Aquí rindió su último servicio a la patria, con el
sacrificio de su vida, víctima de un vil atentado, el almirante Luis
Carrero Blanco, presidente del Gobierno español. El pueblo de Madrid
dedica esta lápida para honrar su muerte y perpetuar su memoria». La
placa, tallada en piedra, se ubica frente al número 104 de la calle
Claudio Coello de Madrid. Con un lenguaje ultraderechista que bordea el
incumplimiento de la Ley española de Memoria Histórica, permanece fijada
en uno de los muros del templo jesuita de San Francisco de Borja y
constituye el último homenaje visible al uniformado que acompañó a
Franco hasta el último de sus días.
El paso del tiempo la ha convertido en parte del paisaje urbano. Para
caer en la cuenta de que existe, uno tiene que buscarla. Y eso que
constituye uno de los pocos testimonios que recuerdan que esta estrecha
vía del barrio de Salamanca fue el lugar elegido por los miembros del
«comando Txikia» de ETA para acabar con la vida del almirante a quien
bautizaron «El Ogro».
Por no haber, ni siquiera se aprecian rastros de
nostalgia fascista, pese a que Carrero Blanco estaba, supuestamente,
llamado a perpetuar el régimen cuando un agonizante Franco falleciese
definitivamente.
Todo ha cambiado en ese triángulo formado entre el
domicilio del almirante, ubicado en la calle Hermanos Bécquer, la
iglesia a la que diariamente acudía a misa y la «zona cero» donde se
colocaron los explosivos. Sin embargo, una huella ha permanecido
imborrable en el subsuelo. Se trata del túnel excavado en la pared del
sótano alquilado por los militantes vascos, desde el cual colocaron la
bomba que haría saltar por los aires el Dodge 3700 GT del entonces
presidente español.
Desde la calle, una grieta perenne que, según indican los vecinos,
siempre se reabre pese a los trabajos de acondicionamiento de la
calzada, marca el trazado del túnel que va desde la acera hasta el
centro del asfalto. Ese fue el lugar exacto en el que se abrió el gran
cráter tras la deflagración que hizo saltar por los aires el coche de
Carrero. Siguiendo esa misma línea recta definida por la grieta, bajo
tierra, la excavación sigue intacta después de 40 años. Parece un
milagro que, en cuatro décadas, las diferentes manos por las que ha
pasado ese sótano del 104 de la Claudio Coello decidiesen ejercer de
guardianes de la historia.
El angosto agujero, abierto en el ladrillo original y protegido por
un cristal, como si fuese una falsa ventana, aparece tras retirar un
sofá. Nos recuerda cómo fue el piso en el momento en el que los cuatro
militantes de ETA lo alquilaron. El último propietario, que prefiere
mantener el anonimato, siguió la tradición e insistió en conservar la
galería durante la última reforma de la vivienda, llevada a cabo hace
algunos meses. Casualidades de la vida, años antes este mismo
arrendatario ubicó aquí un taller de escultura en bronce. En este caso,
al contrario de lo que pasó en 1973, no se trataba de una coartada. Y es
que los miembros del comando que llevó a cabo la acción contra Carrero
aseguraron, precisamente, ser escultores cuando alquilaron el piso. Una
identidad falsa que les permitió justificar algunos olores y ruidos
causados durante la excavación.
Aunque ahora sea una vivienda que nada tiene que ver con aquel sótano
en el que Mikel, Jon, Txabi e Iker (por seguir la nomenclatura
utilizada por Eva Forest en «Operación Ogro») cavaron durante días,
resulta imposible abstraerse de la importancia del lugar. Por un
momento, es inevitable pararse a pensar sobre todas las rutinas, las
angustias, los momentos de duda y la ansiedad de quienes asestarían un
golpe definitivo a la estructura del régimen fascista.
Reflexiones trascendentes al margen, la voluntad de conservación del
dueño del sótano es la excepción de una calle en la que las huellas del
atentado se han borrado con el paso de los años. La fachada del colegio
de los jesuitas («colegio o casa, no convento», aclara el padre José
Ramón, párroco del templo al que Carrero acudía a diario) fue remodelada
recientemente.
También el número 102. En ambos casos, el cemento ha
tapado las heridas que la potente explosión dejó en los edificios
aledaños.
Como ocurrió en el Congreso español en el caso de las marcas de los
disparos realizados por los secuaces del coronel Antonio Tejero durante
su intentona golpista del 23-F, aquí tampoco se respetaron las marcas.
«Antes de la restauración estaba la señal de la cornisa», indica la
dependienta de Marcela, una tienda de ropa que sustituye al comercio
dedicado a las fotocopias que se ubicaba en la esquina de la calle en
1973. En el edificio de los religiosos, el que dejó atrás el coche
oficial en su ascenso hacia los cielos, también han sido cubiertas por
el cemento. Y eso que se trata de la azotea que el coche presidencial
tuvo que sortear para caer en el patio, donde sería hallado tras minutos
de incertidumbre. Tampoco parece que nadie eche de menos unas muescas
que solo servirían para refrescar la memoria y recordar la mañana en que
ETA puso en jaque al franquismo acabando con la vida del sucesor.
Los últimos inquilinos
Además de los rastros físicos, las inmediaciones del lugar donde,
como dice el cántico popular, «Carrero voló», también guardan los
testimonios de quienes se encontraban allí mismo en el momento del
atentado. Aunque cada vez son menos. «Estaba hablando con mi madre,
mirando hacia la ventana y de repente vi un coche volando», explica
Cristina Mejías, de 75 años.
Ella y su marido, Luis Bittini, de 77, son
los únicos inquilinos que no se han movido del emblemático portal desde
el momento de la explosión. Vivían en el sexto piso del 104 de la
Claudio Coello desde ocho años antes de la acción armada y todavía
permanecen ahí. Desde entonces han relatado qué es lo que vieron en
innumerables ocasiones. Aunque, como la propia Mejías reconoce, el
tiempo y la memoria, que construye relatos paralelos a partir de lo
vivido, van reformulando la historia. «Me asusté, lógicamente. Vivimos
en un sexto piso. Así que llamé a mi marido», rememora Mejías. A ella le
pilló en casa, mirando por la ventana.
A Bittini, ingeniero aeronáutico
de profesión, en el aeropuerto, ya que entonces trabajaba para Iberia.
Como han hecho infinidad de veces en estos años, Bettini y Mejías
aportan su propio parte del atentado: los gritos que hablaban de una
«explosión de gas», el miedo ante la posibilidad de una réplica que
paralizó a la mujer al bajar las escaleras y el desconocimiento absoluto
sobre qué había ocurrido. «No dijeron nada, se limitaron a poner música
en la televisón y la radio», rememoran. Tuvieron que pasar varias horas
hasta que fueron informados de que una organización armada vasca, de la
que apenas habían oído hablar, reivindicaba la ejecución. «Para
nosotros, entonces, ETA no existía», insisten.
Dejando de lado los lugares comunes, Mejías sí que asegura recordar
que, por la mañana, observó a unos electricistas, vestidos con monos
azules que colocaban un cableado. «No me fijé en sus caras, ¿cómo iba a
hacerlo?», apunta, mientras que su marido rememora el modus operandi: el
vehículo en segunda fila para forzar que el coche oficial redujese la
marcha, los cables a lo largo de las fachadas de Claudio Coello y el
aviso desde la esquina con Diego de León. Un punto desde el que se cerró
el círculo del atentado y donde, actualmente, se encuentra un Deustche
Bank como símbolo de la evolución política y económica del Estado.
Lo cierto es que las curiosidades que dejó la «operación Ogro» son
interminables.
Según relata Mejías, pared con pared con el comando
residía un agente adscrito a la Policía Armada. La fuerza de la
explosión tiró el muro, que causó heridas a uno de sus dos hijos, de
corta edad. Nada grave. Sin embargo, el uniformado fue rápidamente
destinado a otro lugar.
Bettini, por su parte, también se siente parte
de la posteridad y rememora la carta enviada a los inquilinos como
presidente de la comunidad para mantener un encuentro que nunca se
celebraría. «Mi firma aparece en los libros sobre el atentado», indica.
Lo incómodo y el relato
Resulta imposible no interrogar al matrimonio acerca de su relación
con los miembros de ETA. Si les conocieron. Si entablaron alguna
conversación. Aunque ni siquiera caen en esa manida tentación de
recordarlos como vecinos educados o de mostrarse sorprendidos con un
«quién lo habría imaginado». «Ellos entraban hacia la derecha,
directamente, era imposible mantener contacto», argumenta el antiguo
ingeniero.
Al comprobar el acceso al sótano, a través de una escalera
que gira a la derecha, prácticamente independiente del resto de
inquilinos, resulta obvio que la forma de llegar a la vivienda garantizó
el anonimato. La coartada del taller de escultura les permitió eludir
las preguntas sobre los olores procedentes del piso en el que estaban
excavando el túnel. Y adaptar sus horarios a los trabajos de demolición
de un bloque contiguo que terminó convirtiendo en explanada lo que ahora
es un edificio de apartamentos sirvió para camuflar el ruido.
Aunque siempre hay quien sospecha. Y la tesis de la conspiración,
difundida desde entonces por la derecha española -que apuntó incluso
hacia los servicios secretos norteamericanos (la embajada de Washington
se sitúa a dos minutos a pie)- está extendida entre muchos de los
vecinos de este barrio acomodado. De hecho, en la placa de homenaje a
Carrero ni siquiera se alude a ETA.
En un momento en el que el Estado ha convertido el «relato» (que es
el eufemismo del conflicto de siempre) en su principal batalla en Euskal
Herria, el escenario de una de las principales acciones armadas de ETA
queda en el limbo de lo incómodo. En otro tiempo sí se colocaban flores y
banderas en esa placa que ni siquiera se acuerda de que dos policías
también acompañaban a Carrero. Ahora, ni eso. Algo llamativo, porque
hasta el actual jefe de Estado, Juan Carlos de Borbón, llegó a jactarse
de que sin la acción de ETA él «no estaría ahí», según publicaba
recientemente ``El País''.
Dejar que la Historia se esconda bajo un manto de No-Do y blanco y
negro parece ser la estrategia adoptada. Una placa y una grieta en el
asfalto siguen recordando el mayor golpe sufrido por un régimen cuyo
máximo exponente todavía tardaría dos años en morir.
Bajo tierra, pero
bien protegido, se mantiene el túnel desde el que, además de un gran
cráter, se abriría una nueva etapa tanto para el Estado como para Euskal
Herria.
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