Si las
teorías de Albert Speer sobre las ruinas de los imperios fueran ciertas,
si la grandeza de los imperios, si la conexión con las generaciones
futuras se estableciera a través de lo que quedó de sus ruinas,
tendremos una oportunidad más para agachar la cabeza y aceptar que una
vez más no supimos hacer nada que elevara a esa humanidad a la que
decimos pertenecer, y sí hundirla un poco más, si es que eso era
posible.
Las ruinas
de la Comunidad Valenciana no hubieran gustado a Speer. Demasiado
hierro.
Demasiado mal gusto junto en proyectos sin unidad estética, sin
criterio, sin un ápice de respeto por un medio ambiente devastado por la
ignorancia de los que se dejaron llevar. No, no estaban solos los
grandes arquitectos de este despropósito. Muchos les votaron, muchos
esperaban la gracia de éste o aquél. Hace falta un pequeño ejército de
personas colocadas en lugares estratégicos para que todo fluya tan
maravillosamente y tome ese brillo de barra libre que tuvo durante
años.
Al mismo
tiempo, aquí se muere muy poco a poco, tal vez de ahí venga nuestro
legendario aguante. El clima es benévolo y el carácter afable de la
gente -¡sólo hay que ver a Rus!- hace que ser expoliado parezca menos
grave. Hay poca gente que haya sonreído tanto como la del partido
popular valenciano y su numerosísimo club de fans. Tal vez porque no
eran dependientes que sanaban por sorpresa, y que por lo tanto, dejaban
de percibir la miseria que percibían.
Para edificar una falla como la
que se está quemando, hizo falta mucho dinero. Tacita a tacita, decía la
publicidad. La sonrisa sólo se ha perdido en el coche celular; ya era
hora que sintieran los investigados lo mismo que el vulgo, un poco de
esa incomodidad con la que convive diariamente cualquier alumno o
profesor en los barracones donde se pasa frío, calor y se aprende a
reparar cualquier cosa.
(Es como un
absoluto de cutrez: niños y enfermos expoliados, es casi insuperable.
Podemos afirmar entonces sin exagerar que las ruinas del emporio
valenciano del PP son muy poco valiosas estéticamente, y éticamente,
repugnantes.)
La grúa que
se retorció durante años, oxidada en el suelo a unos metros de mi casa,
en un solar cuyo proyecto fue retirado, era como un animal moribundo que
se resiste, que parecía que aún iba a levantarse. La cubrieron las
malas hierbas y por un instante ya no era desolación y ruina, ya no era
la imagen del suicidio del sistema, corroído por sus propias miserias.
A
veces pasa que vas por la calle y la bestia te llama para que la mires
en forma de edificio saqueado. No hay ruina que nos defina mejor como
comunidad que una de esas fincas donde los pisos están destrozados e
inservibles, sin haber sido habitados.
Estaba
buscando una palabra: inutilidad. Esa es la palabra que define a los
fabricantes de ruinas.
Son tan inútiles, tan gravosos, tan sumamente
prescindibles que sin querer estás frente a Speer preguntándote por la
maldad, por el arrepentimiento y por la banalización del sufrimiento que
hay debajo de las ruinas de esta comunidad que no era Camps en la
Albufera: era la mujer sin piernas que según la Consellería mejoró de un
día para otro. Milagro.
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