“Se debe
morir orgullosamente cuando ya no es posible vivir con orgullo”
Friedrich Nietzsche
De la misma manera que un día nacimos a la Vida, antes o después abandonaremos esta existencia, realidad inexorable a la que nadie es ajeno y que plantea no pocos interrogantes en torno al derecho a morir con dignidad. Hablar de la muerte en nuestra cultura no es un asunto fácil, por estar rodeado de tabúes y perjuicios programados basados en la ignorancia y en el miedo, producto de la hipocresía de esta sociedad artificial e hipócrita donde la haya.
Algunas de las muchas cuestiones que podrían plantearse en torno a la fase final de la vida en estado vegetativo, terminal o insufrible, garantizando, en todo caso, el tratamiento y atención paliativos hasta donde la ciencia sea capaz de llegar y hasta el último momento, podrían ser las siguientes:
¿es moralmente admisible prolongar artificialmente una Vida a la que la Naturaleza ha puesto fecha de caducidad, inyectando al paciente toda clase de medicamentos para mitigar sus dolores, prolongar su tratamiento a sabiendas de su inocuidad o llenándolo de cables hasta hacerlo incluso irreconocible?
¿Es éticamente sostenible impedir al enfermo que pueda decidir no querer ya seguir viviendo, obligándole a un padecimiento insoportable porque los criterios deontológicos y la hipocresía social así parezcan imponerlo?
¿Habría que dar un paso adelante y regular legalmente, en casos muy concretos y taxativos, la llamada eutanasia activa (del griego eu-thanasia = buena muerte), fundamentalmente con la finalidad de cerrar cualquier posibilidad a políticas de carácter eugenésico, así como despenalizar el auxilio al suicidio (tipificado en el artículo 143.2 del Código Penal pese a que el 60% de la población sea partidario de no incriminarlo) y dar carta de naturaleza a la eutanasia pasiva (no actuar para prolongar la vida o actuar por omisión), ya de hecho, aplicada en innumerables casos, aunque la Asociación Médica Mundial la considere siempre contraria a la ética mientras la Organización Mundial de la Salud no diga nada al respecto circunscribiéndose a describir las modalidades de la activa?
¿cómo admitir que tomemos decisiones por el enfermo, incluso sin contar con él, cuando éste disponga de pleno discernimiento?
¿Debería admitirse como válido el llamado “testamento biológico”, en el que la persona, en pleno uso de sus facultades cognitivas, establece en qué casos debería dejársele morir caso de verse privado de aquellas o de padecer grandes dolores?
¿Debería ser el médico de atención primaria, antes conocido como “médico de cabecera”, quién asistiese al paciente en su trance final en vez de los equipos especializados de los “cuidados paliativos”, útiles y eficaces pero fríos y distantes aunque no por ello deshumanizados?
¿quiénes somos para ocultarle al enfermo su estado real, disfrazándolo de zarandajas, máxime teniendo en cuenta que el interesado intuye mejor que nadie la auténtica realidad? ¿deberíamos ser nosotros o los médicos los encargados de asumir la responsabilidad de hablarle con claridad?
¿por qué hacemos lo imposible por alargar una vida que ya no es digna, no pensando tanto en el sufrimiento del enfermo sino en nuestro propio egoísmo?
¿somos conscientes de que, cada día más, nos aferramos, por comodidad, a que el fallecimiento de nuestros seres queridos tenga lugar en la fría cama de un hospital, en vez de en la calidez de su hogar?
¿Puede alargarse una vida artificialmente, sin ninguna posibilidad real apreciable de mejora, aunque ello suponga enormes costes económicos para el sistema general de salud en detrimento de otras necesidades tendentes a alargar o mejorar otras vidas con garantías reales de dignificarlas?
Estas y otras muchas cuestiones cabría plantearse en torno a un asunto tan natural como “antipático” de abordarse en la sociedad occidental, a diferencia de otras culturas donde la muerte y el derecho a morir con dignidad forman parte de su idiosincrasia.
La muerte es pues un tabú al que nos enseñan a temer, a no enfrentar y hasta ignorar, hasta que ya no hay más remedio (yo mismo me vi en esta tesitura hasta que no me quedó otra opción tras el fallecimiento de mi madre), al tiempo que el debate ético en torno al derecho a morir dignamente se convierte en un asunto de extraordinaria importancia al que nadie debiera estar ajeno.
Un derecho, el de morir con dignidad, tan incuestionable como lo es el vivir de la misma manera, con independencia de la discusión ética sobre el cómo, cuándo y en qué condiciones podríamos ponerla fin, cuando la vida no sea ya más que mera biología a medio ensamblar, pues respetando todas las disquisiciones morales, espirituales o materialistas, es esta una decisión que pertenece al foro más íntimo de cada cual y, por lo tanto, al sancta sanctorum de nuestra conciencia.
Pd: recomiendo que veas, si no la has visto ya, la película “MAR ADENTRO
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