Por Mikel Arizaleta
Fue Harald Martenstein, quien sorprendido me contó su encuentro:
“Fue poco antes de vacaciones, me
encontraba en ciudad ajena y me acerqué a la estación en taxi. El chofer
me preguntó si tenía tiempo, me invitaba a un café. Jamás me había
ocurrido cosa igual. Y tomamos un café largo en la estación.
Hablaba correctamente el alemán. Me contó que hace 20 años llegó a Alemania con su mujer y sus hijos. Siete hijos en total.
-“¡Qué hermosura!”, dije yo.
-“Pero, a pesar de todo, mucha suerte,
prosiguió; al poco de llegar conocí a una alemana, separada y con dos
hijos. A los dos días la pedí en matrimonio”.
-“¡Oh!”, se me escapó.
-“Tuve que hacerlo, dijo él. Fue muy
fuerte. Mi primera mujer regresó a Paquistán. Nos repartimos los hijos.
Los tres mayores se quedaron conmigo, tres hijos. Hoy los tres con
futuro halagüeño: un médico, un arquitecto y el otro todavía estudiante.
Mi segunda mujer me enseñó alemán. Cuando nos conocimos no sabía ni
palabra.
Pero ella era muy inteligente, secretaria de dirección.
Renunció al trabajo para estar más tiempo conmigo. No fue sencillo.
Conformábamos una pareja inexplicable, rara. Ella, una mujer exitosa,
yo, un hombre desvalido, con pinta extraña, sin ser capaz de hablar dos
frases seguidas. Juntos montamos una empresa. Hoy tengo bastantes taxis y
varios empleados. También construimos una casa. Todo lo que emprendimos
resultó exitoso, y no es cuento.
-“¿Y sigue teniendo contacto con su primera mujer?”, le pregunté
El hombre negó con la cabeza.
-“Desde que murió mi segunda mujer todo
cambió, no salgo del taxi, soy incapaz de hacer otra cosa. Me asusta la
casa. Conduzco el taxi día y noche. A veces invito a un desconocido,
como usted. Quienes me conocen están hartos de mi historia.
-“Venda la casa”, le propuse.
Su respuesta fue que no puede, que era
del agrado de su esposa. La idea de que en ella viva otro que no sea su
esposa muerta le resulta insoportable.
-“Murió muy rápidamente, de un día para
otro. A menudo escucho el consejo: debes emprender algo nuevo, quizá con
otra mujer. Mis amigos quieren, pero vivir con otra me es imposible.
Quizá con el tiempo cambie”, comenta.
-“Sin duda, le digo, lentamente pero irá a mejor. ¿Cuánto tiempo hace que murió su mujer?
– “Hace ya seis años”, respondió
Pero al narrar su amarga historia no
parecía agobiado, con ese tono hubiera podido hablar también del
tiempo. Luego, en el tren, pensé que quizá era la centeava vez que
contaba su pena y quebranto, arrojando al viento cada vez gramos de
lastre y pena, que es lo que ocurre con la narración de historias.
Porque da igual que se haga en forma de
columna cómica o de novela dramática, si no hay dolor ni preguntas
afiladas al viento uno no tiene nada importante que contar.
El hombre feliz sería el acabose de la literatura, una idea atroz.
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