Pocas veces habrá sucedido que alguien con tan escasos méritos
públicos haya sido objeto de tantos reconocimientos institucionales. Y
no solo institucionales, sino también populares. Lo paradójico del caso
de María del Rosario Cayetana Fitz-James Stuart y Silva es que, habiendo
sido una mujer excepcional, las estatuas, medallas y distinciones que
le fueron otorgadas en vida no las recibió por sus sobresalientes virtudes privadas, sino por sus irrelevantes aportaciones públicas.
Irrelevantes en sentido digamos técnico o político, si se quiere, pero
en ningún caso despectivo: fue una mujer sinceramente comprometida con
la caridad y, dado que la caridad mejora objetivamente el mundo, esa
conducta personal suya merecía reconocimiento, sí, pero no un monumento.
Lo ha recordado Alfonso Guerra con las palabras apropiadas: fue “una
mujer muy libre y muy valiente que se puso el mundo por montera, desde
muy jovencita hasta el final de su vida”.
Exactamente. Y además, no hay mucha gente así, ni en España ni en ningún sitio. Por eso despertaba la Duquesa de Alba tanta admiración en quienes la trataron: porque era libre, sencilla y auténtica a pesar de ser la decimoctava duquesa de Alba. Hay más mujeres así, no muchas pero las hay, lo que pasa es que no son duquesas y mucho menos de Alba. Sus virtudes brillaban con tanto fulgor porque adornaban la personalidad de alguien inmensamente rico y perteneciente a una clase históricamente parásita y rentista que en España no nos ha dado más que disgustos.
DUQUESAS, POETAS Y CRÁNEOS PRIVILEGIADOS
Ciertamente, su vida transcurrió en gran parte en Sevilla y Sevilla es mucha Sevilla. Sevilla es tanta Sevilla que demasiadas veces se atraganta de sí misma. Es una ciudad tan dada a erigir estatuas a personajes de papel cuché cuyos merecimientos son bastante recónditos –como la duquesa de Alba o la abuela del rey Juan Carlos– como inclinada a marginar en su estatuaria institucional a talentos universales como Antonio Machado o Luis Cernuda.
Del pobre Machado ha llegado a escribir un cráneo privilegiado local que cómo era posible que alguien pensara siquiera en ponerle un monumento en Sevilla a un tipo que escribió un poema titulado ‘La saeta’, donde se le nota a la legua que ni le gustaba la Semana Santa ni sabía que el Cristo de los Gitanos jamás pidió una escalera ni Dios que lo fundó.
Cayetana era Hija Predilecta de Andalucía y tenía la Medalla de Oro de Sevilla, la Medalla de Oro de Madrid, la Gran Cruz de Isabel la Católica… ¿Por qué tantas distinciones? Quién sabe: puede que las autoridades pensaran, sin saber que lo pensaban, que para una aristócrata que nos salía buena cómo no cargarla de condecoraciones.
De hecho, cuando se releen en los documentos oficiales los méritos por los que le eran concedidos los galardones se advierte la dificultad de sus autores para hallarle méritos precisos, aparte de su generosidad con las personas necesitadas. El decreto de la Junta de Andalucía concediéndole en 2006 el título de Hija Predilecta decía, con no del todo mala prosa diplomática por cierto: “De ella se ha valorado sobre todo su naturalidad, llaneza y alejamiento de la pompa.
Una personalidad nada convencional y que ha combinado su condición de heredera de una de las principales familias aristocráticas de España con una participación sin estridencias del estilo de vida andaluz”.
UNA PREGUNTA INCÓMODA
Y cuando se planteó la iniciativa ciudadana de erigirle una estatua
en pleno centro de Sevilla, los descreídos redactores de la delegación
andaluza del diario Público Olivia Carballar y Raúl Bocanegra titulaban
así su crónica: “¿Qué ha hecho para merecer una estatua?”. El texto
arrancaba así: “Vivir en Sevilla, tener un cariño especial por sus
ciudadanos, transmitir fuera los valores de la tierra, ayudar a algunas ONG y perderse pocos Rocíos y menos Ferias de Abril dan derecho a ser emblema de la ciudad en el rancio cartel de las Fiestas de la Primavera de 2010 y a tener una estatua”.
Ahora bien, el improbable lector que haya tenido la paciencia de llegar hasta aquí no podrá dejar de interpelar al autor: “Bien, vale, todo eso puede ser cierto, pero entonces ¿por qué escribe usted este artículo? ¿Y por qué todos los medios del país y parte del extranjero dedican tantas páginas y programas a la muerte de la duquesa?
Si no merecía las estatuas ni las medallas, ¿cómo explica usted, que es tan listo, ese despliegue periodístico sobre alguien sin mayores méritos?”. Touché, noble lector.
La verdad es que no sabría contestar: supongo que si supiera hacerlo ya me habrían dado una medalla y, obviamente, no es el caso.
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