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martes, 11 de agosto de 2015

LA ORDEN


Elias Canetti (de su libro Masa y poder)
 
«Una orden es una orden»: puede que el carácter definitivo e indiscutible propio de la orden sea la causa de que se haya reflexionado tan poco sobre ella. La aceptamos como algo que siempre ha existido tal cual es, nos parece tan natural como indispensable. Desde pequeños estamos acostumbrados a escuchar órdenes, ellas configuran buena parte de lo que llamamos educación; toda la vida adulta está impregnada de ellas, ya se trate de las esferas de trabajo, de la lucha o de la fe.
La orden es más antigua que el lenguaje, si no, los perros no podrían entenderla. El adiestramiento de animales se basa precisamente en el hecho de que estos, sin conocer lenguaje alguno, aprenden a comprender lo que deseamos de ellos. En órdenes breves y muy claras, que en principio en nada se diferencian de las que se imparten a las personas, el adiestrador va manifestándoles su voluntad. Los animales las obedecen, del mismo modo que acatan las prohibiciones. Resulta pues perfectamente legítimo buscar para la orden raíces muy antiguas; por lo menos está claro que, de alguna forma, existe también fuera del ámbito de la sociedad humana.

El tipo de efecto más antiguo de la orden es la fuga. Le está dictada al animal por una criatura más fuerte, ajena a él. La fuga solo es en apariencia espontánea; el peligro siempre tiene una forma; y ningún animal huirá sin antes haberlo presentido. La orden de huir es tan fuerte y directa como la mirada.


La esencia misma de la fuga presupone desde un principio la diversidad de las dos criaturas que de este modo entran en contacto. Una de ellas se limita a manifestar que quiere devorar a la otra; de ahí la mortal seriedad de la fuga. La «orden» obliga al animal más débil a ponerse en movimiento, al margen de que luego sea perseguido o no. Lo único importante es la intensidad de la amenaza: de la mirada, de la voz, de la forma que impone el terror.
Haremos bien en recordarlo cuando hablemos de la orden entre los hombres. El carácter terrible y despiadado de la sentencia de muerte se trasluce detrás de toda orden.
Lo primero que llama la atención en la orden es que provoca una acción. Un dedo extendido que señala una dirección puede tener el efecto de una orden: todos los ojos que perciben el dedo se vuelven en la misma dirección.
Es propio de la orden no admitir desacuerdo alguno. No es lícito discutirla, explicarla ni ponerla en duda. Es clara y concisa, pues debe ser entendida de inmediato. Un retraso en la recepción perjudica su fuerza.
La acción que se ejecuta bajo una orden es distinta de todas las demás acciones. Es percibida como algo extraño; su recuerdo nos roza como algo ajeno […] Puede que la rapidez de la ejecución que exige una orden contribuya a que la recordemos como algo extraño; pero esto solo no se basta para explicarlo. Lo que cuenta es que la orden provenga de fuera. A nosotros solos no se nos habría ocurrido. Forma parte de aquellos momentos de la vida que nos son impuestos; nadie los desarrolla dentro de sí mismo. Incluso cuando de pronto surgen personas aisladas con una enorme cantidad de órdenes e intentan con ellas fundamentar una nueva fe o renovar una antigua, tales personas mantienen siempre estrictamente la apariencia de una carga extraña e impuesta. Nunca hablarán en su propio nombre. Lo que exigen a los demás les ha sido encomendado; creen haber sido enviados.



Toda orden consta de un impulso y un aguijón. El impulso obliga al receptor a ejecutarla de conformidad con su contenido; el aguijón permanece en aquel que ejecuta la orden.
El aguijón penetra profundamente en la persona que ha ejecutado la orden y allí permanece, inalterable. El contenido de la orden queda conservado en el aguijón.
Es importante saber que ninguna orden se pierde jamás, nunca se acaba realmente con su ejecución, es almacenada para siempre.

Entre quienes reciben ordenes, los más afectados son los niños. Parece un milagro que no se derrumben bajo la carga de cuanto les ordenan y sobrevivan al hostigamiento de sus educadores. Que todo eso lo transmitan más tarde a sus propios hijos, y que lo hagan con no inferior crueldad, resulta tan natural como masticar y hablar. Pero lo que siempre nos sorprenderá es que las órdenes permanezcan intactas desde la más temprana infancia: en cuanto aparezcan las víctimas de la próxima generación, vuelven a estar ahí. Ningún niño pierde ni perdona ninguna de las órdenes con las que fue maltratado.



Sólo la orden ejecutada deja su aguijón clavado en aquel que la cumplió. Quien elude las órdenes tampoco tiene que almacenarlas. «Libre» es solamente el hombre que ha aprendido a eludir las órdenes, y no aquel que sólo después se libera de ellas. Y quien más tiempo necesita para esa liberación, o quien no es capaz de conseguirlo es, sin duda, el menos libre.

Ningún hombre sin prejuicios sentirá como carencia de libertad el hecho de seguir sus propios impulsos. Incluso cuando estos son más intensos y satisfacerlos supone las complicaciones más peligrosas, cada cual tiene la sensación de actuar por sí mismo. Pero todos se remueven en su fuero interno contra la orden que les ha sido enviada desde fuera y tiene que ejecutar, todos hablan entonces de presión y se reservan el derecho a la subversión y a la rebelión.
La orden de fuga, que contiene una amenaza de muerte, supone una gran diferencia de poder entre los implicados. El que pone en fuga al otro podría matarlo. En la naturaleza, esta situación fundamental se debe a que muchísimas especies zoológicas se alimentan de animales. Ellas mismas viven de otras especies. Así, la mayoría de los animales se sienten amenazados por otros de otra especie y reciben de ellos, extraños y enemigos, la orden de huir.

Pero lo que en la vida cotidiana nosotros llamamos orden de desarrolla entre seres humanos: un amo ordena a su esclavo, una madre ordena a su hijo. La orden, tal como la conocemos ha evolucionado alejándose muchísimo de su origen biológico, la orden de fuga. Se ha domesticado. La utilizamos en las relaciones sociales en general, pero también para la convivencia más íntima; el Estado no desempeña un papel menor que la familia. Su aspecto es totalmente distinto del que hemos descrito como orden de fuga. El amo llama a su esclavo; este acude, aunque sabe que va a recibir una orden. La madre llama a su hijo y este no siempre se escabulle. Aunque lo abrume con órdenes de toda clase, en términos generales, el niño, que sigue confiando en ella, acude a su llamada y permanece cerca. Lo mismo vale para el perro: permanece junto a su amo, a cuyo silbido responde de inmediato.

¿Cómo se llegó a esta domesticación de la orden? ¿Qué hizo inicua la amenaza de muerte? Esta evolución se explica por una especie de soborno que se practica en cada caso. El da de comer a su perro o esclavo, la madre alimenta a su hijo. La criatura que vive en estado de sometimiento está acostumbrada a recibir su alimento de una sola mano. El esclavo o el perro reciben alimento exclusivamente de su amo, ningún otro está obligado a ello, en realidad nadie más tiene derecho a alimentarlos. La relación de propiedad consiste en parte en que todo alimento les llega sólo de la mano de su amo. A su vez, el niño es totalmente incapaz de alimentarse por sí sólo. Desde el primer momento se aferra al pecho de su madre.

Se ha creado un estrecho vínculo entre la orden y el alimento que se dispensa. Este vínculo aparece de forma muy clara en la práctica del adiestramiento de animales. Cuando el animal ha hecho lo que debe hacer, recibe su golosina de la mano de su adiestrador. La domesticación de la orden la convierte en una promesa de alimento.

Esta desnaturalización de la orden de fuga biológica educa a hombres y animales para una especie de cautividad voluntaria, en la existen toda clase de grados y matices. Sin embargo, no modifica  por entero la naturaleza de la orden. La amenaza se mantiene siempre inherente, solo que atenuada. En caso de desobediencia existen sanciones explícitas que pueden ser muy severas; la más severa es la primigenia: la muerte.
El soldado en activo actúa sólo bajo orden. Puede que le apetezca esto o aquello; pero como es soldado sus deseos no cuentan, debe renunciar a ellos. Para él no hay encrucijadas que valgan, pues aunque se le presentase alguna, no es él quien decide cuál de los caminos ha de seguir. Su vida activa se halla limitada por todos lados. Hace lo que todos los demás soldados hacen con él; y hace lo que le ordenan. La privación de cuantas acciones otros hombres creen realizar libremente, lo vuelve a él ávido de las que debe ejecutar.

Un centinela que permanece horas inmóvil en su puesto constituye el mejor ejemplo de la condición psíquica del soldado. No le está permitido alejarse, dormirse ni moverse, a excepción de determinados movimientos que le son prescritos con total precisión. Su servicio propiamente dicho es la resistencia a cualquier tentación de abandonar su puesto, sea cual sea la forma como esta se le presente. Este negativismo del soldado, como muy bien se lo puede llamar, es su columna vertebral. Reprimirá todas las motivaciones habituales que nos llevan a actuar, como el deseo, el temor, la inquietud, y que tan esenciales son para la vida humana. Su mejor forma de combatirlas es evitar confesárselas.

 
 
Todo acto que ejecute realmente deberá estar sancionado por una orden. Como para cualquier persona resulta muy difícil no hacer nada, se acumula en el soldado una gran expectativa acerca de aquello que le está permitido hacer. El deseo de actuar va acumulándose y aumenta sin tasa. Pero como toda acción va precedida de una orden, la expectativa se vuelve hacia esta: el buen soldado está siempre en un estado de consciente espera de órdenes, que es acrecentada en todos los sentidos por su formación y se pone claramente de manifiesto en las posturas y fórmulas militares. El momento crucial en la vida del soldado es aquel en que adopta la posición de ¡firmes! ante un superior. En estado de máxima tensión y receptividad se cuadra ante él, y la fórmula que pronuncia –«¡A la orden!»– expresa con gran precisión qué es lo importante.



Durante su instrucción, al soldado se le prohíben más cosas que al resto de las personas. Cualquier transgresión, por mínima que sea, es severamente castigada. La esfera de lo no permitido, con la que todos nos familiarizamos desde niños, adquiere proporciones gigantescas para el soldado, que ve cómo en torno a él van alzándose muros cada vez más altos, que se iluminan a medida que surgen. Es un prisionero que se ha adaptado a las paredes de su celda; un prisionero que está contento de serlo. Mientras otros prisioneros piensan en una sola cosa: cómo podrían horadar o escalar esos muros, él los ha aceptado como una nueva naturaleza, como un entorno natural al que uno se adapta y en el cual acaba transformándose.
Es parte de la formación del soldado aprender a recibir órdenes de dos maneras: solo o junto con los otros. La instrucción lo ha acostumbrado a movimientos que ejecuta juntamente con los demás y que todos han de efectuar exactamente del mismo modo. Interviene aquí una especie de precisión que se aprende mejor imitando a los otros que solo. Así llega a ser como ellos; se establece una igualdad que en algún momento puede ser utilizada para transformar una división militar en una masa. En general, sin embargo, se desea lo contrario: igualar a los soldados entre sí lo más posible sin que de ello surja una masa.
 

 
 
Cuando están juntos como unidad, los soldados reaccionan a todas las órdenes impartidas en conjunto. Pero ha de subsistir la posibilidad de separarlos, de hacer salir de las filas a uno, dos, tres hombres, la mitad, todos los que el superior desee. El hecho de que todos marchen juntos es accesorio; la división es utilizable en la medida en que pueda escindirse. La orden debe poder llegar a un número de hombres cualquiera: un, veinte o la división entera. Su efectividad no ha de depender de a cuántos soldados se dirige. Es la misma orden, tanto si es impartida a uno solo como si son todos los que la reciben. Esta naturaleza invariable de la orden es de la máxima importancia; la sustrae a todas las influencias de la masa.
 

Quien ha de impartir órdenes en un ejército debe poder mantenerse libre –tanto fuera como dentro de sí mismo– de cualquier masa. Lo aprendió cuando le enseñaron a esperar órdenes.
 
 
 
 

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