Suelen confundirse ambos términos desde que la experiencia neozarista del socialismo real soviético permitió a los socialdemócratas reclamar para sí en monopolio el verdadero socialismo. Para que no se le confundiera con el comunismo totalitario, se le añadió el adjetivo democrático. Pero ¿es la misma cosa el socialismo democrático que la socialdemocracia?, ¿una democracia social equivale a una democracia socialista? Desde el siglo XIX, la lucha del movimiento obrero obligó a las fuerzas conservadoras a aceptar el sufragio universal y a intentar algunas tímidas mejoras sociales. Con el tiempo, las derechas llegaron a presumir de que también ellas eran demócratas y partidarias del bienestar social de los ciudadanos.
En Cataluña,
sin ir más lejos, la derecha nacionalista de Jordi Pujol se presentó a
las primeras elecciones democráticas (1977) con un programa
socialdemócrata. Cuando le conviene a su sucesor, Artur Mas, aparecer
con tal signo, se olvida de cuando se presentaba como
liberal-conservador. También el partido democristiano del señor Duran i
Lleida se llama ahora socialcristiano, pese a su defensa del
capitalismo.
En fin, Aznar
hizo creer a los votantes en 1996 que estaba más a la izquierda que el
PSOE, y así engañó a la gente que le creyó de centro. Por todo eso se ha
impuesto el tópico de que la izquierda
apenas se diferencia de una derecha moderna. ¿Serán los socialistas,
por un casual, la mano izquierda del capitalismo en el doble sentido de
la palabra: su diplomacia dialogante y su apagafuegos en los momentos
críticos para el sistema? Tras los estragos de la II Guerra Mundial, la
población europea necesitaba como nunca una política social avanzada y
votó que gobernara la izquierda. El capital lo consideró tan inevitable
como útil. Con una URSS amenazante y dos poderosos partidos comunistas
en Italia y Francia, había que apartar al pueblo trabajador de la
tentación revolucionaria. Por seguridad nacional y por confundir el
capitalismo depredador con la libertad de empresa y de mercado, el
labour británico y sus colegas continentales reconciliaron a la
ciudadanía con el capital mediante un cierto bienestar y a costa de los
países pobres.
Con los años,
la socialdemocracia se convirtió en la mano izquierda del sistema,
practicó el neocoloniaje y demonizó al comunismo. ¿Qué fue de la
democracia socialista propugnada por su fundador? Marx nunca fue
comunista; reconoció no saber cómo sería el socialismo futuro; recomendó
reformas que hoy nos parecerían superadas por la realidad. Pero la base
de su análisis es inequívocamente anticapitalista. Si la
socialdemocracia del provenir dejara de combatir el régimen imperante,
no podría llamarse a sí misma, no ya marxista (Marx decía no serlo),
sino socialista. Tal adjetivo sólo correspondía a quien, por impulso
democrático, hiciera desaparecer el capitalismo del Planeta. Todo lo
contrario, pues, de una socialdemocracia que, so pretexto de darle
paliativos a un régimen agonizante, acabara reanimándolo y prolongando
su turbia vida.
Fue el renegado
Karl Kautsky (como lo llamó Lenin) quien, como marxista, formuló el
criterio, ambiguo pero certero, para juzgar una posible rendición de la
izquierda. Cuando se haya logrado que la mayoría social anticapitalista
alcance la mayoría política, habrá que proceder a la revolución de la
mayoría, consistente en emprender unas reformas del sistema que acaben
con él, no que lo fortifiquen. Nada de paliativos. Eutanasia pura y
simple, si bien con todos los requisitos legales. Este es el criterio
(¿quién lo diría?) recogido en el artículo 9.2 de nuestra Constitución.
En él se hace responsables a todos los poderes públicos de la remoción
de cuantos obstáculos impidan que la libertad y la igualdad de las
personas y sus colectivos sean reales y efectivas. Es decir, desmontar
el tinglado de la vieja farsa democrática del capitalismo. Dicho texto
casi nadie se lo ha tomado en serio.
Excepcional fue
el discurso ante las Cortes del socialista catalán Joan Reventós al
calificar la norma constitucional de auténtica base legitimadora de un
tránsito del capitalismo al socialismo. Aunque Marx no extendía recetas
para enfermedades venideras, su ideal era la Commune (Ayuntamiento)
parisina de 1871: autogobierno popular local, autogestión obrera y
propiedad social (nunca estatal); algo que sólo lo intentó la revolución
yugoslava entre los años 50 y 60 del pasado siglo.
Al caer el
imperio moscovita, la derecha creyó innecesario seguir teniendo mano
izquierda con el nuevo proletariado, ya inducido del todo al consumo a
crédito. La socialdemocracia fue acusada, por si acaso, de “comunismo
rosa” para desprestigiar una hipotética democracia socialista. La
Realpolitik de los Mitterand, et alii, no hizo nada que justificase
aquella interesada falsedad. Las derechas volvieron a gobernar por el
desencanto de unas masas que seguían confundiendo en el socialismo las
reformas paliativas con las eutanásicas. ¿Para qué votar a la izquierda
si la derecha le ha arrebatado de las manos los trastos de torear?
Una y otra, por
mucho que se distingan en cuestiones democráticas muy importantes, no
dejarían de ser las dos manos de un coloso al cual, en su injusta
irracionalidad bien demostrada, no se le hacen los dedos huéspedes en su
mano derecha porque le hayan recortado los de la izquierda. Todo lo
contrario. Debiera acabar, por tanto, la confusión. Ni la
socialdemocracia es el socialismo ni un socialismo retórico es ya una
democracia socialista. De momento y hasta tiempos mejores, la única
palabra que no confunde ni engaña es la palabra anticapitalismo.
José A. González Casanova es Catedrático de Derecho Constitucional y escritor
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