Javier Benegas y Juan M. Blanco
En la genial novela de de Philip Roth, La mancha humana, la vida del decano universitario Coleman Silk se desmorona tras interesarse por dos estudiantes que han faltado a todas sus clases, “¿Conoce alguien a estos alumnos? ¿Tienen existencia sólida o se han desvanecido como negro humo?” pregunta en el aula. Desgraciadamente para Coleman, uno de los aludidos resulta ser afroamericano y, cuando llega a sus oídos la pregunta, la interpreta como un ataque racista.
Aunque no había ánimo ofensivo en sus palabras, puesto que jamás había visto al estudiante, Silk es acusado de racista, cesado como decano y despedido. Sin otra universidad dispuesta a contratarlo, su economía familiar se deteriora rápidamente. Padece el rechazo de la comunidad, el repudio de amigos y conocidos y, en el colmo de la desdicha, su esposa sufre una apoplejía a causa del estrés y fallece.
Numerosos profesores norteamericanos son censurados o expulsados de las universidades porque sus discursos, o siquiera sus apreciaciones, turban a un alumnado cada vez más sobreprotegido e infantilizado
Aunque el decano Silk sea un personaje de ficción, Philip
Roth refleja las vivencias de infinidad de profesores norteamericanos
censurados o expulsados de las universidades porque sus discursos, o
siquiera sus apreciaciones, turbaban a un alumnado cada vez más
sobreprotegido e infantilizado. Porque no se ajustaban a lo políticamente correcto.
¿Universidades o jardines de infancia?
Hace poco más de dos años, según realtó Judith Shulevitz, estudiantes de la Universidad de Brown
organizaron un debate abierto sobre agresiones sexuales.
Inmediatamente, otro grupo de alumnos, temeroso de que los
intervinientes pudieran exponer ciertas ideas “negativas”, protestó ante
la dirección argumentando que la universidad debía ser un “espacio
seguro” donde nada avivara los traumas de las víctimas.
Las autoridades
académicas no cancelaron el acto, pero pusieron a disposición de los
asistentes su propio “espacio seguro”: una sala contigua donde
cualquiera pudiera acudir para recuperarse de algún punto de vista turbador,
y, si se sentía con fuerzas, regresar al debate.
La estancia estaba
equipada con cuadernos para colorear, juegos de plastilina, cojines,
música relajante, mantas, galletas, chicles, incluso un video en el que
aparecían perritos jugando.
También contaba con personal cualificado
para atender posibles traumas. Cuando el evento finalizó, dos docenas de
personas habían pasado por esta sala, una de las cuales explicó: “me
sentía bombardeada por unos puntos de vista que van en contra de mis
creencias más íntimas”.
En otra ocasión, un profesor del Columbia College
recomendó la visita a una interesante exposición de arte samurai
japonés. Inmediatamente, uno de sus estudiantes protestó airadamente,
tachando su sugerencia de políticamente incorrecta
porque podía herir la sensibilidad de los alumnos chinos.
Obviamente,
la objeción era absurda; la invasión de China por el ejército imperial
japonés había finalizado setenta años atrás. Sin embargo, para el
estudiante el tiempo transcurrido era irrelevante. Siguiendo su lógica,
el arte alemán ofendería en Francia, el francés en España por la
invasión napoleónica, o el español en Flandes.
Larry Summers tuvo la desgraciada ocurrencia de defender teorías donde se mostraba que el coeficiente de inteligencia de los hombres presenta una dispersión, una varianza mayor que el de las mujeres
Otro caso llamativo es el del ex presidente de la Universidad de Harvard, el economista Larry Summers,
que tuvo la desgraciada ocurrencia de defender teorías donde mostraba
que el coeficiente de inteligencia de los hombres presenta una
dispersión, una varianza mayor que el de las mujeres, planteando como
hipótesis que este hecho podía influir en la asignación de puestos de
trabajo en las escalas más altas y más bajas.
Automáticamente fue
acusado de machista y, tras una durísima campaña en su contra, Summers
se vio obligado a dimitir en 2006.
Del oscurantismo a la ignorancia
El calvario de todos estos profesores ilustra la plaga de
la corrección política, una moda que invade los campus universitarios
del mundo desarrollado, constituyendo una asfixiante censura que, en no
pocas ocasiones, provoca dramas absurdos perfectamente evitables.
Lo
peor, con todo, es que condena a la sociedad al oscurantismo, a la
ignorancia. Al fin y al cabo, Summers sólo podría haberse ahorrado el
calvario falseando las teorías, adaptándolas a la “realidad” de lo
políticamente correcto o, sencillamente, renunciando a su exposición.
Por su parte, el profesor de Columbia debería pensárselo dos veces antes
de recomendar exposiciones de arte a sus alumnos puesto que todas, de
alguna manera, herirán la sensibilidad de alguien. En cuanto a los
estudiantes de la Universidad de Brown, para evitar sobresaltos tendrían
que renunciar a organizar debates abiertos.
“La universidad no puede ser un ‘espacio seguro’. El que lo busque, que se vaya a casa y abrace a su osito de peluche” Richard Dawkins
El irresistible avance de la corrección política es una
señal muy potente que nos advierte de la infantilización de la sociedad
occidental, reflejada con pavorosa nitidez en su universidad, de donde
precisamente proviene. Tanto despropósito llevó a Richard Dawkins,
profesor de biología evolutiva de la Universidad de Cardiff a advertir a
sus estudiantes, con indisimulada indignación: “La universidad no puede
ser un ‘espacio seguro’.
El que lo busque, que se vaya a casa, abrace a
su osito de peluche y se ponga el chupete hasta que se encuentre listo
para volver. Los estudiantes que se ofenden por escuchar opiniones
contraria a las suyas, quizá no estén preparados para venir a la
universidad”.
La corrección política es producto de ese pensamiento infantil
que cree que el monstruo desaparecerá con solo cerrar los ojos. Pero la
maduración personal consiste justo en lo contrario, en descubrir que el
mundo no es siempre bello ni bueno, en la toma de conciencia de que el
mal existe, en llegar a aceptar y encajar la contrariedad, el
sufrimiento.
Y, por supuesto, en aprender a rebatir los criterios
opuestos. En su esfuerzo por hacer sentir a todos los estudiantes
cómodos y seguros, a salvo de cualquier potencial shock, las
universidades están sacrificando la credibilidad y el rigor del discurso
intelectual, remplazando la lógica por la emoción y la razón por la
ignorancia. En definitiva, están impidiendo que sus alumnos maduren.
La trampa del “espacio seguro”
Cuando se designa unos espacios universitarios como
seguros, implícitamente se está marcando otros como inseguros y, por lo
tanto, tarde o temprano habrá que “asegurarlos”, hasta que cualquier
opinión desconcertante quede prohibida en todo el campus. Y, si esto es
válido para la universidad, ¿por qué no trasladarlo a la sociedad en su
conjunto? Así, la represión se extiende como mancha de aceite,
prohibiendo palabras, términos, actitudes, estableciendo una siniestra policía del pensamiento.
En la práctica, es la autoridad quien acaba dictaminando lo que es políticamente correcto y lo que no. Y lo hace, naturalmente, a favor del ‘establishment’ y de los grupos de presión mejor organizados
Desde el punto de vista conceptual, la corrección
política es incongruente, cae por su propio peso.
Dado que no todo el
mundo opina igual ni posee la misma sensibilidad, no es posible separar
con rigor lo que es ofensivo de lo que no lo es, establecer una frontera
objetiva entre lo políticamente correcto y lo incorrecto. Hay personas
que no se ofenden nunca; otras, sin embargo, tienen la sensibilidad a
flor de piel. La ofensa no está en el emisor sino en el receptor,
Así,
en la práctica, es la autoridad quien acaba dictaminando lo que es
políticamente correcto y lo que no. Y lo hace, naturalmente, a favor del
establishment y de los grupos de presión mejor organizados.
La corrección política es una forma de censura, un
intento de suprimir cualquier oposición al sistema.
Y es además ineficaz
para afrontar las cuestiones que pretende resolver: la injusticia, la
discriminación, la maldad. No es más que un recurso típico de mentes
superficiales que, ante la dificultad de abordar los problemas, la
fatiga que implica transformar el mundo, optan por cambiar simplemente
las palabras, por sustituir el cambio real por el lingüístico.
Lo expresó de forma certera el defensor de los derechos civiles W. E. B. Du Bois
en 1928. Tras ser recriminado por un joven exaltado por usar la palabra
“negro”, Du Bois respondió: “Es un error juvenil confundir los nombres
con las cosas. Las palabras son sólo signos convencionales para
identificar objetos o hechos: son estos últimos los que cuentan.
Hay
personas que nos desprecian por ser negros; pero no van a despreciarnos
menos por hacernos llamar ‘hombres de color’ o ‘afroamericanos’. No es
el nombre… es el hecho”. En efecto, ni la discriminación, ni el racismo,
ni cualquier otro problema, se resuelven por cambiar los nombres.
Como mucho, se logra tranquilizar la mala conciencia de algunos.
Como mucho, se logra tranquilizar la mala conciencia de algunos.
Y el resultado es… Donald Trump
Hay mucha gente en el mundo, demasiada en España, que, al parecer, carece de la madurez emocional o de la capacidad intelectual para escuchar una opinión política que se aparte de sus convicciones sin considerarla un insulto personal. Al poner los sentimientos por encima de los hechos, de las razones, cualquier opinión válida puede ser desactivada tachándola de racista, sexista, discriminatoria.
Puede que a
estas personas la corrección política les haga sentirse más cómodos,
pero a costa de instaurar la cultura del miedo en los demás. Clint Eastwood declaró:
“Secretamente, todo el mundo se está hartando de la corrección
política, del peloteo. Estamos en una generación de blandengues; todos
se la agarran con papel de fumar”. Aun así no era plenamente consciente
del peligro que se avecinaba: tarde o temprano el virulento efecto
péndulo invierte las magnitudes, la gente acaba hastiada de tanta
censura, y como reacción… vota a Donald Trump.
Renunciar al libre discurso, al libre pensamiento, para
evitar herir la sensibilidad de algunos es peor que estúpido: es
peligroso porque pone en cuestión los principios de la democracia.
Debemos ser respetuosos con todo el mundo, por supuesto. Pero también
expresar con libertad nuestras ideas y argumentos. Si alguien se
molesta, se rasga las vestiduras, es muy probable que esté mostrando su
talante inmaduro, su carácter infantil e intolerante.
Lo advirtió George Orwell en su novela 1984:
“La libertad es el derecho de decir a la gente aquello que no quiere oír”.
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