Para Periko, que ha dejado una huella profunda en el barro y en el alma del pueblo vasco
Nos conocimos hace dos años, pero yo
siento tu afecto y tu cercanía como algo antiguo. Siento que tu voz se
enreda con mi propia historia mucho antes de mi aparición en el mundo.
Durante la guerra civil, los fascistas bombardearon la casa de tus
padres, destripando la cocina. Tu padre caminó entre escombros y se
detuvo frente a un acantilado. Después, se marchó al trabajo, pues sus
manos sentían la urgencia de alimentar a sus hijos.
Las entrañas
abiertas de una humilde vivienda obrera no impidieron que tu madre
espantara el hambre y el miedo con una cesta con algo de pan y
chocolate. A veces os refugiabais en el túnel entre Portugalete y
Santurtzi, imagino que con otros niños, que no entendían por qué las
bombas y el fuego se ensañaban con ellos
. Mi madre también sufrió la ira
de la aviación franquista, que lanzó una bomba sobre su casa, un
edificio de cuatro plantas en la calle de la Palma. Aún conservamos la
ojiva de un artefacto que no explotó, pero que hirió de muerte el
espíritu de una niña de once años.
Esa niña de once años, durmió muchas
veces en los túneles del Metro, tiritando de miedo y con los ojos
picoteados por el hambre.
El verano del 1936 y los años de represión y
venganza que se encadenaron después sembraron el desconsuelo en muchas
familias. Cuando observo a mi madre, que nació en 1925, pienso en tu
infancia en Portugalete. Sois los hijos de una época maltratada por
hombres y mujeres sin conciencia. Vuestra carne aún no se ha curado de
las dentelladas de los perros de la guerra.
Tu padre era minero y enterró su
infancia en galerías excavadas con la sangre de los pobres. El oro de
los ricos es el pecado de un mundo ensombrecido por las torres de la
avaricia. La sangre que escupen los mineros es la dinamita que algún día
despertará a una humanidad humillada y resignada.
Tu padre era
compañero del marido de Dolores Ibarruri, “Pasionaria”. Los dos pasaron
horas interminables agarrados a un martillo, soportando el polvo, el
calor, la humedad y el ruido. De niño, bailaste con la “Pasionaria”.
Imagino tus pasos de niño al lado de una mujer que desafió a los amos,
recordándoles que las cadenas pueden convertirse en hogueras y calcinar
sus huesos.
Creo que entonces tu corazón ya era una ventana, donde se
dibujaban auroras febriles y obstinadas, sedientas de esperanza y de
belleza.
Tu padre murió cuando tenías diez años, con los pulmones
derruidos por la tuberculosis.
El abuelo de Piedad, mi compañera,
también trabajó en una mina.
Era una mina de metal en una Andalucía
desangrada y exhausta. La codicia de unos pocos obligaba a los niños a
morir día a día, con una azada, una pala o un martillo en la mano,
alejándoles de los patios y las escuelas donde se escucha el sonido de
las fuentes o el vuelo de las mariposas. Para los niños pobres sólo hay
mariposas negras que preludian el tacto áspero de su calavera.
El abuelo
de Piedad se hizo comunista y acabó en un campo de concentración
franquista. Pasó seis años en la casa de los muertos. Cuando recobró la
libertad, era un espectro y su vida se extinguía con el jadeo de un
árbol herido por un rayo. Murió en extrañas circunstancias, como tantos
mineros y jornaleros que sucumbieron en una posguerra donde habían
triunfado el odio y la malicia.
Eras monaguillo y te hiciste sacerdote,
pero no para absolver a los explotadores, sino para asaltar los cielos y
flotar en la espuma de las trincheras. No querías ser un santo.
Querías
ser pueblo, no apartarte de tus orígenes y abandonar a los que sudaban
en los surcos o en las obras, con el rostro desdibujándose como arena y
las manos agraviadas por la piedra, el hierro, los clavos o las
astillas. Te despojaste de la sotana, esgrimiste una pala y empezaste tu
carrera de maestro, conspirador, abertzale y agitador sindical. No
querías pisar alfombras, sino barro.
Por eso, bajaste a un sótano y
acogiste a todo el que llamaba a tu puerta, pidiendo pan, solidaridad o
algo de afecto. Pasaste tres meses en la cárcel de Zamora, donde
coincidiste con el padre Mariano Gamo, otro cura rojo y obrero que le
dio la comunión a Piedad en un parque de Moratalaz, pues unos matones
fascistas habían incendiado su iglesia.
Te casaste con Begoña, una mujer
luchadora, “una rosa enfurecida” que habría inspirado a Miguel
Hernández versos de “cristales y metralla”. Cuando te eligieron
diputado, te acercaste a la cárcel de Soria con Telesforo Monzón y Ortzi
Letamendia para entregar tu acta a las presas y los presos políticos
vascos, los verdaderos representantes del pueblo, exigiendo su libertad.
Tuviste tres hijos, pero aún eres sacerdote, pues el obispado no se
atreve a dejar sin pastor a los pobres y los trabajadores. Siempre has
sabido que la principal cualidad del revolucionario es el amor. Por eso,
cuando fundaste una “Universidad” en La Arboleda de los Montes de
Triano, el barrio minero donde creció tu padre, pedías a los niños que
acudieran al aula a cambio de un beso.
No era una Universidad, sino una
Escuela, donde niñas y niños de cuatro a catorce años aprendían
autoestima. No les enseñaste el evangelio, sino a leer y pensar para que
se sintieran dignos y libres. Cuando te preguntaban por Dios, les
decías que nunca había pasado por allí o que se había alejado corriendo,
después de ver tanta miseria. Tampoco les enseñaste el “Padre Nuestro”
ni el “Cara al Sol”, pero sí les ayudaste a memorizar la alineación del
Athletic.
Harto de que tus alumnos se mojaran los pies en un camino
lleno de charcos y piedras, cortaste una carretera con el banco más
largo de la iglesia. Los chavales permanecieron a tu lado cinco días,
soportando el acoso de la Guardia Civil, que paseaba sus metralletas,
con los dedos crispados sobre el gatillo. Fue tu primera barricada y tu
primer acto ilegal. Siempre has sido ilegal, clandestino, pues no
aceptas que las leyes puedan excluir a ningún hombre o mujer de la
familia humana.
Eres nacionalista e internacionalista.
La txapela es el
símbolo permanente de tu amor a Euskal Herria, pero ese amor no es
excluyente, pues sigues la estela de Pakito Arriaran: “dos pueblos a los
que amar, un mundo por el que luchar”. En tu corazón, caben todos los
pueblos y cualquier anhelo de libertad.
No sé qué admiro más de ti. Te sobra
ternura, coraje, compromiso, solidaridad, sencillez, humildad. Recuerdo
tu impotencia al contarme cómo murió una chica de dieciocho años en tus
brazos, mientras intentabas cortar con su madre una hemorragia provocada
por un aborto espontáneo.
En La Arboleda no había médico ni farmacia ni
carreteras.
Sólo tú tenías un pequeño botiquín con penicilina, pero
resultó insuficiente. Siempre has luchado contra el machismo. Dices que
el cuerpo de un hombre no es sino el alma de una mujer. Creo que has
devenido mujer, como exigía Simone de Beauvoir. Te ofreciste para ser
alanceado y torturado en Tordesillas, ocupando el lugar del Toro de la
Vega.
Casi te mueres de hambre en Triano porque sólo comías pan y
aceite, repartiendo el resto de tu comida entre los necesitados. No era
caridad, sino solidaridad, pues sufrías con ellos para ser uno más y
vivir la experiencia de la fraternidad y la comunidad. Necesitabas muy
poco para salir adelante y eso te permitía desprenderte de todo, pero el
cuerpo te dio un susto y las privaciones te situaron en el umbral de la
muerte.
No lo recuerdas con dolor, sino con alegría.
En Triano
descubriste la Luna. No había luz eléctrica y dependíais de ella para
avanzar en mitad de la noche. Muchas veces subías a lo alto y
contemplabas el barrio de Neguri al otro lado del río, con sus bombillas
y su riqueza. Allí comprendiste que había algo más importante que Dios:
“Nadie debe escupir sangre para que otros vivan mejor”.
No es fácil,
querido Periko, escoger un gesto que simbolice tu entrega, pues nunca
has hecho otra cosa que vivir para los demás. Me quedo con algo
reciente. Hace unos días, te acercaste a un hospital y te mezclaste con
los enfermos de psiquiatría. Les escuchaste, les abrazaste, les
acompañaste y te dolió terriblemente su soledad. Nunca diste tantos
abrazos.
Todos repetían que eso era lo que necesitaban, que sólo podía
curarles el amor. El amor que sólo puede dar un hombre como tú. Un
poeta, un revolucionario, un peón de la construcción, el hijo de un
minero que ya es viento del pueblo y una arboleda encendiendo sueños
sobre el mar.
RAFAEL NARBONA

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