. Sobrino siempre ha reservado un lugar principal para Elba y Celina. Al evocar ese trágico día, enfatiza que sus compañeros sabían el riesgo al que se exponían, pero Elba y Celina encarnaban una vez más la indefensión de los pobres. Sus nombres representan a las víctimas anónimas que transitan inadvertidas por los márgenes de la historia.
 
 
Son el rostro de una humanidad sin rostro, humillada y ultrajada, despreciada y olvidada por los países desarrollados, cada vez más despreocupados por su suerte.



Ignacio Ellacuría ingresó en los jesuitas en 1947. Licenciado en Filosofía y Teología, estudió en Innsbruck (Austria) con Karl Rahner y realizó su tesis doctoral bajo la dirección de Xavier Zubiri, convirtiéndose en su heredero intelectual. Su afinidad con el padre Arrupe, general de los jesuitas, le ayudó a comprender muy pronto la tragedia de El Salvador. Profesor y más tarde rector de la UCA, publica en la revista de Estudios Centro Americanos “A sus órdenes, mi capital”, acusando a la oligarquía terrateniente de boicotear las iniciativas para realizar una reforma agraria. El artículo despertó la indignación de la derecha salvadoreña, que comenzó una campaña de amenazas y atentados contra la UCA, acusada de ofrecer sus instalaciones a la subversión marxista.
 
 
 Pese a sus grandes cualidades intelectuales, Ellacuría ya había mostrado mayor preocupación por lo social que por lo académico. Esa vocación adquiriría un giro dramático con el asesinato del sacerdote Rutilio Grande, el 12 de marzo de 1977. Amigo personal de Óscar Romero, Rutilio había participado en la organización de las Comunidades Eclesiales de Base y, ante la represión financiada por los terratenientes contra la población indígena, había manifestado en un célebre sermón que “muy pronto la Biblia y el Evangelio no podrán cruzar las fronteras [de El Salvador]. Sólo nos llegarán las cubiertas, porque todas las páginas son subversivas. Si Jesús intentara cruzar la frontera, le acusarían de agitador, forastero, judío y lo volverían a crucificar”.
 
 A las pocas semanas, Rutilio Grande sería asesinado.
 

Ignacio Ellacuría compartía la convicción del teólogo protestante Jürgen Moltmann sobre la necesaria convergencia de socialismo y cristianismo en un marco democrático. No parece casual que un ejemplar del Dios crucificado, obra fundamental de Moltmann, apareciera salpicado de sangre en el escenario del asesinato de los jesuitas de la UCA. Jon Sobrino recuerda que Ellacuría, parco y austero, describió en más de una ocasión a Jesús de Nazaret como “un gran hombre”. Frente a la nostalgia del nacional catolicismo, Ellacuría representa otro concepto del legado cristiano, injustamente despreciado por el conservadurismo romano.
 
 
Nadie mejor que Sobrino para explicar el cristianismo renovado de Ellacuría. En las cartas que le escribió después de su asesinato, menciona su propósito de humanizar la historia, de buscar la justicia en el presente y no en el más allá, de mantener vivo el espíritu utópico, de recordar el nombre de las víctimas sin nombre, abocadas al olvido por haber crecido y muerto en la pobreza. Apenas hay museos ni monumentos para honrar su memoria. Son la letra pequeña de la Historia, que casi les escatima la condición humana. La utopía de Ellacuría se llamaba “cultura de la pobreza”.
 
 
La cultura de la pobreza rechaza la acumulación de capital, de bienes superfluos, de objetos innecesarios, sin reparar en que a la mayor parte de la humanidad le falta precisamente lo esencial: agua potable, comida, infraestructuras, sanidad, educación. La cultura de la pobreza se rebela contra las necesidades artificiales surgidas de una economía de consumo, donde el ser humano sólo es una variable con un valor relativo. Escribe Ellacuría: “Se desprecian otros modelos culturales menos desarrollados en algunos aspectos, pero sin duda más plenamente humanos”.
 
 
Y Jon Sobrino añade: “Fuera de los pobres no hay salvación”. Los pobres no son un lastre, sino la reserva de esperanza de la humanidad. La sangre derramada en El Salvador -antes durante la guerra civil, ahora en las luchas entre maras, pandillas callejeras organizadas como clanes- no es sangre inútil, sino la prehistoria del género humano en su avance hacia un porvenir menos injusto. Sin la perspectiva utópica y de progreso, carece de sentido la acción política. Los asesinos no pueden tener la última palabra.
 

Los pueblos crucificados muestran el verdadero rostro de un mundo acostumbrado a 24.000 muertos diarios por desnutrición. Ése es el rostro que hizo visible la muerte de Ellacuría, cura vasco, intelectual brillante, aficionado al fútbol y el juego de frontón, hombre reservado, reacio a los sentimentalismos, más preocupado por el sufrimiento que por el pecado, entregado a la causa de que las víctimas se hagan visibles y adquieran una voz que nos dignifique a todos, partidario de humanizar la historia con la esperanza, “la esperanza contra toda esperanza”. Al igual que Sobrino y Leonardo Boff, Ellacuría consideraba una “obscenidad metafísica” que la mitad de la riqueza del planeta se hallara concentrada en dos centenares de personas. Sin ninguna clase de fascinación morbosa por el martirio, Ellacuría sabía que la muerte le acechaba en una época en que la derecha latinoamericana lanzó el lema: “haga patria, mate a un cura”.
 
 
Es imposible saber qué pasó por su cabeza mientras permanecía en el suelo esperando las balas, pero no es improbable que recordara las palabras de Óscar Romero: “Me alegro, hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida, precisamente por su opción preferencial por los pobres y por tratar de encarnarse en el interés de los pobres...
 
 
 Sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes.
 
 Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo”.

Rafael Narbona
 
 
 

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