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Gloria del buñuelo,
ha muerto el dictador más viejo de Europa.
Un abrazo, amor, y levantamos la copa!
Joan Brossa
El abrazo pasional y sincero en el Centro de Recogida de Datos entre el presidente de la Generalitat, Artur Mas, y el habitual portavoz de la Candidatura de Unidad Popular, David Fernández, culminó emotivamente la jornada del 9N, por ahora, la última de las movilizaciones-espectáculo a favor de la existencia de un Estado catalán independiente. Más allá del afecto mutuo entre los dos, de sobra patente, fue todo un gesto institucional con el cual se identificaron miles de catalanistas de derecha, satisfechos de la complicidad de toda la CUP con un proceso dirigido desde el primer momento por Convergència, el partido de la corrupción y el saqueo, y también el de las porras y las balas de goma.
No hacía mucho todavía la CUP, “un proyecto de ruptura democrática”,
decía que las oligarquías española y catalana “son lo mismo” y que tanto
valía Mas como Rajoy, Boi Ruiz como De Guindos, Homs como Cospedal.
Ahora que las circunstancias han cambiado, es evidente que los
abertzales autóctonos han sustituido esta hostilidad extraparlamentaria
por un amor como el de Abelardo y Eloísa, o con los pies más en el
suelo, como el de Tirant y la princesa Carmesina.
El artífice de esta voltereta no ha sido otro que David.
El artífice de esta voltereta no ha sido otro que David.
Lo
que CiU y la CUP compartían era mucho más profundo que lo que los
separaba, y lo mismo podemos decir del conservadurismo catalán y la
izquierda independentista. Cualquiera que sea su diferencia de opinión
respecto a la corrupción y la crisis, para unos y para otros la salida
pasa por la independencia, la causa común de la burguesía y “la voz de
las clases populares” (el alias de la CUP). No la independencia de
verdad, sino una serie de simulacros que no van más lejos del voto, el
desfile festivo y el marketing soberanista: la
independencia-espectáculo. Bueno, no está claro que Mas quiera la
independencia pura y dura, y ya hace tiempo que la política moderna es
puro entretenimiento de masas obedientes: los filisteos como David
Fernández bien que lo saben.
Su función es vender gato por liebre,
maquillando el divertimiento más pacífico como el acto más heroico. El
independentismo de David Fernández, falso antagonista de la política
convergente, se limita a hablar de “un acto de desobediencia masiva al
Tribunal Constitucional”, de un “tsumani democrático” o incluso, de “una
insurrección civil”, lo que no ha sido más que la escenificación de un
enfrentamiento magnificado en exceso entre la partitocracia española y
la catalana, y a la vez, un evento de adhesión incondicional, masivo
pero no mayoritario, a la política sinuosa del presidente.
Parece
que para mucha gente la privatización de la sanidad, el aumento de
precios del transporte y la brutalidad policial, así como el paro, las
desigualdades sociales, los recortes y los desahucios, sean culpa de
Madrid, y no de la administración autonómica y del régimen capitalista
que Convergència quiere garantizar a cualquier precio. Para la clase
dirigente y para la mayor parte de la partitocracia todo ello tiene una
solución: la constitución de un Estado propio, dentro o fuera, con todas
las competencias, especialmente las fiscales.
La virtud de Mas ha sido
saber traspasar este objetivo a las clases medias, a la pequeña
burguesía y a la juventud de comarcas, transformando el ideal patriótico
de la oligarquía en fuerza popular. La operación ha tenido el visto
bueno de la CUP, bien haciendo de florero o de paraguas del partido de
Felip Puig y Pujol, bien reclutando voluntarios para el circo
nacionalista. El abrazo del hombre de negro y el hombre de la mochila es
la prueba del agradecimiento.
La
franqueza convergente no provoca necesariamente la franqueza de la CUP,
puesto que “la voz de los sin voz, de los subalternos y las precarias”
no suena como la voz de Repsol o La Caixa, ni el turismo de masas, los
casinos o la MAT se asemejan al “nuevo modelo social, económico y
cultural” de los independentistas de izquierda. Por eso, la salida del
armario, políticamente hablando, de la CUP, no ha gustado a todos sus
seguidores. Pero aunque lo nieguen, el abrazo de Bergara entre David
Maroto y Artur Espartero ha sido algo más que un gesto personal sin
relevancia política.
No ha sido simplemente cosa de un Fernández que es
así de sentimental y que, “con los ojos enrojecidos” por intensas
emociones patrióticas, sólo buscaba una recompensa hormonal, vaya, la
dosis de oxitocina que las carantoñas hacen producir al cerebro para
disfrutar de lo lindo. Incluso, en su entorno muchos han dicho que “ya
no es el mismo desde que sale en la tele”, y que se ha dejado arrastrar
por la vanidad y el narcisismo al querer ser el “Pablo Iglesias de
Cataluña”.
Es
sabido que la popularidad mediática tiene efectos corruptores. Cada vez
David es más teatral y más histriónico; hay que verlo con la expresión
ponderada, el ademán responsable y la propensión a la frase pomposa al
estilo de “un gran día para la democracia” o “un paso a la plena
libertad”, síntomas evidentes de un cretinismo parlamentario galopante.
Sin lugar a dudas, se cree su personaje y quiere que todo el mundo se lo
crea; es más, bajo su imagen seria y pedante se esconde un arribista
que sigue su propia hoja de ruta, indiferente a las “formas radicalmente
democráticas y éticas de hacer política” que predicaba anteayer, cuando
todavía quería traer “un trozo de calle al Parlamento”.
No olvidamos
que Convergència ha sabido acelerar el tiempo político: la conjunción
del proyecto soberanista y del populismo “indepe” es la mejor prueba de
una unidad elaborada en los pasillos que ha salido a la calle. Los
discursos del pospujolismo y del fernandismo han conseguido juntos
disfrazar una vulgar alternativa capitalista de base local en una opción
democrática y social a la escocesa. Pero que no nos engañen, esto no
tiene nada de personal. Es la materialización más cuidadosa del proyecto
nacionalista de la CUP, que al priorizar la cuestión nacional sobre la
cuestión social, se vuelve perfectamente compatible con la soberanía de
los mercados y los golpes de estado financieros.
No
menospreciamos los esfuerzos contra la corrupción convergente de los
regidores de la CUP, pero ahora parece que hayan perdido importancia. Ya
desde las elecciones municipales de 2011 la CUP mantenía pactos con
regidores de CiU en varios ayuntamientos, siendo el ejemplo más
oportunista el de Arenys de Munt. Un paso adelante fue su entrada en el
Parlamento apoyando a Mas en sus disputas con el gobierno central. La
identificación cupera con determinados aspectos de la política del
presidente como el “derecho a decidir” marchaba viento en popa; en junio
de 2013 Fernández dijo en una entrevista que no descartaba formar parte
de su gobierno. En el Concierto de la Libertad el diputado de los
pobres estaba sentado en la Llotja del Camp Nou (en la zona VIP), con
los renacuajos de la partitocracia catalana, demostrando una especial
sintonía con Oriol Pujol.
Finalmente, el pacto con CiU se firmó al dar
la CUP apoyo incondicional a la consulta del 9N, acto calificado por sus
diputados como “de normalidad democrática”. Lejos de debilitarse, la
alianza del cuatripartito soberanista se reforzó cuando el Tribunal
Constitucional prohibió la consulta y Mas propuso un sucedáneo sin
ninguna validez legal. El lenguaje de la CUP se hacía cada vez más
vacío, sacándose de la mochila todos los tópicos parlamentarios. Después
de cruzar unas cuántas veces el patio de los Naranjos, Arrufat y
Fernández empleaban los lugares comunes de la democracia burguesa cómo
si toda la vida hubieran formado parte de “la casta” tradicionalista.
Con
un abrazo balsámico la CUP cierra el ciclo de la indignación
descafeinada, encontrándose en la vanguardia de la oligarquía catalana,
donde trabaja de balde por una Cataluña reducida a paisaje suburbanizado
de la metrópolis de Barcelona y por un Estado catalán que se desvela
por volverse el paraíso de las multinacionales. Es bastante probable que
esta no fuera su intención inicial, pero la obsesión identitaria abre
la puerta a este poco honorable trabajo. El pueblo catalán, hoy, es una
invención que obedece a intereses locales oligárquicos, poco inclinados a
dejarse llevar por motivaciones liberadoras. El redentorismo
corresponde a los compañeros de ruta como la CUP.
Un partido no hace un
pueblo, ni tampoco una bandera. No hay de pueblo catalán. Bajo el
capitalismo, el único pueblo real es lo de los explotados, hablen la
lengua que hablen. El capital ha uniformizado toda la sociedad,
transformando todos sus elementos en mercancía, sea en el ámbito del
trabajo y el urbanismo, sea en el de la cultura y la vida privada. Sólo
habrá pueblo catalán en la revuelta, fuera del capitalismo y del Estado
que lo protege. Sólo una sociedad sin Estado podrá recrear las
condiciones óptimas para la existencia de un pueblo con más cordura y
determinación que los que se pueden deducir de un folclore subvencionado
y unas tradiciones decorativas.
Para
hablar en plata, los oprimidos tendrán que agruparse al margen de la
política y de la economía, aboliendo las relaciones fundamentadas en el
dinero y la autoridad. Es un proceso que tiene que desarrollarse gracias
a las luchas sociales, no a las combinaciones partidistas; así pues,
mediante las movilizaciones de combatientes, no con demostraciones
entretenidas organizadas para divertir a inofensivos electores.
Revista Argelaga, 18 de noviembre de 2014.



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