Las "otras víctimas" también merecen un poquito de respeto..
Las "otras víctimas" también merecen un poquito de respeto..
3 de noviembre de 2011
2011 octubre 30 Hemeroteca GARA
GaurkoaAxun lasa I hermana de joxean lasa Desahogo:
Tras la declaración de ETA en la que esa organización daba a conocer su
decisión de cese de sus actividades armadas, la hermana de Joxean Lasa,
joven refugiado político que junto a Joxi Zabala murió a manos de
guardia civiles de Intxaurrondo y cuya muerte reivindicaría el GAL,
expresa su alegría por dicha declaración y hace públicos sus
pensamientos y recuerdos, así como la confesión de una escalofriante
experiencia que hasta ahora había mantenido silenciada. Un testimonio y
unas vivencias durísimos que, sin embargo, no le impiden mostrar su
esperanza en el futuro.
La buena noticia que hemos recibido por parte de ETA me ha llenado de
alegría y me ha hecho pensar en todas las personas que han sufrido las
consecuencias de sus acciones. Mi más sincero abrazo a cada uno de
vosotros.
Desde todos los sectores, somos muchos los que en
Euskal Herria llevamos trabajando duro para que la paz recupere la
dignidad arrebatada. Y ese camino debe servir para que todas las
víctimas recuperemos también la nuestra.
Quiero que quede constancia de que hablaré a título individual.
La prensa, los políticos y el poso que esos dos primos hermanos han ido
imprimiendo en la sociedad siguen acusando sólo a ETA de haber sido la
causa única de nuestro sufrimiento. Y, la verdad, no sé si me pasa sólo a
mí, pero lo cierto es que estoy harta.
Harta de tragarme los
sapos que nos escupen los medios; de aguantar la verborrea nauseabunda
de los que viven a costa de mis impuestos; de mantener a los que callan,
ordenan o cobijan a los torturadores (los míos seguramente seguirán
durmiendo plácidamente en su cómoda cama, sin tener el más ligero
remordimiento de su monstruosidad). Y harta de que nadie me pida perdón,
de que nadie nos pida perdón.
ETA debe pedir perdón por el
dolor causado. Así lo creo. Pero no sólo es ETA quien debe hacerlo.
Otras muchas víctimas hemos sido ignoradas, abandonadas y no reconocidas
por organismos oficiales, políticos y grupos mediáticos. Demasiadas
familias hemos perdido a nuestros seres queridos y demasiadas personas
hemos sufrido, en propia carne, el horror de la tortura de esos otros
que, escondidos o no bajo siglas conocidas, bajo uniformes con medallas
incrustadas, han secuestrado, torturado, asesinado y hecho desaparecer a
nuestros hijos, hermanos, amigos...
Amparados por una orden de
los jueces (esos señores intocables que también duermen en su casa,
como si las celdas de las cárceles sólo se hubieran construido para los
demás), esos otros terroristas nos arrebataron, a las familias, el
derecho legítimo a enterrarlos dignamente. Y no contentos con eso,
protegidos por la fuerza de la ley y de la porra, nos golpearon en el
mismo cementerio, junto a los ataúdes.
Tras doce largos años de
«desaparición legal», los familiares de Jose A. Lasa y Jose I. Zabala
tuvimos la insensata osadía de creer que al fin había llegado la hora de
poder acogerlos, llorar por ellos, sentirlos cerca, despedirnos. Esa
ingenua creencia, esa falsa ilusión, por llamarla de algún modo, duró
apenas un suspiro. Y es que enseguida supimos que pretender dar
sepultura digna a los restos, y nunca mejor dicho, de mi hermano y de su
compañero, era un error imperdonable.
Por aquel entonces, y
con esa misma ingenuidad, desconocíamos que si ellos pertenecían a ETA,
nosotros (padres, hermanos, amigos) también éramos miembros de la
«banda», cuando no colaboradores, apólogos, cómplices o futuros
integrantes. Quién nos iba a decir que, después de tantos años, llegaría
el buen fiscal general de los españoles y nos haría el grandísimo favor
de aclarárnoslo: Los familiares de miembros de ETA («el entorno
etarra», así nos llaman) tenemos que «pedir perdón», tal vez «por lo que
algún día hubiéramos hecho». Olé.
Cierto: Me disculpo por
tener la desfachatez de firmar este artículo, creyéndome con derecho a
ejercer, por primera vez en toda mi vida sin experimentar un pánico
atroz, mi libertad de expresión.
Tengo la «suerte» de ser una
de las pocas víctimas reconocidas «del otro bando» (para que me
entiendan). Y aun así, no puedo quejarme, por ejemplo, de que Galindo,
habiendo sido condenado por secuestro y asesinato (una vez más no hubo
suficientes pruebas para condenar las jodidas torturas), recibiera
condecoraciones y vítores por su gran labor en el ámbito del servicio y
la protección civil.
Tampoco puedo quejarme de las torturas que
recibí en comisaría, que nunca denuncié y sobre las que jamás hasta hoy
había hablado públicamente.
Recuerdo que antes de salir del
edificio oficial donde me torturaron, me hicieron firmar en un papel mi
eterno silencio. Tal vez todavía no me haya perdonado por ello. Pero
¿quién me iba a creer? La bolsa, los electrodos, las flexiones, los
tirones de pelo, el perro que soltaron, nada de eso deja huellas
físicas. Tampoco el viaje, desde Donostia a Madrid, esposada, con el
culo apoyado encima de una chapa metálica, en la parte trasera de un
Land Rover sin asiento y sin respaldo. Ni las amenazas que me obligaban a
escuchar sin permiso para levantar la cabeza. Ni la manta que me tapaba
entera al salir del coche. Ni los gritos. Ni la obligación de
permanecer de pie, delante de la mirilla de la celda, sin que pudiera
sentirme cansada, cansadísima, muy muy cansada.
Tenía que estar erguida. Y yo, simplemente, no podía. Pero había que poder... y no podía...
¿De qué me iba a quejar, si no me habían tocado, si no me habían torturado? Porque... ¿quién dice que todo eso es tortura?
¿Quién dice que es tortura tener que mantener la integridad ante un
hombre moreno, serio y fuerte con una cadena en la mano, envuelta en un
plástico, que golpeaba fuertemente una mesa cada vez que me preguntaba
por todo lo que sabía?
¿Quién dice que es tortura notar bajar
por los muslos chorros de mi propia orina, una vez y otra más, y otra, y
otra, al tiempo que contestaba angelicalmente «yo nunca he hecho nada
de lo que me acusan»?
¿Quién dice que es tortura aceptar el
permiso que me daban para morir en la celda, sucia, rota y sin haber
tocado el agua en los siete días que duró aquel calvario?
Con
los vaqueros mojados hasta la rodilla... ¿cómo explicarlo? ¿Cómo se
siente alguien que tras haber sufrido semejante ultraje físico y
emocional tiene la obligación de seguir viviendo, malviviendo,
sobreviviendo, conviviendo... con el miedo tatuado para siempre en el
cuerpo y con el alma enferma también para los restos?
Pensadlo
bien: ¿A quién se le ocurriría decir que en Madrid (donde no me tocaron)
fui torturada por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado
español?
¿Por qué los salvaguardas de la democracia de ese mismo Estado español no tienen que pedirme/pedirnos perdón por eso?
A pesar de todo el sufrimiento del pasado, en gran parte superado, con
mucha voluntad y la ayuda de personas entrañables, sigo teniendo
esperanza en el futuro. Pero, a la vez, siento que todos los esfuerzos
para conseguir la paz en Euskal Herria, que es también la paz interior
de todas las víctimas del terror, no pueden seguir gestándose desde la
omisión de la historia no oficial de este país.
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