Estimada Cristina,
No sé si me recuerdas; francamente, yo a
ti no… pero han pasado varios años desde que parece que fui tu
profesora en el curso 2011/2012, y superado sobradamente el medio siglo
de vida cada vez tengo menos certezas; si lo parece… pues será.
Me permito escribirte sin mayores
ceremonias ni protocolos, no obstante tu actual posición institucional,
incluso utilizando el tuteo que utilizo con todos mis alumnos.
Ya que la modalidad en que desarrollaste
tu Máster no nos dio la oportunidad de coincidir personalmente, no
querría que dejaras de ser consciente de cómo discurrían las clases con
los alumnos ordinarios, lo que también forma parte de la experiencia de
cursar un Máster.
Como tú, la mayoría de alumnos no
cumplía ya los treinta, por lo que también compatibilizaban sus estudios
de post-grado con una cotidianeidad repartida entre obligaciones
laborales y familiares, supongo que no había sitio para mucho más.
Las
sesiones eran intensivas, y se impartían los sábados por la mañana en el
Campus de Vicálvaro, a las que llegábamos con dificultad estirando un
poco más la semana de cinco días. No sé quién se esforzaba más, si yo en
articular un discurso que interesara y mantuviera alerta al auditorio, o
los alumnos en mantenerse atentos y seguir la exposición de lo que
tocara aquella mañana.
A media mañana parábamos un rato,
tomábamos un café y hacíamos corro en la puerta del Departamental, con o
sin pitillito –espero que ellos lo hayan dejado, yo no-; después
volvíamos hasta pasadas las 13h., media hora arriba o media hora abajo
según los días.
En esas mañanas de sábado, que recuerdo
especialmente soleadas, la relación entre el grupo se hizo más estrecha
de lo que es habitual en los estudios de Grado, quizás por mayor
proximidad generacional, quizás por compartir el ánimo voluntarioso de
estar allí. El caso es que aún recuerdo algunas caras, algunos nombres
–lo que es más infrecuente- y sobre todo, algunos perfiles concretos.
En
general, los alumnos coincidían en el interés en superar el Máster y
conseguir su título, aunque las motivaciones eran muy distintas.
Recuerdo a S.B., un funcionario de prisiones que proyectaba una
promoción profesional que le acabaría llevando a un entorno laboral
mucho más relajado; también me represento a Mª R., madre divorciada
mucho más tesonera que brillante, que quería mostrar a sus dos hijos
que, etiquetas aparte, es mucho mejor saber que no saber, y ser doctora
que no serlo, lo que finalmente consiguió; también reconocería a M.G.,
Biólogo y Técnico Municipal que, quizás, intentara la oposición de
Secretario-Interventor.
Estos son los alumnos ordinarios, los
que avanzan poco a poco porque sin padrinos, personales o
institucionales, cuesta más, los que se instalan un tiempo en semanas
laborales de seis días, sueño atrasado y mucho ocio pendiente. Una
decena de personas decentes que algo aprenderían de instituciones y
medio ambiente urbano, materias que impartí, y que, curso tras curso, me
recuerdan que la ambición profesional sólo tiene sentido cuando está al
servicio de la calidad personal.
Qué pena, Cristina, que te lo hayas perdido.
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