Desde que rebrotó con inusitada virulencia el guadianesco
asunto de Cataluña –Rajoy recordará ya para siempre aquella recogida de
firmas contra la reforma del Estatut–, siempre se ha tomado como un
problema y no como un nuevo horizonte esperanzador por explorar para los
pueblos, tanto el español como el catalán en su conjunto.
De ahí que
hayamos llegado a esta fase berlanguiana donde el despropósito es ya de
tinte nacional.
Y ya aprovechando la producción cinematográfica del genio valenciano, no por acudir al “todos a la cárcel” se va a sepultar el asunto. Ni mucho menos. Es algo que todos sabemos en mayor o menor grado de asimilación interna y de cara a las respectivas huestes electorales.
La ley es la ley, sí, por supuesto; pero también claro que existe otra realidad por encima de ella: la de los que se la saltan de forma indiscriminada sin fin alguno y también la de los que quieren explorar nuevas posibilidades de entendimiento mutuo.
Porque no olvidemos que sólo buscando vía diálogo permanente nuevos caminos los pueblos llegan a conseguir sus reclamaciones, y solo así la ley se vuelve a adaptar a los tiempos nuevos después de pasar por la mano más o menos torticera de la clase política en general y del poder ejecutivo de turno en cualquier Estado de Derecho.
El pueblo catalán en su conjunto y el resto de la ciudadanía española no se merecen este bochornoso espectáculo internacional tanto de las autoridades españolas como independentistas, empezando por el jefe del Estado con un discurso amenazador, trasnochado e intransigente que se recordará pase lo que pase, pasando por un gobierno enrocado y negado e ineficaz por completo en las artes del diálogo, una oposición política desnortada y sin recursos y un frente independentista empeñado en lograr su propósito máximo cueste lo que cueste, aunque para ello vuelen todos los resortes de la democracia.
La sinrazón más sinrazón pide, y aún más sinrazón traerá si nada ni nadie lo remedia. Es el camino elegido por estos mediocres e incapaces políticos, pero no por el pueblo. Quizá ya solo quede encomendarse a un dios menor llamado sentido común, un dios menor que no parece de este mundo.
Diario16
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