Pocas cosas más endebles que
una línea roja. Su color no es una advertencia de peligro, sino una
forma de hacerla más visible en el momento de cruzarla, un subrayado al
gesto de dejarla atrás. Y si de negociaciones políticas hablamos, las
líneas rojas son el plumón del cortejo, la mano de cartas con que cada
parte se sienta a la mesa: “Ojo, que tengo aquí una línea roja, algo
tendrás que darme para que la cruce…”
Estos días todos trazan en
el suelo líneas rojísimas: de aquí no paso. Pero yo no me creo ni una.
Ni una sola. Y cuanto más enfáticas son, menos creíbles. Más que nada
porque, en la España de los últimos años, no hay una sola línea roja que
siga en su sitio. Ni una sola. La que no hemos pisado y cruzado es solo
porque se ha desplazado, la hemos echado varios metros hacia allá para
seguir avanzando bajo la ficción de no haber pisado en sagrado.
Antes de la crisis, por
ejemplo, los derechos sociales y el Estado de Bienestar eran líneas
rojas. La sanidad, la educación. Cada vez más endebles, cierto, y a
merced de incursiones privatizadoras; pero creíamos que aguantarían.
Llegó la crisis y sobre ellas cruzaron los tanques de la austeridad
europea.
No dejaron nada en pie.
Pero no solo los gobiernos:
también muchos ciudadanos hemos ido saltando líneas rojas a fuerza de
necesidad. La desobediencia civil o la ocupación de viviendas eran
opciones minoritarias, “antisistema”, hasta hace dos días. Hoy muchos
ciudadanos están ya al otro lado de la cerca. Y quienes no hemos
saltado, sí hemos desplazado nuestras líneas rojas mentales, aceptando
lo que antes parecía inaceptable.
Más líneas rojas
franqueadas. En Cataluña el independentismo era hasta hace nada un más
allá poco frecuentado, y miren cuántos se han lanzado a trepar esa valla
en los últimos años, que parece la madrugada del Rocío. En cuanto a la
izquierda española, también se han desplazado o saltado unas cuantas
rayas rojísimas de la mano de Podemos en el último año, con no pocos
crujidos. Y en lo más reciente, el pasado 20D hubo millones de votantes
que traspasaron las líneas rojas de sus fidelidades de voto.
Por eso creo que, a la hora
de negociar un gobierno en el fragmentado nuevo Congreso, no hay línea
roja que valga. Ni una. Si al final no es posible formar gobierno, serán
otras las razones, de táctica electoral con un ojo puesto en la
repetición de las elecciones, pero no por principios inquebrantables.
Entre esas líneas rojas que
unos y otros excavan en el suelo como trinchera, la más roja de todas es
hoy el referéndum en Cataluña. Den por hecho que acabará cayendo
también. Quizás tarde un poco más, pero al final habrá un referéndum.
Igual no se llama tal, sino “consulta” o cualquier eufemismo que
facilite el trágala para unos, mientras los otros ceden en que no sea
inmediata sino a medio plazo y asociada a una reforma constitucional más
amplia.
Todos cederán algo en el
diseño de la consulta, pero estoy seguro de que habrá una mayoría
parlamentaria que acepte celebrarla. Y no porque haya fórmulas legales
para hacerlo; ni siquiera porque así se desatascaría la situación en
Cataluña y en España. Sino porque para cada vez más españoles ese
referéndum ha dejado de ser una línea roja.


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