Teresa Romero, la auxiliar de
enfermería infectada con el virus Ébola, me recuerda al maquinista
superviviente del accidente del Alvia descarrilado en 2013 en Santiago de
Compostela, y también al que resultó muerto en el accidente de metro de la
fatídica Línea 1 de Valencia. El motivo es obvio, pues presiento que la tendencia
institucional será de nuevo atribuir la culpa de los hechos a la negligencia de
un trabajador en pleno desarrollo de sus funciones.
Sin
embargo, recordemos que en ambos
accidentes ferroviarios, hubo advertencias previas de riesgo de
siniestro por
parte de los trabajadores quienes denunciaron incidencias subsanables
–que fueron desoídas– al igual que el personal sanitario de Madrid que
atendi al paciente infectado por Ébola se ha quejado de que sólo se les haya dado un rápido cursillo de cuarenta minutos para instruirles en el uso de la indumentaria de aislamiento.
Dije entonces (me remito al
siniestro del Alvia del verano de 2013) que, independientemente de un error humano y de que el maquinista reconociera
su parte de culpa por una distracción, inherente a la condición falible del ser
humano, un accidente de tal magnitud
nunca obedece a una sola causa sino a una concatenación de muchas
de
ellas. Sin embargo, a las autoridades responsables les vino entonces de
perillas que el maquinista, en estado de shock, se autoinculpara
como consecuencia del remordimiento. Las autoridades hicieron lo posible
por descargar responsabilidades –indirecta aunque sibilinamente– sobre
el maquinista (como
sucediera con el que conducía el convoy de Metrovalencia en 2006, en
aquél caso
fallecido, lo que sirvió, valga la expresión, para que fuera fácil
cargarle al
muerto las culpas) cuando en realidad, tal atribución causal debe ir
precedida de un análisis
exhaustivo sin criminalizar apriorísticamente.
Cualquier acontecimiento trágico de la magnitud de los tres aquí
reseñados (dos ferroviarios y uno de salud pública) coinciden en su carácter
multifactorial y en que la primera
reacción institucional sea disfrazar de palabrería
vacua la incompetencia de las autoridades –cuando la hay– y atribuir toda la responsabilidad a los actores de un guión que
ellos no han escrito y protagonizan por obligación más que por devoción.
En el caso de la mujer la infectada
por el virus Ébola, una auxiliar
clínica que apenas si recibió información de como actuar ante un paciente contaminado
por dicho virus, a las autoridades sanitarias les ha venido de perillas que,
estando tan aturdida como lo estaba el maquinista del Alvia, Teresa Romero
haya declarado que “tal
vez se tocara el rostro con los guantes mientras se quitaba el traje”,
unas
declaraciones que nunca debería haber hecho a la prensa (¿por qué se le
ha
permitido hablar en su estado? ¿acaso se le ha instigado a hacerlo?),
una asunción causal de culpa que en ningún modo debería eclipsar una
responsabilidad
que sólo es inherente a las autoridades sanitarias, mas todavía cuando,
presuntamente, ha habido irregularidades en un asunto cuya
idoneidad de actuación quedó cuestionada con el polémico traslado del
padre
Pajares en el mes de agosto pasado. En este sentido, resulta
tranquilizador que la
Fiscalía de Madrid haya abierto diligencias con la intención de depurar
responsabilidades según citan
fuentes fiscales.
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