Pedro J.: “Rajoy es un estafermo, una veleta
manejada por el viento, un papamoscas de la catedral de Burgos”
Por primera vez, el exdirector de 'El Mundo',
defenestrado por Casimiro, no puede publicar su artículo dominical; las
redes se hacen eco
Carta de un arponero ingenuo
El estafermo
Por Pedro J. Ramírez
Poco
antes de ahorcarse en la calle del Farol Viejo –“la más oscura que pudo
encontrar”, según Baudelaire- el extravagante Gérard de Nerval, famoso
entre los parisinos por su costumbre de sacar de paseo a su langosta
cual si fuera un caniche, escribió algunos de los relatos más
inquietantes de la literatura decimonónica.
En
uno de ellos aparecía un pobre hombre que sacaba pecho ante su esposa
porque había logrado un contrato como estafermo, en un remedo de las
viejas justas medievales. Llegaba a casa medio tullido, más vapuleado
que un Ecce Homo, pero orgulloso de haber arreado algún que otro
guantazo a personas distinguidas, por mor de las leyes de la física.
Originariamente
el estafermo era un muñeco giratorio, firmemente plantado en un lugar
de la pista del torneo –de ahí la etimología italiana: “sta’ fermo”-,
que enarbolaba en un brazo un escudo y en el otro, igualmente rígido,
una correa con bolas de hierro o saquillos de arena. Los lanceros debían
impactar al galope en el escudo y escabullirse con la suficiente
rapidez para no ser golpeados por la espalda, e incluso derribados, por
esos objetos contundentes que ellos mismos activaban con su ímpetu.
La
naturaleza del estafermo residía en su carácter inerte, en su falta de
iniciativa, en su abulia existencial, en su condición tan yerma como
yerta, en contraste con la vitalidad actora del jinete.
En definitiva
tanto el premio, al golpear el escudo, como el castigo, al girar al
monigote y convertirlo en traicionero bumerán, dependían del difícil
equilibrio entre la contundencia y la agilidad del caballero. Ya en 1611
Sebastián de Covarrubias escribía que el estafermo “algunas veces suele
ser un hombre que se alquila para aquello… con que da de reír a los que
miran”. Claro: mucha más gracia que el muñeco con apariencia de persona
hace siempre la persona con apariencia de muñeco.
Pero
si aconsejo acudir a Manzanares el Real, Ferrol o algún otro lugar en
los que aún se revive la tradición medieval del estafermo no es para
ejercitar la risoterapia sino el análisis político. De hecho fue al ver
funcionar el mecanismo en una película de época cuando yo mismo encontré
la respuesta al enigma que venía obsesionándome: ¿Cómo es posible que
Rajoy tenga tan merecida fama de indolente en el ejercicio de sus
responsabilidades y aparezca a la vez rodeado de una aureola de
implacable liquidador de antagonistas, a medio camino entre el
misterioso anfitrión de la isla de los Diez Negritos y el expeditivo
señor Lobo de Pulp Fiction?
Ese
modelo no existe en la vida. Nadie es tan zambo para la construcción y
tan virguero para la destrucción. El pasmarote lo es igual para lo malo
que para lo bueno y el hombre de acción nunca deja de romper huevos al
tratar de hacer tortillas. Sólo el estafermo se mueve estándose quieto.
Ese es, o más bien eso es, al fin he visto la luz, el Rajoy que nos
gobierna: una veleta manejada por el viento, un diapasón que reverbera
sonidos externos, un gong sobre el que golpea el mazo ajeno, un pelele
en el torneo político que sirve en la misma carambola de saco de las
bofetadas y títere de cachiporra
En
el fondo tiene razón cuando desvía las culpas de todo a los demás.
Porque el Rajoy ejecutivo no existe, no ha existido jamás. A ver, que
alguien recuerde algo de provecho o algún destrozo notorio que hiciera
como presidente de Diputación, ministro de esto y de lo otro o vicetodo.
Rajoy somos los otros: nuestros errores y fracasos, nuestras
autodestructivas reglas del juego que han parido una encastada
cupulocracia. De la ausencia de los mejores pasamos primero a la
presencia de los peores, luego a la nada con gaseosa y en este mascarón
de proa ya ni siquiera quedan las burbujas.
Fue
al permitir que los partidos usurparan nuestros derechos de
participación política cuando fuimos inventando al Rajoy inanimado, el
autómata sin iniciativa, el papamoscas de la catedral de Burgos, el
hombre sin atributos de Musil, relator de una acción paralela que nunca
llega a ocurrir. Ese artefacto, ahí plantado como un guardia urbano con
sus guantes, su porra y su silbato, que cuando menos lo esperas te da
una leche por la espalda. Pero no es él sino tú mismo con tu exceso de
velocidad, tu despiste ante el semáforo en ámbar, tu medio sorbo de
alcohol en sangre o tu claxon demasiado ruidoso quien activa el radar
del robot, la desalmada retribución del estafermo.
Aznar
lo fue llevando de un sitio a otro, plantándolo ora en Administración
Territorial, ora en Cultura, ora en Interior sin consecuencia alguna
para el Estado. Luego lo eligió sucesor precisamente por eso: porque no
existía. ¡Y claro que tampoco fue Rajoy quien ideó, inventó, imaginó o
diseñó –palabras ignotas en su léxico- la corrupción en Génova! Pero si
se repartían sobresueldos, él ponía la mano, cogía la caja de puros y
mañana más; si se cobraban mordidas, él recibía al donante, hablaban de
fútbol y mañana más; si el tesorero millonario se veía en apuros
judiciales, le mandaba mensajitos de apoyo y mañana más. No iba a ser un
estafermo quien alterara el curso de los astros.
El
suyo era un escuálido sol de invierno abocado a un fulminante ocaso. En
la campaña de 2008 me di cuenta de que hasta en la Plaza del Obradoiro,
cuando se le acercaban cariñosos sus paisanos, el rígido autómata,
incapaz de toda empatía, movía con dificultad sus articulaciones
oxidadas. Bastó que enfrente tuviera a un ser humano, lleno de
imperfecciones pero con cierta sangre en las venas y razonable riego
cerebral, para que por segunda vez fuera noqueado. No quedaba sino la
hierática despedida del balcón de Génova.
Pero
esa noche cuando Faetón ya encerraba su carro en la estrellada cochera y
se aprestaba a enviar a la hojalatería aquellas chapas, cables y
tornillos de su recogida póstuma, tres compinches muy dispares
–Gallardón, Arenas, Camps- y un avariento e insaciable Stromboli,
empeñado en extraer hasta el último euro negro de su imaginativo
invento, “la marioneta sin hilos”, convencieron a un prejubilado
vocacional, con igual nombre que el estafermo, para que ocupara su
lugar. Y lo alquilaron enseguida.
Ahí
fue cuando se jodió el Beluchistán. Diríamos que Rajoy empezó a hacer
de Rajoy como Pierre Menard comenzó a escribir el Quijote. En ambos
casos la copia fue escrupulosa pero la diferencia estaba en el original y
el amanuense: lo que va de Arriola a Borges. La catástrofe sobrevino
cuando el humano cejialto sucumbió en Pearl Harbor, el PSOE sacó del
desván a un paquete perdedor, y el sosias del maniquí barbudo llegó a la
Moncloa con mayoría absoluta.
Apenas
los serviles ministriles, embutidos en sus refulgentes libreas de
colores, habían hecho sonar las trompetas y atabales que anunciaban el
inicio de la justa cuando, sin comerlo ni beberlo, el estafermo nos
propinó su primera descomunal galleta. Resultaba que el déficit público y
las exigencias europeas habían impactado en el escudo y el Rajoy de
carne y hueso que, como el personaje de Nerval se pavoneaba ya en
familia, reaccionó con el mismo automatismo con que lo hubiera hecho el
Rajoy de madera de alcornoque: impuestazo y tente tieso.
Poco después
los etarras golpearon el escudo con los aldabonazos de los siniestros
compromisos adquiridos y el brazo rígido del estafermo repercutió sobre
la parte de atrás de la cabeza de las víctimas, reinsertando a sus
verdugos, incluido el abominable Bolinaga.
Desde
entonces todo ha seguido la misma pauta. Tenía razón Lucía Méndez el
otro día: Rajoy ha nacido para hacer de Rajoy. Nunca podrá imitar a otro
muñeco. El día que lo parieron Proteo se había ido de parranda.
Fijémonos en el maquinismo de su conducta inane durante este último
remedo de rebelión de los catalanes: convocatoria, impugnación…
convocatoria, impugnación… ding, dong… ding, dong, PF1 insertar. “No
puedo hacer otra cosa”, alega el estafermo. Cada vez que oye “dominus
vobiscum”, va y responde “et cum spiritu tuo”.
Ahí
tenemos al brazo listo y al brazo tonto de la ley, empalmados en un
mismo priapismo. Por eso lo de hoy está a la vez prohibido y permitido.
¿Política… quién dijo política? ¿Reformas… no las hicimos ya en Génova?
¿Artículo 155… a qué libro de salmos pertenece eso? Cada vez que habla
en público se escucha la misma canción: “Soy tan sólo una muñeca que no
sabe de amor/ soy de cera, soy de trapo, pero no de salón/ Mi vida es
dulce como un bombón/ Poupée de cire, poupée de son”.
A
pesar de su leyenda negra, ni siquiera es un malvado. El mal necesita
esmero y diligencia.
Si te da con la estaca es por inercia. Le sacas los
SMS en portada y eres tú mismo el que activas, con ese idealismo que te
lleva a ir a por todas sin cubrirte las espaldas, el código rojo de las
defensas nucleares que manejan al unísono el poder político y el
económico. ¡Cuántos de los implicados en mi acoso y derribo no se
arrepentirán ahora, a la vista de este CIS que augura lo peor, por haber
desaprovechado aquella ocasión en la que tuvieron a huevo rescindirle
el contrato al estafermo!
Dice
Pérez Reverte que “Rajoy parece una liebre paralizada en una carretera
ante los faros de un automóvil” y yo disiento. La parálisis requiere
movimiento previo. ¿Rajoy una liebre, querido Arturo? Ni a conejuelo de
gazapera llega. ¿Cuándo le has visto brincar, recortarse, emprender
carrera alguna hacia ningún sitio? Para mí que es el crustáceo exánime,
esa palinurus interruptus que arrastraba Nerval simulando que había
tracción entre sus pinzas.
La
ansiedad social por el hecho de que Rajoy no reaccione ante ningún
desastre recuerda el momento del reinado de Carlos II en el que se decía
que el monarca tomaba decisiones bajo el influjo de un encantamiento.
El remedio fue, según relata Carmen Sanz Ayán en su fascinante estudio
sobre el teatro palaciego de la época, encargar un comedia, titulada “El
hechizo sin hechizo”, en la que “se desmitificaba la magia como algo
que pudiera determinar la conducta del ser humano”.
La representación
acreditó la verdad. Nadie había suministrado a Carlos II filtro o
bebedizo alguno -en realidad no hacía falta- pero aquel último Austria,
tan débil de voluntad como de remos, pasó a la Historia como “El
Hechizado”.
No le
demos más vueltas. Esto ya no se arregla a bocinazos. El estafermo
siempre permanecerá estólido en su estrago. Lo suyo no es coyuntural
sino ontológico. En lo que sí tiene razón Pérez Reverte es cuando añade
que “lo malo es que nos van a atropellar a todos”. Por eso no veo más
salida de emergencia que la de la calle del Farol Viejo, tal y como la
dibujó Gustave Doré, con la trompetera parca arrastrando hacia al más
allá no sólo el alma del finado sino también las de todas sus hechuras
de ficción.
http://www.elplural.com/2014/11/09/pedro-j-rajoy-es-un-estafermo-una-veleta-manejada-por-el-viento-un-papamoscas-de-la-catedral-de-burgos/
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