Capítulo 1 del libro Lo llamaban democracia.
De la crisis económica al cuestionamiento de un régimen político (Colectivo Novecento)
En septiembre de 2008 Lehman Brothers se
declara en quiebra. La crisis de la economía mundial se evidencia ya
entonces en toda su dimensión. Desde la II Guerra Mundial las economías
desarrolladas no habían sufrido un colapso económico de tal magnitud.
Así, los países de la OCDE experimentan en 2009 un desplome del PIB del
-3,6%, contrayéndose la inversión empresarial en dicha zona un 12,3% y
el comercio mundial un 20%.
Las causas de esta crisis hunden sus
raíces en la especificad del modelo de crecimiento experimentado por las
economías desarrolladas durante las últimas décadas. En la articulación
de dicho modelo jugaron un papel esencial las medidas desplegadas por
los gobiernos y las empresas desde comienzos de los años ochenta.
Estas contrarreformas neoliberales tenían
por objetivo rescatar a la economía mundial de la crisis de
rentabilidad que esta estaba sufriendo en ese momento. Así, el colapso
de la ganancia empresarial en los años setenta —en parte consecuencia de
las importantes luchas obreras de la década de 1960, en parte
consecuencia del proceso de sobreinversión en unas economías con
mercados saturados y maduros—, determinará el inicio de la ofensiva
neoliberal. El objetivo no era otro que el de ampliar los marcos de
valorización del capital, mercantilizando nuevos espacios económicos y
cuestionando los “cuerpos extraños” a la lógica de la rentabilidad (como
los servicios públicos o las empresas estatales).
De este modo, ya desde comienzos de los
años ochenta los gobiernos de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Helmut
Kohl comienzan a liberalizar las economías, a desreglamentar los
distintos mercados y a privatizar las empresas y los servicios públicos.
Dos son los resultados principales. Por un lado, se consolida la
ralentización económica durante las décadas siguientes, así como un
elevado desempleo. Este paro masivo explicará, junto con los procesos de
flexibilización del mercado de trabajo, un crecimiento de los salarios
inferior al de la productividad y, por tanto, la progresiva reducción
del peso de estos en la renta nacional.
Por otro lado, la liberalización de los
mercados financieros internacionales y la apertura externa de las
economías desmantela el “corsé” que los poderes públicos habían impuesto
a la banca y a los inversores financieros, sentando las bases del
denominado proceso de financiarización. El capital financiero
internacional es capaz de dirigir a partir de ese momento un modelo de
crecimiento que pivota en torno a un patrón de distribución de la renta
favorable a los beneficios empresariales y un drenaje de estos capitales
hacia la esfera financiera en detrimento de la inversión productiva.
Sin embargo, a pesar del limitado
crecimiento económico, las cotizaciones bursátiles se disparan en las
economías de la OCDE durante las décadas de 1990 y 2000, el valor de las
transacciones financieras se multiplica y los activos inmobiliarios se
revalorizan intensamente. Esto es posible gracias al creciente
endeudamiento de millones de empresas y hogares norteamericanos y
europeos, que sostienen de este modo los niveles de consumo y de acceso a
la vivienda. Así, el drenaje hacia el ámbito financiero de los
capitales no invertidos en la actividad productiva —dada la mayor
rentabilidad de la primera de estas esferas— conlleva la formación de
enormes burbujas bursátiles y crediticias, divorciándose temporalmente
el valor nominal de los distintos activos de su valor real.
La inestabilidad sistémica que genera un
modelo de crecimiento como este es evidente, en la medida en que el
divorcio entre las esferas productiva y financiera no puede ser
sostenible. Los títulos bursátiles deben estar respaldados por
beneficios reales, y los créditos financieros por ingresos que permitan
devolver las deudas.
Por ello, la acumulación de este “capital ficticio”
toca a su fin en el momento en el que alcanza una dimensión tal que
impide que los acreedores puedan seguir ejerciendo con normalidad sus
derechos de cobro sobre los deudores. Esto es precisamente lo que sucede
a partir del verano de 2007, momento en el cual la desvalorización de
los “activos ficticios” acumulados sume a las economías desarrolladas en
una intensa “recesión de balances”: los hogares, las empresas y las
instituciones financieras tratan de desendeudarse simultáneamente,
cortocircuitándose con ello el crédito, el consumo, la rentabilidad y la
inversión.
Cuando estalla la crisis el nivel de
endeudamiento de las principales economías del planeta es elevadísimo,
sobre todo en el caso del endeudamiento privado: en 2008 Estados Unidos
acumula deuda por valor del 290% de su PIB, Japón alcanza el 460%, Reino
Unido el 380%, Alemania el 274%, Francia el 308% y España el 342%.
Ahora bien, la crisis —a pesar de tener
una dimensión mundial— presenta una significativa particularidad en
Europa. Esto llevará a que el ojo del huracán de la tormenta económica
se sitúe a partir de 2009 en dicho continente, materializándose la
tempestad en ataques a las deudas soberanas de los países de la
periferia y en el propio cuestionamiento del euro.
Las razones que explican que la crisis
económica esté siendo más intensa en la Unión Europea deben buscarse en
la propia configuración de la moneda única, así como en la especificidad
del proceso de sobreendeudamiento privado en la zona euro.
La construcción de un mercado unificado y
una moneda común a partir de espacios económicos no integrados
contribuyó a profundizar las asimetrías productivas y comerciales en
esta área.
La participación de buena parte de las economías europeas en
una misma zona monetaria facilitó y abarató la financiación privada
captada por los países periféricos (Grecia, Portugal o España, entre
otros), debido a la libertad total de los flujos financieros
intracomunitarios, a la “seguridad” propiciada por una moneda común y a
unos tipos de interés reales muy reducidos fruto de los diferenciales de
inflación entre los distintos países.
Estas circunstancias permitieron
que apareciesen economías “impulsadas por la deuda” (como España), que
contribuyeron a dinamizar el limitado crecimiento de aquellas otras
“impulsadas por las exportaciones” (como Alemania). Así, la moneda común
posibilitó una mayor penetración de las exportaciones de los países
centrales (Alemania, Austria, Países Bajos, Finlandia) en el resto de
países, al tiempo que reciclaba los crecientes superávits comerciales de
estos hacia la periferia y contribuía a propiciar burbujas crediticias,
inmobiliarias y bursátiles en este último grupo de economías.
En caso de que no hubiese existido el
euro, estas crecientes divergencias en las balanzas de pagos
intraeuropeas no habrían quedado “invisibilizadas” ni se habrían
prolongado tanto. Los mercados financieros, como sucedió en la crisis de
1993, habrían atacado las monedas nacionales de los países periféricos y
estos habrían tenido que devaluar. El monto de endeudamiento externo
acumulado tampoco habría sido tan elevado. La moneda común contribuyó
por tanto a impulsar la lógica del capital financiero internacional,
basada en la creciente acumulación de capital ficticio antes descrita y,
con ello, en una valorización caracterizada por sus frágiles vínculos
con la actividad productiva.
Para hacer frente a esta crisis la
llamada troika —Comisión Europea, Fondo Monetario Internacional y Banco
Central Europeo— diseña la estrategia que presentamos en el siguiente
capítulo, con el objetivo fundamental de garantizar la estabilidad del
euro y de que no se desvaloricen ni se cuestionen los derechos de cobro
de los acreedores.
Las implicaciones políticas de esta
crisis, tanto a escala mundial como europea, son muy significativas. En
primer lugar, la profundidad de la crisis evidencia la insostenibilidad
en el tiempo de las “soluciones” que el sistema capitalista había
encontrado a sus problemas de acumulación en la década de 1970. La
crisis actual es por tanto la crisis del neoliberalismo, en un contexto
en el que el sistema parece no tener ningún otro modelo de recambio para
salir de esta situación.
Además la crisis revela, en el contexto
europeo, la inviabilidad de que una zona monetaria unificada pueda
garantizar la convergencia de las distintas economías que la integran, o
los derechos sociales, en ausencia de un Estado que respalde dicha
moneda. El papel histórico del euro no ha sido precisamente el de
garantizar esta convergencia o los derechos sociales a escala europea
sino, al contrario, el de institucionalizar las medidas neoliberales y,
con ello, el permanente cuestionamiento de tales avances. Este papel se
ha agudizado con la crisis hasta extremos antes inimaginables, como se
ha podido comprobar en Grecia.
En definitiva, como veremos, ni las
medidas neoliberales suponen un horizonte que permita vislumbrar algo
diferente a la regresión económica y social que hoy día contemplamos, ni
el proyecto de la Unión Europea –tal y como actualmente está formulado–
parece albergar algo más que la institucionalización de dichos
retrocesos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
GRACIAS POR TU OPINION-THANKS FOR YOUR OPINION